—Todo lo que tenga que ver con sus dudas, quiero que se lo pregunte a la doctora Álvarez, que es la especialista en cuidados paliativos —dijo Liwe, y levantó los ojos hacia el Mono por primera vez—. Conmigo vemos el tema estrictamente oncológico. Lo demás, con ella.
Fernando se preguntó si su hermano menor habría reparado en la expresión “cuidados paliativos”. Lo miró: era tal la confusión que denotaba la expresión del Mono que intuyó que no.
El médico se puso de pie. Ellos tres demoraron en imitarlo, como si les costase comprender que hasta ahí había llegado la consulta. Pero como Liwe se mantuvo parado, inexpresivo, terminaron por incorporarse. El médico les tendió una mano blanda. Cuando se la estrechó, Fernando comprendió lo que más le había molestado. El médico seguía mirando a la nada, una nada ubicada un poco por encima del hombro de sus interlocutores.
Salieron a la sala de espera. El Ruso, que iba detrás, cerró la puerta detrás de sí. Mauricio les salió al encuentro, pero con un cabeceo lo disuadieron de preguntar. Pasaron a la recepción, donde estaba la secretaria. En ese momento, el Ruso les dijo que esperaran, que tenía que volver.
Fernando lo miró a Mauricio, que le devolvió un gesto de interrogación. El Mono estaba en la suya, con la cabeza baja y las manos llenas con todos los sobres de los estudios y las órdenes. La secretaria los miró sin entender. Entonces escucharon los gritos del Ruso. En realidad escucharon el ruido del picaporte de la puerta del consultorio, al abrirse de un manotazo. Y lo que oyeron después no fue un crescendo de discusión. Nada de eso. Fue un monólogo brutal, monolítico, dicho a los gritos.
“¿Sos médico o sos qué, pedazo de hijo de puta? ¿No te das cuenta, no te das cuenta de que el Mono está enfermo, pelotudo? ¿Que tiene miedo de morirse? ¿O a vos te chupa un huevo? ¡Ni lo miraste, pelotudo, ni lo miraste! ¡No nos dijiste una mierda! ¿No te diste cuenta de que te quería preguntar? ¿No te diste cuenta, imbécil? ¿Vos qué? ¿Vos no… vos nunca tuviste miedo? ¿Estás vivo, forro, o qué? ¿Qué te escondés, qué te escondés, boludo? ¡Cagón! ¿Viste qué feo que es tener miedo, pelotudo? ¿Ahora nos entendés a nosotros, choto? ¿Ahora entendés? ¡Sorete! ¡Frío! ¡Pecho frío! ¡Para qué atendés cáncer, pedazo de hijo de puta! ¿Para qué atendés? ¿Por qué no te dedicás a otra cosa? ¡Hacete bancario, pedazo de forro! ¡Hacete astronauta! ¿Pero médico? ¡Tratás con gente, sorete! ¡Tratás…”
No pudo seguir porque en ese momento lo sacaron entre los tres, y se llevaron unos cuantos golpes en el forcejeo, porque el Ruso estaba fuera de sí. Tenía la cara colorada por el esfuerzo, la furia y la impotencia. En frases incoherentes —y mientras lo arrastraban de nuevo por la sala de espera, la recepción y el pasillo— gritaba que lo soltaran, que lo dejaran, que lo iba a cagar a golpes. La voz se le estrangulaba más y más, porque no quería perder tiempo en respirar, y porque los alaridos que había proferido le habían arruinado la garganta. Lo embutieron de mal modo en el ascensor y bajaron los diez pisos que los separaban de la calle.
A mitad de camino, y mientras veían pasar los números de los pisos pintados en la pared, habló el Mono:
—Vamos a tener que cambiar de oncólogo. Me parece que con Liwe no va más.
Fernando sonrió, porque conocía la voz de su hermano y supo que, por detrás de la angustia, él también sonreía.
—Creo que va a ser lo mejor —Mauricio coincidió.
Cuando el Ruso lo invita a sentarse a la sombra, Pittilanga acepta pero lo mira un poco extrañado.
—Pensé que iba a verlo dentro de un tiempo…
—Yo te avisé que pensaba venir seguido.
—Seguido sí, pero vino hace dos semanas.
—No. Sí. Es verdad.
El Ruso, aterrorizado, advierte que ha hecho mil doscientos kilómetros y no tiene ni idea de cómo empezar a decir lo que tiene que decir, o proponer.
—Pasa que estuve viéndote jugar, la vez pasada…
El pibe le sostiene la mirada pero no pronuncia palabra. Nada que al Ruso lo ayude a seguir.
—¿Esta semana cómo anduviste?
Ceño fruncido, extrañeza, ligero recelo del jugador. Pero responde.
—Yo qué sé. Como siempre, supongo…
Pittilanga se mira los botines sucios, tira del hilo deshilachado de una media, golpea los tapones sobre un contrapiso bajo el banco de suplentes. El Ruso tiene una idea. No es buena, pero por lo menos es una idea. Que hable el pibe. En una de esas…
—Decime una cosa, Mario: ¿vos cómo te ves?
—¿Cómo me veo de qué?
—Cómo te ves. Jugando, digo. Con el fútbol. Con tu carrera, digo. ¿Cómo te ves?
—¿A qué viene la pregunta?
—A nada, pibe. Pero me interesa. Me interesás. ¿Y a quién le puedo preguntar cómo andás vos si no es a vos?
El pibe cambia un poco de posición, gira la cabeza hacia la puerta del vestuario. Está incómodo, piensa el Ruso. Le da vergüenza estar acá con un desconocido.
—Yo qué sé… No sé qué quiere que le diga…
Yo tampoco sé, pendejo, piensa el Ruso, pero necesito que me des algún pie como para entrar en tema sin que te calientes y me mandes a la mierda.
—Me refiero a cómo te ves vos mismo con tu carrera, Mario. Si te ves siempre igual o si te ves progresando, pasando a otro club más importante, volviendo a Platense, llegando a Primera…
—Sí, más bien. Yo trabajo para que pase eso. Hoy estoy acá pero siempre el jugador quiere progresar.
Respuesta inútil, piensa el Ruso. Pittilanga acaba de contestar como si eso fuera una nota periodística hecha a un jugador consagrado o en camino de serlo. Y no es ni lo uno ni lo otro. Siguen en cero.
—¿Usted cómo me ve? —contraataca el muchacho, y el Ruso se sobresalta ante esa iniciativa inesperada.
—¿Yo?
—Sí. Usted.
El Ruso toma conciencia de que se ha metido en un embrollo.
—Psst… qué te puedo decir.
—Lo que piensa, dígame.
El Ruso titubea, mueve las manos, finalmente arranca.
—Veo que le ponés muchas ganas, mucho profesionalismo, te matás entrenando…
Pésimo comienzo. Él también está contestando obviedades que no sirven para nada.
—Pero soy un desastre…
—¡Un desastre! No, ¿por qué?
—¿Y entonces qué soy?
Sos un paquete, un burrazo, un torpe, una mentira, una yegua, un chasco de trescientos mil dólares, piensa el Ruso.
—Ehhh… sos un pibe que está aprendiendo, buscando su camino, viendo cómo pega el salto al fútbol profesional… eso sos.
El muchacho sonríe sin alegría, se agacha para desprenderse los cordones de los botines.
—¿Por qué no me dice la verdad?
En la voz de Pittilanga hay una entrega, un bajar la guardia, una puerta a la posible sinceridad, y el Ruso decide aprovecharla antes de que la idea estúpida que lo trajo por segunda vez hasta Santiago del Estero demuestre que es únicamente eso: estúpida.
—Para mí, lo tuyo no es un problema de actitud, o de técnica, o de estado. No, no es eso.
—¿Y qué es?
El Ruso busca las palabras, pero no están en ningún lado.
—Yo te estuve mirando, te estuve estudiando. La otra vez, cuando fuimos los tres a verte a 9 de Julio, el viernes pasado, hoy mismo…
—¿Y?
Es ya. Basta de demoras.
—¿Nunca se te ocurrió jugar de defensor?
—¿Sabés qué estaba pensando, Fer?
—¿En qué, Mono?
—… ¿Te pasa algo?
—¿Por?
—Estás pálido, Fernando. ¿Querés que le avise a la enfermera?
—No. Me duele un poco el brazo, pero no debe ser nada.
—Pará que la llamamos. ¿Qué perdemos?
—No, Mono, dejá. No hace falta. Ya se me va a pasar.
—¿Hacía mucho que no dabas sangre, Fer?
—Creo que es la primera vez. No, a ver… Una vez dimos para una compañera de la escuela. Para el padre, bah. Pero fue hace como veinte años.
—¿Y esa vez cómo te fue?
—Bárbaro. Me desmayé a los cinco minutos y me tuvieron que despertar entre veinte chabones.
—¡Ja! ¿Así que sos impresionable, príncipe?
—¿Vos no tendrías que esperar afuera, pelotudito? Ahora la llamo a la enfermera y le digo que te saque.
—¿Seguro que no querés que la llame? En serio te digo.
—No, Mono, cortala. Hablame, así me distraigo.
—¿Sabés en qué estaba pensando recién?
—Ya me lo preguntaste y ya te dije que no. ¿En qué?
—Es una pelotudez, en realidad.
—Viniendo de vos es natural, Mono.
—Andá a cagar.
—No puedo, estoy donando sangre para el boludo de mi hermano.
—...
—¿Qué era lo que pensabas?
—No, nada. Dejá.
—¿Ahora te vas a hacer el estrecho? Dale. Contá.
—Es algo serio, boludo. Quiero decir, es medio imbécil, pero al mismo tiempo es en serio, y no quiero que te lo tomes a la joda.
—Pero vos mismo me avisaste que era una pelotudez.
—Sí, porque parece una pelotudez. Pero en el fondo yo creo que no es ninguna boludez.
—De acuerdo, entonces. Contame.
Pittilanga vuelve a fruncir el ceño, pero no está enojado —todavía, piensa el Ruso—, sino sobre todo confundido.
—¿Qué? —pregunta con tono de estar perdidísimo.
—Jugar de defensor, digo. Si nunca lo pensaste.
—¿Cómo “de defensor”?
—De defensor, pibe. De defensor. Marcador central, dos o seis, en la cueva. Defensor…
—¡Ya sé lo que es un defensor! ¿Me está jodiendo? ¿Defensor? ¿Cómo voy a jugar de defensor? Soy delantero, toda la vida, desde chico, siempre delantero —en su voz ahora sí hay impaciencia, orgullo, una creciente indignación—. ¿Qué se cree?
—No te enojes, Mario, hacé como que no te dije nada —el Ruso alza las manos, en un ademán de restar importancia a lo que acaba de decir. Pero es un ademán, nomás. Sabe que no hay manera de retroceder.
—¡Ah, sí! ¡Qué fácil! Usted viene, me saca charla, se hace el tonto y me termina diciendo por qué no pruebo de jugar de defensor. Se piensa que soy pelotudo, yo. Eso, y decirme que soy un animal, que no sirvo para una mierda, que soy un desastre, es lo mismo.
—Yo insisto: ¿nunca probaste?
—¡Ni probé ni voy a probar, la puta que lo parió!
—Ehhh…. Tampoco te lo tomes así, pibe.
—¿Y cómo mierda quiere que me lo tome? ¿Usted es el dueño de mi pase o el enemigo? Ah… ya entiendo…
La pausa súbita en la andanada de reproches hace que el Ruso se vuelva a mirarlo. Pittilanga ha entrecerrado los ojos, con astucia.
—¿No será que andan pidiéndole un defensor, y me quiere enchufar a mí en el negocio?
—¿Qué? —ahora es el Ruso el que no entiende.
—¡Claro! Me juego lo que no tengo que a ustedes les deben haber ofrecido una operación, una venta, yo qué sé, y me quieren meter a mí en el medio, llenarme la cabeza para salir del paso y ganarse un mango. Pero a mí, de boludo no me toman. De boludo no me toman, que le quede claro.
El Ruso suspira. En el fondo, lo lógico es que su estúpida idea termine así.
—Perdoná, pibe. Lo entendiste mal, o yo no me supe expresar… Hacé como que no te dije nada.
—¡Un carajo no me dijo nada!
El Ruso piensa que es la primera vez que lo escucha gritar. Lejos, a sus espaldas, se abre la puerta de chapa del vestuario. Los compañeros de Pittilanga, duchados y cambiados, se van para sus casas. Sopla un vientito leve que levanta unas hojas secas.
—Mirá —el Ruso habla con calma, porque ha decidido decir toda la verdad y eso siempre lo tranquiliza—, capaz que yo no entiendo nada de fútbol, capaz que soy un boludo, capaz que tendría que cerrar el culo…
—Capaz que sí.
El Ruso tuerce la cara pero pasa por alto la ofensa.
—Pero te voy a decir dos cosas. Dos cosas que son verdad. Para que las sepas, o para que las pienses.
—¿Ahora se va a ofender?
—No, nada que ver —se ataja el Ruso, y es sincero—. La primera tiene que ver con nosotros, los dueños de tu pase. Vos sabés que el que te compró fue Alejandro Raguzzi, ¿no?
—Sí.
—Bueno, el Mono —para nosotros nunca fue Alejandro, siempre fue el Mono— no era un empresario del fútbol. Había jugado, eso sí. Era bueno, muy bueno. Marcador de punta por derecha. Siempre de cuatro. Pero lo dejaron libre en cuarta división y nunca más. Después estudió para analista de sistemas. Era un bocho, el pelotudo. Y era mi mejor amigo, también. Bueno, la cosa es que lo echaron de un laburo groso, cobró una guita, muy buena guita. Salvatierra le habló de vos, y el Mono te compró. Fue cuando te convocaron al Mundial de Indonesia. Pero el año pasado se agarró un cáncer que lo hizo mierda. Seis, siete meses.
El Ruso hace silencio. Somos tan poquita cosa que nuestra biografía entra en cinco minutos. Nos quieran lo que nos quieran los que quedan acá. Cinco minutos y te sobra tiempo.
—Nosotros tres tenemos menos idea que el Mono. Nos metimos en esto para ver si se puede recuperar la guita, no te voy a mentir. Porque el Mono puso todo en tu pase. Y tiene una hijita… Yo sé que no es tu culpa. Te lo digo para que entiendas, nomás.
—Está bien, jefe. Yo lo lamento, lo que me cuenta. Pero no puedo hacer nada con eso.
—Eso es la primera cosa que te quiero decir. Y sí, vos no tenés nada que ver. Pero con la segunda cosa sí. Y encima estoy jugado, así que más bronca que la que me tenés no me vas a tener. Atendeme, Mario: vos no estás para jugar en Primera. En Primera en serio, digo. Acá, vaya y pase. Pero vos sabés tan bien como yo que esto es pan para hoy y hambre para mañana. A vos se te termina el préstamo y volvés a Platense. Y Platense te deja libre. Y el pase libre te lo metés en el culo. Y las trescientas lucas de tu pase se hacen humo, ya sé. Ya sé que lo que te digo vos lo podés tomar como que lo digo por conveniencia. Pero es así. Si no estuviéramos nosotros de por medio, por el asunto de la guita, te lo diría igual.
—No le creo.
—Tenés razón. Capaz que no te lo diría, pero porque me da no sé qué criticar a la gente. Me da pena. Pero por eso no te lo diría. No porque pensara en serio que tenés posibilidades de triunfar en Primera. Y vos lo sabés. En el fondo lo sabés.
El pibe mira hacia el vestuario, como si temiese que las frases del Ruso pudiesen llegar, como una premonición, a oídos de Bermúdez. Pero no hay nadie más que ellos dos.
—Me parece que usted no me entiende. Yo no… yo no sé hacer nada más que esto. Hace diez años que estoy dale que dale con esto.