—Ayer estuve en Tribunales y me crucé con Coco Sanlúcar. Me habló bárbaro de vos.
Mauricio sonríe en un gesto que quiere ser modesto.
—La verdad que esa causa fue bastante complicada.
—Pues Coco me dijo que te manejaste a la perfección. Me dijo…
Williams se interrumpe cuando la secretaria entra con la bandeja y los cafés. No está diciendo nada que requiera secreto, pero a Mauricio le gusta ese silencio. Como si el elogio de Sanlúcar fuese más personal así.
—Me dijo “Tito (Coco es amigo del colegio, por eso le tengo que tolerar ese sobrenombre espantoso, pero qué querés que haga, son muchos años), ese pibe que te lleva la causa de Naviera Las Tunas es un fenómeno”.
—Bueno, Humberto. Muchas gracias.
Williams apenas prueba el café y deja el pocillo en su plato. Mauricio lo ha visto hacer eso cien veces, y todavía le llama la atención. Complejo de clase media suburbana, eso de que las cosas no se dejan por la mitad. En Williams hasta ese gesto de minúsculo despilfarro es un vehículo sutil para ejercer la autoridad. ¿O es él, Mauricio, el que se deslumbra como un chico frente a la abundancia y el poder?
—Nada de gracias, querido. Te lo tenés más que merecido. Decime una cosa —lo mira. Por primera vez en la entrevista Williams lo mira directamente—: ¿Cómo lo ves a este pibe Sabino?
Mauricio se extraña un poco. Casi se desilusiona, porque le habría gustado que la conversación siguiera versando sobre él, sobre los cumplidos que había soltado el juez Sanlúcar sobre su dichosa persona. Pero se rehace.
—Bien. Muy bien. Es responsable, dedicado… ninguna queja.
—Bárbaro, Mauricio. Quiero que le sigas dando piolín. Que lo vayas soltando.
Mauricio se muere por preguntar por qué, pero se contiene. Mejor contentarse con entender lo que Williams calla, además de lo que dice. Sería lindo que dijera: “Foguealo a Sabino porque dentro de un tiempo te vamos a convertir en socio y él va a tener que hacerse cargo de tus clientes”. Y poder responder con un grito de alegría, con un apretón de manos efusivo o alzando los brazos en un festejo casi deportivo. Pero esos entusiasmos no están bien vistos en el mundo Williams. Aquí las cosas son así. Una elegancia que no requiere impostaciones. Estos tipos no se fingen superiores. Detentan su supremacía como un derecho, como un hábito de toda la vida. Por eso la naturalidad, la displicencia. A Mauricio no le sale. Él se crió en Castelar, su viejo era bancario y su vieja es maestra jubilada. No importa. Ya va a aprender.
Sonó el teléfono, pero ninguno de los tres hizo amago de atender. Se escuchó el chasquido del contestador automático, pero quien llamaba no dejó mensaje. Fernando no sabía si hablar o seguir callado. ¿Qué tenía de malo ser ingeniero en sistemas? No entendía del todo semejante angustia de identidad en su hermano menor. Pero por otro lado, y contraviniendo su costumbre de poner palabras en los sitios donde amenaza con crecer la angustia, siguió callado, esperando que el Mono fuese hacia donde necesitase ir.
—No me pongas esa cara, Fernando. Entendeme en lugar de mirarme así. Yo siento… hace tiempo que siento —el Mono movía las manos, tanteando el aire frente a sí, pero tampoco ahí estaban las palabras que necesitaba—. ¿Viste cuando te perdés? ¿Cuando vas a algún lado y te perdés? Vos no te das cuenta en el momento. No es que girás en una esquina y decís “acá, justo acá, me estoy perdiendo”. Si no, no te perderías. No funciona así. Vos te perdés pero no te das cuenta de que te perdés. Avanzás, avanzás, creyéndote que la tenés más o menos clara, hasta que llega un punto en que te parás y decís “me perdí, no tengo ni la más puta idea de dónde estoy metido”. Bueno. Yo estoy así.
Fernando asintió pero no pronunció palabra. Y no sólo porque no quería interrumpir a su hermano, ahora que parecía haber encontrado una brecha para seguir hablando —aunque también—, sino porque estaba sorprendido. No estaba listo para semejante discurso introspectivo. O, más precisamente, para que ese discurso lo protagonizase el Mono. Si la parrafada que acababa de escuchar hubiera venido de labios de Mauricio, vaya y pase. Era un tipo lo suficientemente enroscado como para que saliera con algo así. Pero, ¿el Mono? ¿Desde cuándo se remontaba a semejantes abstracciones? Escucharlo hablar así era como asistir a un monólogo del Ruso centrado en el existencialismo sartreano. Eran tipos simples. De una simpleza que a Fernando lo atraía y lo maravillaba. Fernando los admiraba por eso. Ningún rebuscamiento. Ninguna complicación. Al pan, pan, y al vino, vino. Fernando los adoraba precisamente por eso, porque eran lo más parecido que conocía a la pureza, aunque le sonara cursi cada vez que lo pensaba en esos términos.
—Y que vos no puedas decirme qué carajo soy me confirma en lo que pienso. ¿Entendés? Yo no fui siempre así. Ahora soy. O desde hace años. Unos años. Catorce, para ser exactos.
Fernando empezó a entender. Hacía años que no se detenía a pensarlo. Lo lamentó por el Mono. Tal vez, de haberlo tenido presente, hubiera podido preguntarle, hubiera podido escucharlo.
—Yo “era”, ¿entendés? Cuando estábamos en tercer año. En cuarto año del secundario. Yo… ¿qué era?
—Jugador de fútbol.
Fernando apenas balbuceó esas palabras, pero no hizo falta repetirlas porque los tres las habían pensado. Volvieron a callarse. Tal vez lo que le había ocurrido a Fernando también le pasaba al Ruso. Esa tristeza súbita por encontrar, en el fondo del alma de su amigo, un dolor así de viejo, y así de vivo.
—Ahí tenés. ¿Viste cómo te salió facilísimo? Yo era jugador. Era número cuatro. Marcador de punta. Jugaba en las inferiores de Vélez. Jugaba en sexta. Jugaba en quinta. Jugaba en cuarta. Yo era eso, Fernando. Jugador. El asunto es que eso no fui más. Desde que esos chotos me dejaron libre, jugador no fui nunca más. La cagada es que eso es lo último que fui. Después no fui más nada.
—Pará. Pará un poquito —de repente, a Fernando había dejado de cuadrarle la compasión y el respeto por el duelo de su hermano—. Tenés una hija que te adora.
—No hablo de eso.
—¿Y de qué hablás?
—Hablo de mí como persona. De mí con mis cosas.
—¿Tus cosas? Perfecto: mirá la casa que tenés.
—La alquilo.
—Si querés la comprás, Mono. Mirá el auto que tenés. No me jodás.
—No te jodo. Pero no me corrás con la guita. Me conocés desde siempre, Fernando. Vos sabés por dónde me paso yo la guita.
—Ahora de repente sos un filántropo.
No había terminado de decirlo, cuando Fernando se arrepintió de haber dicho eso.
¿Qué acababa de hacer? Su comentario no era solamente injusto. Era espantoso. Mil veces el Mono les había demostrado que el dinero estaba lejos de obsesionarlo. Le gustaba tenerlo. Le divertía gastarlo, como a cualquiera. Pero jamás había sido un avaro ni un materialista. ¿Por qué le había contestado de ese modo?
—Te interrumpí. Seguí diciendo —claudicó por fin y, en Fernando, era lo más parecido a una disculpa que los otros podrían escuchar.
—Eso. Que hace casi veinte años que vengo a los tumbos —y lo miró fijo—. Y me importa un carajo si entre tumbo y tumbo me llené de guita. No quiero vivir así el resto de mi vida. Quiero hacer otra cosa. Quiero volver a ser algo. ¿Me entendés?
No había sitio para prolongar la polémica.
—Sí. Te entiendo.
—Terminá de contar —pidió el Ruso, mientras se inclinaba hacia adelante en el sillón, como si supiera que lo más jugoso del encuentro estaba todavía por venir.
Fernando tomó conciencia de que ese encuentro no pretendía otra cosa que convencerlo a él de lo que fuera que el Mono se traía entre manos. El Ruso, como siempre, era un soldado leal a la causa del Mono. No importaba cuál fuera la causa.
—Dale, Monito. Terminá de contarme —concedió Fernando, resignado.
—Para empezar de nuevo con otra vocación ya estoy grandecito. No me voy a poner a inventar.
—Claro.
—Y no es que tenga que ponerme a buscar una vocación nueva. Vocación ya tengo. Tuve siempre.
—Ajá. Debo suponer que te vas a ir a probar de marcador de punta en Excursionistas… Digo, para retomar la cosa donde la dejaste.
—No, boludo. Aunque te digo que con el fútbol de mierdaque se juega ahora… Si hay cada burro jugando en primera…
Pero no. Ya sé que con treinta y siete años lo de jugador profesional no va a andar.
—¿Y entonces?
—Pará. Ahí va. A lo que voy es a que eso es lo mío. Ese mundo. Ese ambiente.
—¿Vas a ponerte a estudiar para director técnico?
—¡No! O capaz que sí, pero no ahora. Eso sería algo de largo plazo. Y yo quiero hacer el cambio ahora.
—¿El cambio de qué? ¿En qué te querés enganchar?
El Mono y el Ruso cruzaron una mirada tal que Fernando entendió que ahora venía la revelación dramática. Se preparó para lo peor.
—¿Vos te acordás del Polaco Salvatierra?
—Uy, Dios —fue todo lo que pudo articular Fernando cuando escuchó ese nombre. Porque había entendido.
El Ruso sabe que la tiene difícil. Viene de perder tres a uno en el partido de ida y el Chamaco armó un esquema con muchos defensores, difícil de penetrar. A sus espaldas siente que alguien golpea el mostrador para ser atendido y, sin dejar de apretar los botones del
joystick
ni apartar los ojos de la pantalla, le grita al Cristo que por favor responda al pedido. Este es el momento clave. Su jugada mortal, como la llama. Su estiletazo. Corrida hasta el fondo con el
wing
derecho, enganche y
dribling
hacia el área. Disparo al segundo palo. Y además tiene que apurarse, porque el uno a cero no le alcanza. Echa un vistazo fugaz al Chamaco. Mal rayo lo parta. Está bendecido por los dioses. Es un superdotado de la Play Station. El Ruso tiene que sudar la gota gorda para derrotarlo. A veces, cuando le envidia la facilidad que tiene, intenta consolarse diciéndose que el Chamaco es de otra generación, que estos pibes nacieron en medio de computadoras y no como él, que tuvo que aprender de grande. De nuevo los golpes en el mostrador.
—¡Dale, Cristo! ¿Estás sordo? ¡Atendé que estoy ocupado, boludo!
En ese momento el Chamaco gira la cabeza y se queda tieso mirando hacia la recepción. El Ruso no lo ve, porque está en el momento culminante de la jugada. Tan concentrado está que no advierte que su contrincante ha dejado de manipular el
joystick
. El delantero del Ruso penetra en el área penal, elude a dos defensores y convierte. El Ruso vocifera el gol y se lo dedica al Chamaco. Recién entonces ve que el otro se ha desentendido del partido y mira hacia atrás, hacia su espalda. Él también se da vuelta.
Ahí parada, del otro lado del mostrador, Mónica. Al Ruso se le congelan la algarabía y los pensamientos. Se pone de pie y camina hacia ella.
—¿Qué decís, gorda? ¿Qué andás haciendo por acá?
Su mujer no responde. Lo mira con toda la dureza de la que es capaz y le extiende un papel. El Ruso advierte que es una carta documento.
—Ah, Moni. No te preocupes. Es de los dueños del local de Morón. Ya lo vi con Mauricio el otro día. Me dijo que no me hiciera problema.
—No —responde su mujer, y sigue tendiéndole el papel—. Es de la tarjeta de crédito.
Ahora sí el Ruso recibe el papel para leerlo. Es cierto. Los términos son parecidos. Bajo apercibimiento, intímole, bla bla bla.
—Sí, es verdad. Pero es lo mismo…
Mónica no abre la boca. Por encima del hombro del Ruso, mira al Chamaco que, advirtiendo que su presencia estorba, hace un veloz mutis hacia la playa de lavado.
—¿Hasta cuándo vamos a seguir así, Daniel, me querés decir?
El Ruso baraja algunas respuestas posibles.
—¿Así por qué? —murmura al final, y apenas lo dice se da cuenta de que no fue una elección atinada.
—¿Vos me tomás el pelo? ¿Vos no te das cuenta de lo que está pasando?
—Sí que me doy…
—¡Estamos hasta acá de deudas! ¡Y vos como si nada, Daniel!
—¿Por qué como si nada?
—¡Porque estás jugando a la Play con uno de los empleados, la puta madre!
El Ruso traga saliva mientras piensa que Mónica, que jamás dice malas palabras, tiene que estar desbordada para decir semejante cosa.
—Que yo juegue a la Play…
—¡Vos jugás a la Play y a nosotras nos van a comer los bichos! ¡Tenés dos hijas, Daniel! ¡Dos hijas! ¿Hasta cuándo vas a seguir así?
El Ruso cambia la pierna de apoyo, incómodo. Extiende la mano señalando afuera.
—No te pongas así, Moni. Esto, tarde o temprano, va a caminar, vas a…
—¡Basta, Daniel! ¡Basta de mentir! ¿Tarde o temprano? ¿No te das cuenta de que este negocio también lo vas a fundir? ¡Como todos los otros!
—Vas a ver que no.
—¡Vas a ver que sí! ¿O qué te creés que pasa con un negocio en el que el dueño se dedica a jugar a la Play con sus empleados?
—¿Y qué querés que haga mientras esperamos que vengan clientes?
—¡Mientras vos esperás los clientes nos vamos a la ruina, Daniel! ¡O no te das cuenta!
El Ruso sigue con la mano extendida, señalando el playón de lavado, pero las palabras no le salen. En la playa está el Cristo repasando un Toyota negro. El Chamaco y Molina están sentados en el banco de madera, esperando que salga otro servicio. El Ruso no ve nada de malo en el negocio. Anda flojo, sí, pero prefiere pensar que está arrancando de a poco, y que ya va a levantar. Empieza a decírselo a Mónica, entre titubeos, pero ella lo corta en seco.
—Basta. No aguanto más. Yo te banqué muchas. Te banqué todas. Pero hasta acá llego. Si no lo hacés por mí hacelo por las nenas.
Los ojos de su mujer se llenan de lágrimas y el Ruso se quiere morir. No hay nada peor para él que verla llorar. Se siente una basura. Levanta la tapa de madera para pasar al otro lado del mostrador pero ella lo detiene con un gesto.
—No. Ni te acerques. Te pido por favor. Lo único —hace un gesto vago, señalando el lavadero—. Por lo que más quieras, hacé algo.
Y sin darle tiempo de contestar, sale con un portazo que deja temblando el blíndex de la entrada. El Ruso se rasca la cabeza y mira alrededor. Le cuesta entender semejante pesimismo. Es cierto que la cosa va lenta, pero no cree que sea para alarmarse. Tarde o temprano tiene que levantar. Ahí está el televisor, con el juego en pausa. Se pregunta si está bien o está mal pegarle el grito al Chamaco para que venga a terminar el partido. Pero en ese momento se acuerda de las lágrimas de Mónica y apaga el aparato, mientras piensa que la vida, últimamente, viene endilgándole lecciones demasiado drásticas: ni los amigos viven para siempre ni la paciencia de Mónica dura para toda la vida.