Recién cuando les sirven el café Prieto hace una pausa y lo mira como si recién lo descubriera. Bueno: por lo menos ha notado que está frente a un ser humano y no frente a un micrófono.
—Bueno, Fernandito —empezamos mal, piensa Fernando, que odia que la gente use términos cariñosos y confianzudos cuando no hay, de por medio, ni cariño ni confianza—, sería importante que me dijeras lo que tenés pensado con respecto a lo de este pibe Pintalingi…
—Pittilanga.
—Eso, Pittilanga. Qué nombrecito se echó, eh…
Fernando carraspea. Viene la parte más difícil. No es bueno para los negocios. Y peor en este caso, en el que el negocio es la mar de turbio.
—Nosotros necesitamos instalar a Pittilanga —“instalar”, le gusta su propio eufemismo— como un jugador conocido. Un tipo que juega bien, que es una especie de tapado, que en cualquier momento pasa a un equipo grande…
—Ajá —se limita a responder Prieto, y Fernando lo maldice para sus adentros. De repente se le han disipado las ganas de monologar al turro.
—Y bueno, Armando —¿y si le digo “Armandito”?, se burla íntimamente—, la clave del asunto es que necesitamos hacerle prensa. Y no se nos ocurre nadie mejor que vos. Te digo la verdad. ¿Quién tiene más llegada que vos, en la Argentina, en toda América? —¿Y quién es más corrupto, más arrastrado, más sorete que vos como para aceptar una propuesta como esta?, piensa Fernando.
—¿Pero ustedes cómo lo habían pensado?
Qué hermoso circunloquio. Qué admirable rodeo para evitarse la única pregunta válida a esa altura de la
suaré
, que sería: “¿cuánto me van a garpar?”.
—Bueno, Armando. En nuestra inexperiencia la verdad que no sabemos del todo bien cómo encararlo. Es decir, sabemos que esa publicidad tiene un costo, un valor. Nadie te lo va a hacer gratis. Y nos parece perfecto, ojo.
—A ver, Fernando. A ver. No lo tomes a mal, porque lo que te voy a decir te lo digo por tu bien —Prieto se acoda en la mesa y exhibe las manos. La pureza en estado de gracia—. Este es un ambiente muy jodido, muy pesado. Está lleno de gavilanes, sabés. Tenés que ser muy vivo para aguantar, para resistir. Yo, ja, yo a veces me río de las pelotudeces que dicen los jugadores sobre lo difícil que es jugar al fútbol, de lo duro que es, de lo que les cuesta triunfar, ser transferidos, las pretemporadas. Toda esa sanata pelotuda que usan como si lo de ellos fuera la apoteosis del sacrificio. Aparte te putean, viste, cuando los criticás, cuando los ponés en su sitio, agarran y te mandan decir: “Pero vos qué sabés —Prieto remeda en un tono vulgar y compadrito—, si no tenés vestuario, si en tu puta vida jugaste a esto”, te dicen. Y yo, sabés qué, me les cago de la risa, Fernando. Yo hace treinta años que vivo de esto. ¿Sabés la de jugadores que he visto pasar? ¡Generaciones! ¡Generaciones de boludos que se creyeron reyes y terminaron en el olvido!
Se toma una pausa porque lo llaman por el celular. O no es importante o no quiere cortar su propio arrebato de indignada inspiración, porque ignora el llamado y trata de retomar el hilo.
—Ya pasó esa época heroica de la camiseta, el potrero, el picado y toda la pelotudez esa. Ahora todos son profesionales. Todos. Los de adentro de la cancha y los de afuera. Y vos lo habrás estado viendo, en este tiempo. Ojo que yo también estuve averiguando sobre el pibe este… Pintilaga. Esto de que lo estuvieron tratando de vender por varios lados, con unos, con otros.
Otra vez, piensa Fernando. Escucha eso de “lo estuvieron tratando de vender” y es como estar en pelotas en un afiche sobre la avenida 9 de Julio. Tarde o temprano, todo el mundo termina recordándoselo.
—A ver: me refiero a que no es fácil. Ya lo viviste en carne propia, quiero decir. Nadie da puntada sin hilo. Todos le buscan la vuelta para ganar guita. La época del fervor por los colores ya pasó. Suponiendo que alguna vez haya existido. Porque yo tampoco me la creo esa de que antes las cosas eran más puras, más limpias. Un carajo. Lo que pasa es que no se sabían. No trascendían. Ahora, como tienen un micrófono y una cámara en el orto las veinticuatro horas, todo se termina sabiendo, entendés. Y la cosa es simple. O te prendés o te quedás afuera. O entendés los códigos del asunto o te pasan a beneficio de inventario. Y cuando hablo de códigos no me refiero a esa pelotudez canchera que te declaran estos infelices diciendo fulano tiene códigos, o mengano no tiene códigos, esa cosa de barrio, de taitas, que se las dan de leales, de tener un reglamento de compañerismo de no sé qué mierda. No: yo hablo de entender los códigos de este negocio. ¿Me seguís?
¿Lo sigue? Sí. Sin ganas, sin entusiasmo, pero lo sigue. Otra vez se acuerda del Mono, amando y sufriendo por Independiente en su lecho de muerte. Qué boludo. Qué boludos los cuatro. Hasta Mauricio, por detrás de su barrera de cinismo.
—A ver —insiste Prieto después de una pequeña pausa, y Fernando fantasea con la idea de que, si vuelve a utilizar esa muletilla de “a ver” le va a clavar el tenedor de postre en una de esas manos de exquisita manicura—. El fútbol es un espectáculo. Un negocio del espectáculo. La pelota la manejan los dueños del espectáculo. No sé si soy claro.
Sos claro como la puta que te parió, piensa Fernando.
—Ahora: imaginate que yo tengo un prestigio que mantener. Es el único capital que tiene alguien que trabaja en los medios. Su imagen. Su…
Lo va a decir, lo va a decir, el muy hijo de puta lo va a decir…
—Su credibilidad.
¡Lo dijo! ¡El muy hijo de puta lo dijo!
—Y si yo te lo recomiendo al aire a este Pintilinga tiene que haber una mínima garantía de que el tipo juega a algo.
—Sí, Armando. Te puedo pasar unos videos.
—No, Fernando. Yo no tengo tiempo de andar mirando videos de los partidos de Presidente Mitre. Tengo que contar con tu garantía, me seguís.
—Eso seguro, no te preoc…
—Y otra cosa. Importante. Ni en pedo puedo aparecer mezclado en la compraventa de un jugador. Nunca. Si no, se me va todo el circo a la mierda.
Por primera vez en lo que lleva de reunión Fernando se siente descolocado. Hasta ahí la cosa ha seguido un derrotero previsible. Nauseabundo, pero previsible.
—La operación conmigo no puede ir atada a la venta del pibe. Lo siento, pero es algo que tendrán que ver cómo manejarlo. Pero yo no puedo estar a la espera de que lo vendan a la Polinesia o a Desamparados de San Juan.
Se inclina sobre la mesa, acercándosele.
—A ver —otra vez, otra vez con el “a ver, a ver”—: ¿te parece que puedo estar llamándote una vez por semana a ver si se hizo la operación? Y otra cosa: ¿cómo harían? ¿Me incluyen en el contrato: “Un diez por ciento para el periodista que nos hizo la propaganda por radio y televisión”? No jodamos, pibe.
“Pibe.” Fernando no puede menos que admirar la pertinencia del apelativo. Así, con cuatro letras, el reverendo conchudo ese acaba de trazar la verdadera ecuación de fuerzas entre ellos. Basta del cariñoso Fernandito o del correcto Fernando. No. Ahora es “el pibe”. El boludito inexperto que le propone un negocio interesante pero con un par de puntos flacos. No hay problema. El señor periodista es paciente y se aviene a explicar esas deficiencias y a proponer las soluciones del caso. No seas tonto, pibe. Escuchá y aprendé con los que saben.
—Eso hay que hacerlo bajo cuerda, y al toque. Como para empezar a hablar.
Prieto gira sobre su izquierda para llamar la atención del mozo y pedirle otro café. Fernando carraspea y se acomoda en su silla, pensando que por lo menos hay algo bueno en que a uno lo traten de pibe: que no queda más alternativa que correr para donde señalan los mayores que hay que disparar.
—¿Y qué querés, Mono? ¿Cómo los pibes no se iban a hacer hinchas de Independiente si salíamos campeones cada dos por tres?
—Exacto, Fernando. El Rojo estaba joven. Estaba pleno. Estaba… no sé cómo explicarte. Pero ahora estamos jodidos. Ahora los únicos que se hacen del Rojo son hijos de hinchas del Rojo, como mucho. Es una cuestión de respeto, de herencia.
—Y está bien.
—¡Pero no alcanza, Fernando! ¡No alcanza! Guadalupe es del Rojo porque la volví loca. Loca la volví. Le compré la camiseta antes de que saliera de la incubadora. La hice socia a los dos meses.
—Y está bien…
—¡Pará con eso de que “está bien”! ¡Está como el culo! ¿Y cuando yo no esté? ¿Qué hacemos con Independiente? ¿No te das cuenta de que agonizamos? Nos vamos a morir.
—No va a dejar de existir Independiente. Mirá los quilombos que tuvo Racing y ahí está. San Lorenzo se quedó sin cancha, y hasta que…
—De la cancha no me hablés. Te pido que de la cancha no me hablés.
—¿Qué pasa con la cancha?
—¿Cómo que qué pasa? ¡No tenemos cancha, Fernando!
—No tenemos porque estamos haciéndola de nuevo, Mono. Ya la van a terminar.
—¿Quién te dijo que la van a terminar? ¿Vos viste cómo está? Se nos cagan todos de la risa. Parece Yacyretá, parece. El año del arquero la van a terminar. Vamos a terminar jugando en San Telmo, Fernando. —Estás exagerando, Mono. —Una mierda, estoy exagerando. Y en el fondo lo sabés.
Sabés que no exagero. Sabés que digo la verdad.
Una vez que Prieto sale del restaurante y se pierde de vista, Fernando mira el reloj: las tres de la tarde. Tuvo razón Mauricio. Entre la espera y la reunión se le fueron más de tres horas. Llama al mozo y pide la cuenta. Se la traen con una copa de champagne. Se siente tentado, cuando ve lo que tiene que pagar, de decirle al mozo que por favor se lleve de vuelta la copa y se la descuente. Trescientos ochenta pesos. Qué hijos de puta.
Se quiere morir cuando calcula la propina. Un diez por ciento son casi cuarenta mangos. Ni loco va a dejarles cuarenta pesos de propina. Hace de tripas corazón y deja cuatro billetes de cien pesos sobre la bandeja. Se queda con el ticket, que no es un ticket sino una comanda que aclara “no válido como factura”. Semejante restaurante y evaden impuestos. País de mierda, vuelve a pensar. Pero se lo mete en el bolsillo por si alguno de sus “socios” quiere, después, verificar el gasto. Es una precaución inútil porque no van a mezquinar con eso, pero es tal la rabia que siente que desea, que necesita enojarse con alguien, y ellos son los que tiene más a mano. Otra vez está solo, se dice, profundizando la línea masoquista. Igual que en esos meses en los que intentó filmar los goles que Pittilanga no fue capaz de hacer. Igual que en esas reuniones estériles en las que se cansaron de tomarle el pelo. ¿Dónde estuvieron los dos guachos mientras él engullía esa ensalada de sapos con el afamado periodista deportivo Armando Prieto? Mauricio rascándose en el club. El Ruso al frente de su mugroso lavadero de autos.
Sale a la vereda. De inmediato uno de los valets le pide el talón de control y corre a traerle el auto. A estos también tiene que darles propina. ¿Cuánto? ¿Debe guardar proporción con lo que gastaron? ¿Depende del auto al que uno está por subirse? Saca un billete de diez pesos y se lo da al pibe que le trae el auto y le sostiene la puerta. No se detiene a pensar si el “gracias” del empleado es de gratitud o de sarcasmo. Arranca por la avenida a escasa velocidad, más atento a sus preocupaciones que al tránsito.
Está como al principio. O peor, porque cuantas más alternativas se le queman, menos opciones parecen accesibles. Dobla hacia el río, cruza uno de los puentes giratorios y enfila hacia la Costanera Sur. Aunque es una tarde nubosa y destemplada hay gente corriendo, algunos sentados al sol en sillas plegadizas, de tanto en tanto un grupito pateando una pelota. Estaciona y detiene el motor.
Lamenta no tener un teléfono celular. Necesita hablar ya mismo con el Ruso. Una idea está tomando forma en su cabeza, pero le produce demasiada desconfianza como para seguir adelante sin consultarlo. Se oprime el tabique nasal con el pulgar y el índice de la mano derecha. Una forma de serenarse que suele dar resultado. Pero en esta ocasión no puede prosperar, porque una voz que habla a veinte centímetros de su oreja izquierda casi lo hace saltar por el aire.
—Hola, corazón. ¿No te aburrís?
Con el alma en la boca, escurre el cuerpo lejos de la ventanilla y gira para ver. Debe tener el rostro desencajado, porque la persona que se ha acodado en la ventanilla se retira un poco, antes de volver a hablar:
—¡Ay, mi amor! ¡Te asusté! ¡Perdoname!
Con la garganta latiéndole, Fernando termina de componer la imagen: la mujer tiene el pelo largo, los ojos negros y grandes, mucho maquillaje, y un par de tetas prominentes que a duras penas se sujetan debajo de una musculosa anaranjada. Sin proponérselo, Fernando se asoma ligeramente para verle las piernas. Largas, fuertes y definitivamente masculinas. “Bingo”, se dice, y recuesta la cabeza sobre la confortabilísima butaca del Audi.
—Se te ve tenso, corazón…
Fernando piensa cómo contestar. No quiere ser ofensivo, pero ¿cómo darle a entender que no entra en sus planes para el sábado a la tarde relacionarse con un travesti que trabaja en la Costanera Sur? Alza una mano y sonríe débilmente, mientras tantea el lugar de la llave de contacto.
—¿No me invitás a subir? —No, gracias. “No, gracias.” Sospecha que no es la respuesta más certera.
Pero en fin.
—Eh, ¿tan apurado estás que no podés tomarte un ratito?
Fernando vuelve a mirar al travesti. Trata de ponerse en su lugar. Tener que trabajar de eso, en ese lugar, un sábado a esa hora, acercándose a la ventanilla de cualquier idiota al que se le dé por detenerse en su parada. Pobre tipo. O pobre tipa.
—No, en serio. Gracias igual.
—No hay de qué bombón. Cuando quieras —le responde con un mohín y una teatral sacudida de cadera.
Fernando pone en marcha el auto mientras la ve alejarse hacia otro auto que está detenido cincuenta metros más adelante. Tiene una idea. Toca bocina, y la travesti se da vuelta, sonríe y desanda su camino, dando pasitos cortos encima de sus tacos. Fernando se apea para evitarle confusiones.
—Se me ocurrió pedirte un favor.
—Ay, goloso…
—No, esperá. Es un favor inocente. ¿Tenés celular? Te lo alquilo. Necesito hacer una llamada urgente. O dos.
La travesti lo mira frunciendo el ceño, como si el pedido saliese de los menús habituales.
—No seas mala. ¿Cómo te llamás?
—Celeste. ¿Y vos?
—Fernando. Perdoná que te joda, pero no tengo celular.