—Ahora viene un asunto complicado, doctor.
Mauricio se acomoda y, cauteloso, se dispone a seguir la estrategia propia de las negociaciones complicadas. La ha tomado de un seminario al que lo mandaron del estudio, una vez. Un yanqui experto en
counceling
, o algo así. Dos círculos, dos conjuntos, uno con lo admisible y otro con lo inadmisible. Y anotar mentalmente en cada conjunto.
—Contame.
—Yo creo que la cosa funciona. Jugando de defensor, yo creo que venderlo es posible.
—Bárbaro —concede Mauricio. Eso va al conjunto de lo admisible.
—El problema es que todo el año pasado me la pasé visitando empresarios, representantes, toda esa mierda. Y quedé como el demonio, creo. Para mí que estoy quemado.
Alarma: ¿y si Fernando pretende que él lo releve en las negociaciones? Porque es verdad que el estudio tiene tratos con algunos miembros de esa fauna del mundo futbolero. Y Mauricio no piensa mezclar los tantos. Donde se come… Eso va derecho al círculo de inaceptable.
—Con el Ruso —sigue Fernando— le estuvimos dando un montón de vueltas al asunto.
Nuevo escalón de peligro. Esos dos inimputables lo han resuelto entre ellos y lo tienen cocinado. Fernando no viene a preguntar qué hacer, sino a notificarle a él lo que ellos ya han decidido a sus espaldas. Y si viene a notificarle es que pretenden de él cierta participación. El segundo conjunto de su diagrama imaginario se va llenando de objeciones y de amenazas.
—Y lo que se nos ocurrió fue tirar unos tiros por el lado de los medios.
Mauricio tiene un instante de perplejidad. ¿Los medios?
—El Ruso en el lavadero tiene puesta todo el día esa radio que hace sólo programas de deportes.
—Sí, la Cosmos.
—Esa. ¿Viste que hay un programa, al mediodía, de ese periodista Armando Prieto?
—Sí —Mauricio está tan desorientado que no sabe en cuál de los conjuntos debe apuntar este segmento de la entrevista.
—Un programa de radio y a la noche tiene televisión. Y lo ven en todos lados.
—Y ustedes quieren tocarlo para que hable de Pittilanga —tantea Mauricio.
—¡Exacto! Pero ocurre que este Prieto parece que es un hijo de puta.
—Dicen que sí.
—Por eso. Pero en una de esas, capaz que si le ofrecemos una mordida, el tipo acepta darle manija a Pittilanga. Salvatierra nos puede hacer el contacto, parece.
Mauricio intenta pensar rápido. ¿Qué esperan de él? Fernando, tal vez por adivinarle la vacilación, explica un poco mejor el plan. Que este tal Prieto empiece, como quien no quiere la cosa, a decir que hay un defensor así y así, en el Torneo Argentino A, que es un tapado, que qué sé yo… que parece que es una joyita…
—Con el Ruso estamos convencidos de que camelos así se sueltan a montones —cierra la idea Fernando—. Y seguro que hay periodistas que cobran por mandar fruta. Todo es cuestión de tirar la boya y esperar que pique. Y ahí es donde viene la consulta para vos.
Mauricio apenas respira. Tanto lo alarma el cariz que toma el discurso del otro que a él ni se le pasa por la cabeza corregirle esa metáfora mal hecha: lo que se tira es un anzuelo y no una boya. Pero no le parece oportuno andar buscando precisiones. En toda esa elucubración falta un punto central, que es de dónde piensan sacar la guita para sobornar al periodista. Cuando lo comprende, se siente como si Fernando acabase, con movimientos primorosos, de depositar una granada sobre el escritorio y de quitarle la espita. Se exige serenidad. Serenidad y silencio.
—Con respecto a ese asunto de la guita, con el Ruso pensamos que a lo mejor podemos ofrecerle un arreglo parecido al que apalabramos con Bermúdez, el director técnico de Mitre.
Un mínimo alivio. Tal vez no se trata de acudir al “Mauricio Bank” a pedir un préstamo, incobrable como todo lo que puedan pergeñar esos dos. Fernando prosigue.
—Pero no sabemos qué cifra tirarle. Y es en eso donde tal vez puedas ayudarnos, porque estás mucho más experto en esos chanchullos.
Mauricio siente tanto alivio que ni ganas tiene de ofenderse, aunque la traducción inmediata de esa referencia a su erudición sería más o menos “tal vez puedas ayudarnos, porque sos experto en sobornos de toda especie”. ¿Quieren asesoramiento letrado? Fenomenal. Un placer.
—Mirá, Fer. Yo creo que lo que podemos hacer —qué bueno eso de soltar ahí una primera persona del plural, solidaria, de esas que unen al equipo— es arrancar con un diego, un diez por ciento. Nunca te conviene comprometer una guita fija, exacta. Porque si después los números no son los que se esperan, te ponés en un aprieto. En cambio así, si el negocio cierra bien arriba, todos contentos. Y si se hace por dos mangos, andá a cantarle a Gardel: cobrá tu parte y jodete.
—Entonces tendríamos que estar sacando algo de trescientos cincuenta mil, para las comisiones de Bermúdez y de este tipo.
—¿Pero no decís vos que Pittilanga anda bien de zaguero?
—Supongo que sí…
—Treinta y cinco lucas, por un laburo en el que no se ensucia, no corre riesgos de ninguna índole. ¿Qué más puede pedir?
—¡Qué linda palabra, “índole”! —se burla Fernando.
—¿Viste? —le sigue la corriente—. ¿O te creés que los profesores de Lengua son los únicos que saben hablar?
—Hay otra cosa —dice Fernando, y Mauricio deja la cháchara y vuelve al estado de alerta—. El contacto con Prieto ya lo hicimos, a través del imbécil del Polaco Salvatierra. Para algo sirve, todavía, después de todo.
—Genial —¿genial?
—Y Prieto quiere reunirse en un restaurante de Puerto Madero, el sábado que viene no, sino el que sigue.
Otra vez el peligro. Mauricio ya ha perdido la noción del tamaño de los conjuntos de su mapa mental, pero si Fernando le pide que se encargue de la reunión con el periodista, está decidido a decirle que no, que de ninguna manera. Ni en pedo. “Inaceptable.”
—Y entonces…
—Que con el Ruso pensamos que al tipo lo tengo que impresionar.
“¿Tengo?” Entonces va a ocuparse Fernando. Bendito sea Dios.
—Seguro. Impresionarlo.
—Si voy así vestido —Fernando exhibe su pilcha— estamos fritos. En cambio, si voy ataviado con uno de esos trajes de corte italiano hechos a medida que usás vos…
—“Ataviado.” Esa sí que es de profesor de Lengua —ahora Mauricio se permite retrucar el chiste. Todo está en orden.
—Es probable. Si vos me facilitás un atavío de esa índole…
—Ja, qué gracioso —Mauricio quiere que terminen pronto esos puntos suspensivos.
—Pero aparte del traje necesitaría un auto como Dios manda. El Duna no está precisamente para impresionar a nadie. O sí, pero por el lado del horror.
—¿Necesitás el mío?
—Y, nos pareció con el Ruso que caer a la reunión montado en un Audi A4 que raja las piedras sería un golpe de efecto interesante.
Mauricio repasa el mapa de conjuntos. Temió que le fueran a pedir dinero pero eso no ocurrió. Temió que le pidieran que se hiciera cargo de la negociación y tampoco pasó. Prestarles el Audi es un precio módico para salir bien librado.
—Hecho, Fer. Prieto se va a caer de culo cuando te vea llegar.
En ese momento, como si estuviera escrito en un guión, se asoma Soledad para avisar que Sabino está esperando para revisar lo de la querella. Esas coincidencias son las que a Mauricio, de vez en cuando, le dan la sensación de que la vida es perfecta.
—¿Vos qué pensás, de esto de ver a un manosanta, Fer?
—Ya te dije que no es un manos…
—¡Sh, Ruso! Callate. Quiero saber qué opina mi hermano.
—No sé, capaz que vale la pena probar lo que dice el Ruso.
—¡Lo que yo digo, Mono! ¿Qué perdés? ¡No perdés nada!
—No es tan simple, Ruso. Es otra vez agarrar la carpeta con los estudios, y otra vez agarrar el auto que ni siquiera, porque no puedo manejar, así que es otra vez pedirle a alguien que me lleve hasta el culo del mundo…
—¿Y qué? Los estudios ni te los va a pedir. A la tía Beba ni le preguntó por qué había ido.
—Yo problema en llevarte no tengo, Mono.
—Ya sé, Mauricio, no lo digo por eso. Pero no me saquen de tema. Vos, Fer, ¿qué decís que haga?
—Capaz… ya sé que estás podrido, Monito. Pero como dice el Ruso, en una de esas es una chance piola. Y no sé… dejarla pasar… yo lo intentaría. Me parece, digo.
—…
—…
—…
—…
—En concreto, Mono. ¿Qué perdés?
—¿Puedo contestar yo, Ruso?
—Dale, Mauricio, para algo sos el abogado del grupo.
—Pierde la tranquilidad de cerrar esto de una vez por todas, Ruso. Pierde porque tiene que volver a esperanzarse con algo. Bah, pierde sobre todo si esa esperanza es al pedo, entendés. Volver a darse manija. Volver a especular con que en una de esas. Volver a hacerse estudios.
—Pero estudios no le va a pedir…
—Bueno, lo que sea. Pierde al tener que volver a escuchar a alguien —no importa quién, sea médico, sacerdote o curandero— que le dice que sí, que se puede curar, que en una de esas, que quién le dice…
—Vos porque sos un pesimista de mierda, Mauricio.
—Sí. Y hasta ahora le vengo pegando casi siempre, ¿no te parece?
—…
—…
—…
Llega a lo de Mauricio a las nueve menos cuarto, toca el timbre y le abre Mariel.
—Hola, soy la chica que cumple quince. Vine a buscar el vestido —dice, por hacerse el gracioso.
—Hola. ¿Cómo estás, Fernando? —el saludo de Mariel pasa por alto su chiste—. Pasá. Mauri todavía duerme.
La sigue a través del living y del comedor hasta la cocina. Ella lleva puesto un equipo deportivo verde claro, y Fernando se pregunta —sin apasionamiento, con la fría paciencia que se les dedica a especulaciones puramente teóricas— cómo sería hacerle el amor a esa joven señora. No es la primera vez que se adentra en esas consideraciones, porque varias veces la cuestión ha surgido en conversaciones mantenidas en vida del Mono, con él y con el Ruso, y jamás lograron un acuerdo total al respecto. Estos últimos —puro primitivismo, pura pulsión, afirmaba Fernando— se habían manifestado claramente a favor de lo placentero que sería bajársela. Y les había llamado la atención que él ofreciera reparos. Era cierto —había concedido Fernando— que era una mujer muy, pero muy linda. Hermosa, lo corregían ellos. Hermosa, aceptaba él. Le viste los ojos, le preguntaban. Preciosos, convalidaba. Le viste las tetas, la cintura, la cola. Buenísimos, concedía, y los otros asentían con miradas de lasciva evocación. Pero era un poco… —y ahí el asunto se le tornaba indefinible—… demasiado “muñequita” había opinado alguna vez. Pésima elección del término, porque esos dos monigotes enseguida habían empezado a palmotearse recíprocamente y a relacionar eso de “muñequita” con los juguetes eróticos inflables en los que al parecer —a juzgar por la fluidez con que los detallaban— tenían alguna experiencia o por lo menos una recóndita añoranza. Alguna otra vez Fernando había descripto su falta de entusiasmo diciendo que la encontraba sin gracia, como si le faltasen sal y pimienta. Otro error exorbitante: los dos simios se habían puesto a relacionar esa imagen con las comidas, los condimentos y la deglución de manjares. A esas alturas del debate Fernando había preferido claudicar y decirles que sí, que estaba para darle, y listo. Un modo de dejar a esos dos bebés contentos y conformes.
—Acá tenés el traje —ella le echa un vistazo rápido y experto—. Te separé este porque es ancho de hombros, y vos sos un poco más grandote que Mauricio.
—Sí. Me estoy matando en el club náutico. Canotaje en el arroyo Morón, sabés.
—¿Eh? —ella lo mira y sonríe levemente, una gentileza para no dejarlo otra vez huérfano con su broma. Pero enseguida retoma su idea—. Está recién sacado de la tintorería.
Listo, Mariel, basta de chistes. Él no será un dechado de humorismo, pero la mina es una piedra. Es impenetrable. La palabra le calza justo, aunque es una suerte que jamás la haya usado con el Monito y el Ruso, porque se habrían hecho un sórdido festín. Pero no encuentra otra calificación mejor. Siempre sonriente, siempre atenta, siempre serena, siempre arreglada. Pero por encima, por afuera. La mina no puede ser eso sólo. O sí, y él en realidad es demasiado rebuscado y persigue vidas secretas, íntimas ocultaciones donde no hay nada más que lo visible. Una mina linda y listo. Superficial. O mejor dicho, hueca. Pura forma y nada de sustancia.
—Mauri no me dijo si también necesitabas zapatos. Por si acaso te separé estos —señala una caja de cartón, en el piso, en la que descansa un par perfectamente lustrado.
—Hiciste bien —dice él, resignado al talante monocorde y al espíritu práctico de su interlocutora, y señala sus zapatillas de un azul escasamente entusiasta.
—La camisa, la corbata y las medias las tenés en el baño.
—Bárbaro, Mariel. Gracias —se agacha a levantar la caja de zapatos y aferra la percha con la otra mano—. ¿Por acá, no?
—Sí. Tenés la luz al lado de la puerta.
Fernando se viste con lentitud. Hace tanto que no se pone un traje y que no se anuda una corbata que comete varios errores con los botones y el nudo. Pero el resultado final es satisfactorio. Así afeitado, así peinado, así vestido y así calzado parece un ejecutivo importante. O se le parece lo suficiente como para calmarle un poco la zozobra. Acomoda su propia ropa en la percha y sus zapatillas en la caja. Mariel lo espera comiendo un yogur descremado.
—¿Cómo te quedó?
—Bien. Bárbaro.
—¿No querés dejar la ropa ahí?
—No. Me la llevo conmigo porque tenemos que combinar con Mauricio cuándo y dónde le devuelvo la nave.
Ambos giran la cabeza hacia la puerta al escuchar pasos en la escalera. Mauricio entra con el pelo revuelto, en bata y ojotas.
—¿Qué decís, Fer? Buen día, mi amor.
—¿Lo de “mi amor” es para mí o para ella? —pregunta Fernando adoptando un tono compungido.
—Porque ella está adelante, tontito —aunque para otras cosas Mauricio sea un pelotudo, por lo menos sabe seguir la corriente de los chistes. Fernando abre los brazos para mostrar su atuendo—. ¿No me decís nada?
—Estás precioso, Fer. Prieto va a caer rendido a tus pies —dice Mauricio mientras se sirve café.
Fernando mira a Mariel. Raspa con la cuchara los restos de yogur, con cara de estar muy lejos, o en ningún lado. Qué mina estúpida, vuelve a concluir, y da el tema por agotado.