Se sonríen sin énfasis como un modo de zanjar la conversación y vuelven a mirar al campo de juego. Aparecen los equipos y Fernando enfoca la cámara, aunque la deja en pausa para no filmar cosas inútiles. Tiene miedo de quedarse sin batería a mitad del partido. ¿Y si Pittilanga convierte un gol insólito después de que a él se le agoten las pilas? Difícil, se dice. Sobre todo lo del gol insólito.
Observa la cámara. La pantalla informa que el nivel de batería es óptimo. Tal vez dure todo el partido. Recuerda otra vez la conversación telefónica con su madre. Ni siquiera se sorprendió al enterarse de que ha viajado a Santiago del Estero para filmar ese partido. Lo mismo que si le hubiese dicho que estaba en Ituzaingó dando clase. En realidad, su madre suele escucharlo como quien oye llover. La próxima vez hará la prueba: “Estoy en Marte, mamá. Vine a ver si puedo hacer algo para salvar la guita del Mono, mamá. Vine a Marte por eso”. Difícilmente sirva para algo.
Activa la grabación y ajusta el enfoque, porque acaban de ponerle un pase profundo a Pittilanga, que corre cuerpeándose con su marcador. La pelota sale por línea de fondo. Oprime pausa. Ahora no puede recordar en qué momento esa expedición le pareció una buena idea. Seguro que fue después de la pelea con Mauricio y de la cara de medias tintas que puso el Ruso cuando lo fue a ver al lavadero. Seguro que fue entonces cuando le atacó su habitual complejo de mesías.
Enciende otra vez cuando Presidente Mitre hilvana un ataque. Los visitantes tiran la pelota al córner. Fernando enfoca a Pittilanga, que espera el centro cerca del punto penal. Ensaya el mínimo giro de la muñeca que le permitirá tomar también el arco, si Pittilanga cabecea hacia allí. Viene el pelotazo, pero llovidísimo al segundo palo, de modo que el balón pasa un par de metros por encima de Pittilanga. Fernando vuelve a poner la pausa y baja la cámara.
Esa noche, cuando el Mono los convocó para contarles los pormenores de la reunión con sus jefes suizos, Fernando y el Ruso necesitaron un par de minutos para digerir lo que el Mono acababa de contarles.
—A ver si entendí —quiso confirmar Fernando—. Te ofrecen ser gerente regional.
—Sí.
—Los tipos se fusionan y se agrandan. Y vos quedarías a cargo de todo el Cono Sur.
—Sí, digamos.
—El sueldo debe ser bárbaro. Mejor todavía que el actual. ¿Cierto?
—Psí. No pregunté detalles, pero sí.
Fernando hizo una pausa.
—Y pese a todo eso, vos les pediste un tiempo para pensarlo.
—Sí. Hasta mañana.
De nuevo se quedaron callados, hasta que el Ruso tuvo una ocurrencia y habló:
—¿Vos lo que estás pensando es si podés quedarte con el laburo de ahora, en lugar de con el nuevo?
—No, Ruso. Eso no corre más. O agarro esa gerencia regional que dicen o me rajan.
—¿Cómo que te rajan?
—¿Y en guita cuánto es? —preguntó Fernando.
—Me rajan, Ruso. Me indemnizan y me voy.
—Pero te quedás sin laburo…
—Ya sé, genio.
—En guita, te pregunto… —insistió Fernando—, ¿cuánto es?
—¿La indemnización o el sueldo nuevo que me ofrecen?
Fernando hizo un ademán para indicar que le contestara lo que quisiese.
—El sueldo nuevo no lo llegué a preguntar. Ya les dije. Pero ojo que voy a tener que andar viajando y todo eso, porque la región abarca Chile y Uruguay. Y no sé si Paraguay. No pregunté. Y tengan en cuenta que yo la tengo a Guadalupe. Esta hija de puta de Lourdes me vuelve loco con las visitas. Me las retacea todo lo que puede. Si encima yo ando a los saltos, de acá para allá, la cosa va a ser más complicada. Seguro.
Eso era cierto. Ni Fernando ni el Ruso quisieron ahondar, pero era cierto.
—¿Y la indemnización? —preguntó Fernando.
—Ahí está. A eso quería llegar —el Mono respondió con tanta energía que Fernando sospechó que la decisión ya estaba tomada. Y que lo que faltaba era que ellos le dieran la bendición. Eso era todo—. La gerenta de personal me hizo un cálculo por arriba. No me dio el número exacto. Es una mina macanuda. Aparte está buenísima.
—¿Cuál es? ¿Yo la conozco? —terció el Ruso, repentinamente interesado.
—Psí… creo. Mariana, se llama. Debe haber estado en esa fiesta de fin de año a la que vos me acompañaste. Una alta, morocha…
—¿No es una rubia, petisita, muy linda? —el Ruso acompañó sus palabras con el gesto de las manos.
—¿Cuánto te calculó de guita? —Fernando intentaba retomar el hilo del diálogo anterior.
—No. La rubia con la que te quedaste loco era Gabriela, la de Suministros. Esta es morocha, alta…
—¿Cómo estaba vestida?
—Monito, te pregunté algo… —Fernando optaba por interrumpirlos dulcemente.
—Yo qué sé, boludo. Si hace como dos años… Creo que con un vestido verde. Así, escotado…
—¿No era rojo?
—No, Ruso. La de rojo era Gabriela, la rubia, pero te dig… —¡Me contestás de una vez, pedazo de pelotudo!
Cuando Fernando perdió la paciencia consiguió que los otros dos hicieran silencio. Pero lo miraron, ambos, como si fuera un extraterrestre. Por un instante, Fernando pensó en justificar su enojo, en señalarles lo evidente: estaban discutiendo el futuro laboral del Mono y no los atributos físicos de sus compañeras de la empresa. Pero los años de experiencia que acumulaba siendo hermano de uno y amigo de los dos lo disuadieron de intentarlo: para ellos, de ningún modo el monto de la indemnización era más importante que determinar fehacientemente quién era Gabriela y quién Mariana. Por eso se limitó a mirar al Mono para forzarle una respuesta.
—Mirá: la gerenta me dijo así, por arriba, mango más, mango menos, que me correspondían doscientos mil, doscientos diez mil, más o menos.
—¿Pesos? —preguntó el Ruso, con ojos asombrados.
—No, Ruso. Dólares.
—Mierda —fue todo cuanto el Ruso pudo articular.
Los dos golpes en la puerta vienen acompañados por el tintineo de las pulseras que Soledad usa siempre en la muñeca izquierda.
—Adelante —dice Mauricio, y la chica asoma la cabeza.
—Dice el doctor Williams que cuando puedas te acerques a su oficina, que tiene que hablar con vos.
—Según el urgenciómetro de convocatorias de Williams que manejás a la perfección… ¿qué puntaje le asignarías a su convocatoria?
La chica sonríe. Lleva un pantalón pinzado negro y una camisa blanca con voladitos que le destaca ventajosamente sus curvas numerosas.
—Yo diría que un… seis.
—¿Seis? Bien. Hay margen para un café. Siempre y cuando mi amable asistente esté dispuesta a prepararlo. ¿O quedó hecho de la mañana?
—No y sí —la chica hace una pausa—. No quedó de la mañana y sí; sí estoy dispuesta a prepararlo. Pero…
—¿Pero?
—El seis es una nota peligrosa. Tiene lo suyo. Cinco es relax. Siete es alerta. El seis es medio inclasificable.
—¿Sugerencias?
—Darte una vuelta por lo de Williams mientras yo te preparo el café.
Miradas en silencio. Sonrisa devuelta con otra sonrisa. Código algo meloso para el gusto de Mauricio, pero qué remedio. Hay que apechugar.
—Con una condición. Soy un jefe magnánimo, y vos estabas pasando un escrito. Si voy a interrumpir tu sagrada consagración laboral, por lo menos compartí el café conmigo.
Largas miradas silenciosas.
—Me parece justo.
Mauricio amplía su sonrisa. Es un momento crucial en el que debe tomar decisiones. La tiene a punto caramelo.
Suena el teléfono y Soledad vuelve atrás para atender. En la espera, Mauricio plantea un rápido ejercicio de pros y contras. Una contra: es su asistente personal y por lo tanto los riesgos de que después le venga con algún quilombo se multiplican peligrosamente. Una denuncia de acoso, sin ir más lejos. La otra vuelta le contaron una historia que le puso los pelos de punta. Otra contra: es la mejor secretaria que ha tenido. Cuando se pudra todo, como tarde o temprano deberá ocurrir, no sólo se quedará sin romance sino también sin asistente. Otra contra: es una piba sumamente inteligente, competitiva, de las que no dan puntada sin hilo. Un campo minado. Él no está para desafíos sino para ternuras. En resumen, un montón de contras. Pero, nobleza obliga, también existe un pro: la piba está buenísima, pero buenísima en serio. Buena como para empardar todas las contras.
Soledad se asoma de nuevo.
—Es el Ruso. ¿Le digo que estás?
Mauricio pone cara de “por supuesto”. De paso, consolida su imagen de amigo fiel de sus amigos. Todo ayuda. Soledad cierra la puerta del lado de afuera mientras él levanta el auricular. Esos ejercicios de pros y contras son una imbecilidad, porque nunca le resuelven nada. Al final tiene que actuar por impulsos, como siempre. Y tan mal no le va. En general.
—Hola, Ruso, qué decís.
—Hola, Mauri —la voz del otro se escucha agitada—. Acá andamos, con un quilombo nuevo. Me llegó una carta documento.
—¿De quién?
—De los dueños del local de Morón.
—Ah. ¿Qué te ponen? Que les pagues los alquileres adeudados, bla bla bla bla, supongo…
—Sí… —el Ruso balbucea algunas palabras mientras ubica el párrafo al que quiere llegar— “bajo apercibimiento de iniciar acciones legales…”.
—Sí, Ruso. Ya sé. No les des bola. —¿Te parece? —No te preocupes. Yo ya estoy con eso. Hay una pausa. Después, la voz del Ruso es casi la de
siempre.
—Menos mal, Mauri. Me cagué todo cuando la recibí. Encima la dejaron en casa y la vio Mónica. No sabés la escena que me hizo.
—Y, viste cómo son las minas.
—¡Yo le dije! Pero…
—No te hagás problema. Ya me van a llamar a mí y en ese momento arreglamos.
—¿Seguro?
—Pero sí, Rusito. Tranquilo. ¿Con el lavadero cómo vas?
—Y… yo qué sé. Tirando. Encima hace como un mes que no llueve. Ahora bajó un poco.
Mauricio sopesa la frase “bajó un poco”. Si ya venía pésimo antes, mejor no imaginarse qué significa “bajar un poco”.
—Igual —sigue el Ruso— acá con el Cristo tenemos la teoría de que si las cosas siguen así, un montón de lavaderos de autos van a tener que cerrar.
“Empezando por el tuyo, tarado”, piensa Mauricio, pero se cuida de decirlo.
—Otra cosa, nene.
—Qué, Ruso.
—El otro día vino a verme Fernando, por lo del asunto de Pittilanga.
Mauricio resopla.
—¿Y?
—Y nada. Con esto de que vos dijiste que no seguís más… A ver qué pensaba yo…
—¿Y vos qué le dijiste, Ruso?
—Y… que no sabía.
Mauricio se tranquiliza. Menos mal que es el Ruso. Un pan de Dios, con la fuerza de voluntad de un flan y la autodisciplina de un infante.
—Hiciste bien, Ruso. Eso es tiempo perdido. No hay nada que hacer. Y cuanto más tarde en entenderlo peor para él. Y para nosotros.
—Lo que pasa es que medio se me ofendió, me parece…
—No le des bola, Ruso. Con Fernando es siempre lo mismo. O se hace lo que él dice o somos todos una manga de boludos. O de traidores.
—¡Eso pensé yo! Me miró como si lo estuviera cagando.
—No le des bola. Haceme caso. Tarde o temprano la va a entender. Pero si vos le seguís la corriente va a ser peor, porque va a seguir hinchando.
—Eso me dice Mónica, también.
Y claro. La pobre mina debe estar desesperada. Casada con un inútil incapaz de hacer ningún negocio coherente, lo que menos debe querer es que encima se distraiga con fracasos ajenos. Se despiden prometiendo verse pronto. Después de cortar, marca el interno de Soledad.
—¿Y los cafés, señorita secretaria?
—¿No me dijo que iba hasta la oficina de Williams y después lo tomábamos, doctor?
Mauricio sonríe.
—¿Sabe qué pasa? Que necesito ese café. Que Williams espere.
Cuando el Mono tuvo que confesar la indemnización que podía corresponderle si abandonaba el laboratorio de los suizos, la noche en que los puso al tanto de su plan, lo dijo con timidez, casi con vergüenza. Fernando sabía por qué. De los cuatro, el Mono era, lejos, el que más dinero ganaba. A Mauricio no le iba mal, al contrario. Y cada vez le iba mejor, pero recién en el último tiempo estaba ganando buen dinero. Se había recibido de abogado para la misma época que el Mono de ingeniero, pero no había tenido la misma suerte, o no lo asistía el mismo talento que a su amigo. Trabajaba como loco. Se salteaba feriados y fines de semana. Ahora sí, se estaba acomodando en un estudio grande, sus jefes lo consideraban y el futuro parecía abrírsele ancho y venturoso. De todas maneras los remilgos del Mono no tenían que ver con Mauricio, que además no estaba presente esa noche. Tenían que ver con el Ruso y con Fernando. Los pobres del grupo. Y por un largo campo de distancia. Fernando no sabía con seguridad cuánto ganaba su hermano —y jamás lo ponía en el aprieto de preguntárselo—. Pero comparar su sueldo de gerente de sistemas con su propio salario de profesor de escuela secundaria era casi ridículo. Y el Ruso… bueno, era un asunto serio.
A veces a Fernando le despertaba curiosidad eso de cómo seguía la amistad cuando tu vida y la de tus amigos tomaban rumbos tan diferentes. De chicos todo era más homogéneo, más previsible. Se habían criado en esa clase media suburbana que poblaba el Castelar de los años setenta. Y todos, más o menos, se movían en la misma medianía. Padres oficinistas, comerciantes, talleristas, madres amas de casa casi todas. La historia de ellos cuatro y de todos los demás. Y sin embargo ahora, treinta años después, se movían en realidades que no tenían nada que ver una con otra. Sin ir más lejos, el living de la casa que el Mono alquilaba, sin decidirse a comprar, en el que estaban sentados esa noche, tenía un tamaño equivalente a la casita de propiedad horizontal que había pertenecido a su abuela y en la que ahora vivía Fernando. Y sin embargo, no podía decir que por eso su amistad se hubiese resentido. Hablaban igual. Compartían igual. Disfrutaban del mismo modo, y de las mismas cosas. Casi siempre. Salvo en momentos como este, cuando al Mono le daba pudor que su potencial indemnización por despido fuese una cantidad tal de guita como para dejar al Ruso a la deriva en el ancho océano de la incredulidad y el silencio.
De todos modos, el Ruso abandonó con facilidad esas aguas turbulentas. Primero soltó un breve “ja”. Casi enseguida agregó un “ja-ja”. Y una andanada de “ja-ja-ra-ja-ja”. Y bastó ese inicio de carcajada para que el Mono se tentara igual que el otro y con eso le diera un nuevo espaldarazo a la risa del Ruso. Y así sucesivamente hasta que los dos terminaron en una sinfonía de carcajadas que Fernando, por experiencia, supo que no debía intentar interrumpir, más allá de que cualquiera en su sano juicio hubiera considerado más útil dedicar el tiempo a seguir conversando sobre lo que el Mono les estaba contando y sus consecuencias y derivaciones. Y no debía intentar interrumpirlo porque lo único que podía lograr era que los dos energúmenos lo tomaran a él para la chacota y la espiral risueña se prolongara infinitamente.