—No te avisé porque me imaginé que ibas a llegar temprano, Fer, pero resulta que este tipo…
—Esperá. Mejor nos sentamos. Te prometo hacer lo más rápido posible. Pero hay un par de cosas que te las tengo que decir ahora.
—Pero…
—Es por tu bien.
Mauricio lo mira, cada vez más preocupado. Y como Fernando no hace el menor amague de quitarle solemnidad a lo que acaba de decir, su consternación va en aumento. ¿Cómo “por su bien”? Fernando se sienta y Mauricio lo imita sin quitarle los ojos de encima, como si el otro fuese un mal presagio, o una amenaza. Que hable. Que hable de una vez.
—¿Qué pasó? ¿Con Prieto anduvo todo mal? —que vaya al punto, que evite los circunloquios, que se las tome pronto de ahí.
—No. Todo no. No salió del mejor modo, pero tampoco es que salió como el culo.
—A ver, explicate, por favor. ¿Se ofendió por lo de sobornarlo? Capaz que fuiste demasiado directo, demasiado…
—Para nada. Le encantó la idea. Ese no fue el problema.
—¿Y entonces? ¿Se zafó con el porcentaje que te pidió? Mirá que eso se conversa, se ve…
—No, Mauricio. El tipo no quiso un porcentaje. Quiso la guita contante y sonante.
—¿Cómo la guita?
—Sí, Mauricio. La guita. La guita en la mano. Ahora, por adelantado.
—Pero eso no se puede. No se estila.
—¿Ah, no se estila? ¿Y cómo sabés qué carajo se estila?
La conversación se ha deslizado hacia una discusión en voz baja. Mauricio echa un vistazo al juez que, sentado a su mesa con aire ausente y pacífico, juguetea con los hielos de su whisky. Se encara otra vez con Fernando y se miden a través de la mesa. La chica que atiende ese sector se acerca a Mauricio y le extiende un menú.
—No, te agradezco… yo estoy allá —dice, señalando la mesa del juez. ¿Cuánto llevan hablando? ¿Cuánto falta para que venga la pelotuda de Mariel a darle una mano, aunque sea para tenerle la vela a Artuondo?
—A mí sí, por favor. Traeme un café con leche —le dice Fernando a la moza, y después se encara con él—. Mirá, Mauricio, no vine a polemizar con vos sobre cómo conviene manejar la negociación con este turro. Las cosas son como las ponga él. Y si no, no son.
—Bueno, en una de esas tienen que no ser.
Fernando lo mira otra vez, antes de responder.
—A lo mejor a vos se te ocurrió alguna alternativa, en estos días.
Mauricio traga saliva y le sostiene la mirada, pero no contesta. ¿Ahora se va a venir con un reclamo?
—La cosa es simple: Prieto quiere la guita ya, por adelantado. Nada de cobrar cuando se haga la venta, ni un porcentaje, ni nada.
—¿Y cuánto pidió?
—Veinte mil dólares.
—¿Qué?
—Veinte lucas.
—¿Cuánto?
—¿Me lo vas a preguntar muchas veces más? Porque siguen siendo veinte lucas verdes, por más que me lo sigas preguntando.
—¿No es un poco dramático tu planteo, Mono?
—¡No, Fernando! ¡Es la verdad! Vos lo sabés, yo lo sé, todos sabemos que lo más probable es que hoy nos llenen la canasta. Y si no es hoy, es la fecha que viene. Y la otra y la otra y la otra. No tenemos esperanza, entendés. No es un mal momento. No es una mala temporada. Es así. Somos un desastre, y vamos a seguir siendo un desastre. Y cada vez nos vamos a parecer menos a los que fuimos, y va a llegar un punto en que no nos vamos a reconocer. Nos va a quedar el nombre. Fotos viejas. ¿No lo entendés, Fernando?
—…
—Desde el ’95, un campeonato. Estamos en el 2008, Fernando. Un campeonato en catorce años, macho. Y seguiremos contando.
—Todos los equipos pasan…
—Un carajo. Vos sabés lo que era Independiente. Una fija. O casi. De locales era un festín. A Boca lo teníamos de hijo. El único que siempre nos tiró la camiseta y nos ganó fue River. A los demás, papita pal loro.
—Bueno…
—Ahora somos un horror, Fernando. ¡Banfield nos tiene de hijos! ¡Banfield!
—…
—¡Lanús!
—…
—¡La otra vuelta nos ganó Arsenal! ¡Cuando éramos chicos jugaba en la C Arsenal! Y ahora nos pintó la cara, Fernando.
—¿A dónde querés llegar?
—¡A ningún lado! ¡A eso! A que antes jugar con el Rojo era un desafío para cualquiera. También perdíamos, ya lo sé. No soy tan boludo. No digo que ganábamos siempre. Pero siempre estaba la chance de que ganáramos, de que diéramos vuelta los partidos, de que volteásemos al más pintado en cualquier cancha. Y jugando bien. O tratando de jugar bien. ¿Te acordás? ¡“La mística del Rojo”! ¿Te acordás o no te acordás? ¿Yo exagero o era así?
—…
— ¿Yo exagero?
—…
De nuevo hacen silencio. Mauricio advierte que Fernando levanta la vista a sus espaldas y saluda con un gesto, pero sin sonreír. Mariel y la novia de Artuondo acaban de pasar la puerta. Mauricio echa un vistazo a su mujer deseando que entienda sin necesidad de mayores explicaciones. Ella lo mira un segundo y sigue derecho hacia la mesa del juez. Bien. Mina gauchita. Cuando el juez las ve les sonríe y se acomoda en la silla. Mauricio no los escucha, pero evidentemente está haciendo algún comentario referido a la intempestiva entrevista que él está sosteniendo, porque los tres se vuelven a mirarlo. Mauricio les hace un saludo y un gesto de que enseguida se reunirá con ellos.
—¿Pero cómo pensás juntar veinte mil dólares?
Fernando hace una mueca. Mauricio decide que si se sigue haciendo el misterioso y el importante lo va a mandar a la mierda.
—Me preocupa la conjugación verbal que estás proponiendo, Mauricio —ahora se las da de irónico, el infeliz—. No me parece que se trate de cómo la “pienso” juntar, sino cómo la “pensamos” juntar.
—¿Y vos suponés que yo tengo veinte mil dólares para invertir en esto?
—¿Y vos suponés que yo sí? ¿O el Ruso?
—Mirá, Fernando. No es el mejor momento como para que hablemos de esto. Yo lo tengo al tipo este esperando, no me puedo poner a pensar ahora, mejor te llamo mañana
—No. Tenemos que darle una solución ahora.
—Imposible.
—¿Por qué?
—¿Pero vos me estás jodiendo? Venís muy suelto de cuerpo a decirme que el tipo quiere veinte lucas verdes para la semana que viene. —Para la semana que viene no. Para mañana. —Y vos le dijiste que sí… —Si tenés alguna idea mejor, soy todo oídos. Tengo el celular de Prieto, así que lo llamo y cambio los planes.
—¿Cómo que cambiás los planes? ¿Fuiste tan pelotudo de decirle que sí?
—Sí. Pero como vos sos mucho más piola que yo, ahora me vas a dar una alternativa más eficiente, más barata y más segura para venderlo a Pittilanga. Y nos vamos a ahorrar veinte lucas verdes, de paso.
Mariel le echa un vistazo de significado ostensible. Mauricio alza el dedo pulgar como para indicar que todo está bien. El gesto más estúpido del mundo.
—Te repito que esto hay que verlo mejor…
—No hay nada para ver, Mauricio. La pregunta que tengo que hacerte es simple: ¿vos tenés veinte mil dólares para adelantarnos y pagarle a este hijo de puta, cosa de que después te los reembolsemos cuando vendamos al pibe?
—¿Pero vos me estás jodiendo?
—Para nada. Necesito saberlo.
—Te repito. ¿Me estás jodiendo? ¿De dónde querés que saque veinte lucas?
—No sé. Capaz que tenés algo invertido. No tengo idea.
—No, no tengo.
—¿Ni diez? ¿Ni cinco?
—¡Ni diez ni cinco, Fernando, la puta madre!
Fernando no se inmuta. Sigue mirándolo. Midiéndolo.
—Entiendo.
—¿Qué entendés?
—Esto de que no tenés la guita. Es atendible. No es tu culpa.
—¿Mi culpa? ¿Adónde querés llegar?
—Al final de la historia, quedate tranquilo. Ya te libero enseguida.
—¿Qué final?
—Que cuando salí de la reunión con Prieto me puse a pensar que estábamos fritos. Yo veinte lucas verdes no tengo. El Ruso, menos. Vos, tal como me comunicás, tampoco.
—Dejá de hacerte el formal, querés.
—No me hago, Mauricio. Pero yo salí de ahí teniendo que encontrar alguna solución. Y en realidad, mal que te pese, permitime corregirte, Mauricio. Las veinte lucas verdes las tenés. O bueno, las tenías.
Es en ese momento, tal vez por la gravedad con la que Fernando pronuncia esas últimas palabras, o porque la atmósfera se ha ido tornando más y más densa hasta volverse de plomo entre los dos, o porque las cosas adquieren sentido en la cabeza de Mauricio antes de que pueda ponerles nombre, que Mauricio mira por primera vez las llaves con las que el otro ha estado jugueteando durante toda la conversación. Recién ahora las mira. Un llavero con dos llaves de paletas doradas y otra plateada, cilíndrica y alargada, de las que se usan en los pasadores. Las llaves de la casa de Fernando. No son las del Audi.
—No sé de qué me estás hablando —alcanza a decir, con voz desfallecida.
—Sí sabés. O te lo imaginás. Tu cara es de que te lo imaginás —Fernando hace una pausa, la última, y sigue—. Me fui hasta Warnes. Me hablaron de un tipo y fui.
—¿Te hablaron? ¿Quién te habló?
—El Chamaco. El lavador que trabaja con el Ruso. El tipo, el conocido del Chamaco, tiene una casa de repuestos de la puta madre. Todos autos importados. Pero parece que también es dueño del desarmadero más grande de Buenos Aires.
—Pará, pará —Mauricio siente que le quitan el piso sobre el que apoya los pies.
—Por supuesto que el Audi valía mucho más de veinte lucas. Pero qué querés. Me dio quince. Los otros cinco veré cómo mierda los junto.
Mauricio siente crecer su indignación. No puede hacer un escándalo ahí. Y menos con Artuondo a diez metros, por más que ya vaya por el cuarto whisky. Lo más indignante es que Fernando también lo sabe. Por eso están hablando ahí.
—Te pido que no te hagás el indignado, Mauricio. Hasta ahora te la viniste llevando de arriba, como el mejor.
—La puta que te parió.
Fernando hace una pausa y lo mira. No hay ira en su expresión. Sólo concentración, como si estuviese anotando el insulto en una nómina más larga. O más vieja.
—No vine a pelear. Después puteame todo lo que quieras. Pero no había otra alternativa. Por algo te empecé preguntando si tenías la guita. No la tenés. O sí, la tenías con el Audi. No te hagás la víctima porque tenés seguro, Mauricio. Eso sí. Tenés que esperar tres días para denunciarlo.
—Vos estás loco. O sos mucho más pelotudo de lo que yo creía.
De nuevo Fernando demora en responder.
—Es posible. Las dos cosas son posibles. Pero no nos vayamos de tema. El del desarmadero necesita tres días. O para desarmarlo todo o para pasarlo a Paraguay.
—¿Vos me estás diciendo que mi auto está en lo de este delincuente, y que en una de esas en los próximos días va a viajar a Paraguay, a mi nombre, y con mi responsabilidad civil?
—Te sugiero que no levantes la voz. Te lo digo por vos. A mí me da lo mismo, pero esta gente se puede molestar con un escándalo. Te juro que no era mi intención, Mauricio. No porque te debamos algo. Al contrario. Todavía seguís bastante en rojo.
—¿De qué hablás?
—Dejémoslo ahí.
—Vos, tu hermano y tu amigo me tienen las pelotas por el piso.
Fernando carraspea. Acomoda la taza vacía en el plato. Parece reflexionar.
—Yo pensé que yo, mi hermano y mi amigo éramos también tus amigos. Pero a lo mejor estás en una etapa de replanteo.
Hace una pausa, como dándole a Mauricio la oportunidad de retrucar. Pero como no hay réplica, sigue:
—Lo que te digo es que ahora te tocó colaborar. Son tres días. El martes hacés la denuncia. Seguro que en tu compañía de seguros te dan un auto para aguantar hasta que cobres.
—¿Vos te das una idea del quilombo en el que me estás metiendo? ¿Vos sabés lo que me puede pasar si esos tipos usan el Audi para un afano, un secuestro, algo así, si yo no hago la denuncia? ¿Te das una idea o sos demasiado boludo como para darte cuenta?
—Eso último ya me lo preguntaste. Y sí, soy demasiado boludo. Pero ese es otro tema. Lo que te aseguro es que si hacés la denuncia ahora te vas a ver metido en un quilombo de la puta madre. Yo también, pero vos no zafás. Tres días son. Si lo desarman acá, una vez que tiren a la mierda el rastreador satelital ya están tranquilos. Pero lo de los tres días es por si lo mandan a la frontera.
—¿Y quién te dio derecho a vos para meterme a mí en trato con esos delincuentes de mierda?
No es un grito, pero se le parece. Tanto, que desde la mesa contigua se dan vuelta a mirarlos. Fernando sigue impertérrito.
—Es cierto. Te acabo de mezclar con unos delincuentes de mierda. Pero no me digás que no estás acostumbrado —mira al juez un largo instante, y después vuelve a encararse con Mauricio—. En todo caso la diferencia es que, esta vez, no te toca a vos elegir los delincuentes.
Fernando se pone de pie, saca diez pesos del bolsillo y los deja para pagar el café con leche. Se señala la ropa que lleva puesta.
—El traje este te lo hago llegar por el Ruso en la semana. Como un boludo me dejé mi ropa en el baúl. Completa. Así que yo también perdí lo mío, no vayas a creer —la última frase la dice desde la puerta, señalándose las piernas—. No sabés cuánto quería ese vaquero.
—¿El brazo te sigue doliendo, Fer?
—No, ahora no.
—Tenés mejor color.
—¿Sí, Mono?
—Sí. Antes estabas blanco tiza. Ahora estás un poquito verde. Verde esperanza, capaz.
—Menos mal, boludo.
—…
—…
—Será que con todo lo que te dije de Independiente te empezó a doler el corazón y te hice olvidar del brazo. Por eso no te das cuenta.
—…
—Es así, Fernando. El Rojo se muere. Hace tiempo que se muere, pero recién se está notando ahora.
—…
—¿Y ahora qué te pasa?
—Nada.
—¿Nada? ¿Con esa cara?
—¿Qué querés que te diga? ¿Que tenés razón?
—Si la tengo, sí. Me gustaría.
—…
—…
—Bueno. Tenés razón, Mono. En todo lo que dijiste de Independiente tenés razón.
—…
—…
Fernando la cita en el bar de la esquina de la plaza de Ituzaingó, un viernes a última hora de la tarde, porque Lourdes le ha explicado que más temprano se le complica por el trabajo.
De todas maneras, ella llega casi media hora tarde. Fernando se hace el propósito de no enojarse por su impuntualidad, aunque es un defecto que lo saca de quicio, porque necesita que esa conversación sea lo más serena posible. Cuando por fin Lourdes se le sienta enfrente, y mientras esperan los cafés, Fernando se pregunta qué pensaría el Mono ahora, diez años después, de la mujer con la que tuvo a Guadalupe.