Celeste se da vuelta y mira ostensiblemente el auto. Después lo observa a él, con cara de “no me mientas”.
—El auto es prestado. Te lo juro. Y celular no uso.
—Qué chico antiguo. Me encanta. Te da una cosa retro que te queda bien.
Fernando sonríe.
—No tengo idea de cuánto salen un par de llamadas. Sumale un plus por el favor, y el tiempo que te detengo, claro.
Celeste se lo queda mirando, como si buscase descifrar algo que se le escapa, pero por poco. Enseguida hurga en la cartera diminuta que lleva y saca un teléfono chato y dorado, con aspecto de muy nuevo. Se lo tiende quebrando la muñeca y sacudiendo las caderas, fingiéndose impaciente.
—Me agarraste con la guardia baja, cielo. Hablá tranquilo que es con abono.
Fernando contempla el aparato. ¿Es impresión suya o a ese artefacto le faltan botones? Celeste advierte su vacilación.
—Ay, mi amor. ¿Te tuvieron congelado como a Walt Disney? Traé. ¿A qué número querés hablar?
Fernando recita el número del lavadero de autos. Celeste oprime los botones y cuando escucha que se comunica vuelve a cedérselo.
—Hola, Cristo. Necesito que me des con el Ruso. Ya. No, que se deje de joder con la Play. Es urgentísimo.
Se vuelve hacia Celeste y le hace el gesto de que tome el tiempo, para calcular el costo. Celeste hace un ademán de restarle importancia.
—Hola, Ruso. Atendeme, que tengo poco tiempo. No. Como el culo. Por eso te llamo. Necesito que hables con tu hermano. ¿Sigue teniendo el local ahí por Warnes?
Tal vez para no importunar, Celeste se hace a un lado. Le da un par de vueltas al auto, admirando sus líneas, las llantas cromadas, el interior inmaculado, mientras Fernando habla, apoyado sobre el capot.
—Llamalo y llamame de nuevo. No puedo esperar. Ah, aguantá —gira hacia Celeste—. ¿Me decís el número?
Celeste se lo dice y Fernando lo repite.
—Ya sé que es un celular. No, cómo va a ser mío. Me lo prestaron. Después te explico. Te espero. Oíme una cosa: esto es superimportante. Hacelo bien, Ruso. Si no, cagamos. Oíme: te lo digo en serio. Si se pincha esto, estamos sonados. Dale. Te espero.
Cuelga y le ofrece el teléfono a Celeste.
—No, mi amor. Si te tienen que volver a llamar, tenelo vos.
Fernando se apoya sobre el capot del Audi para esperar. Celeste se sienta al lado. Fernando se pregunta de qué hablar. No quiere pasar por descortés, pero su experiencia al respecto es nula. ¿Cómo romper el hielo? Seguro que no con una frase al estilo de “¿Siempre venís a hacer la calle a la Costanera?”. Celeste lo saca del apuro.
—Qué auto hermoso, corazón.
—Sí. Un autazo. Es de un amigo. Me lo prestó.
—Qué buen amigo que tenés. Cuando quieras me lopresentás.
Fernando hace una mueca parecida a una sonrisa, pero no demasiado.
—Che. La verdad que me salvaste.
—Y eso que no quisiste que fuésemos a dar una vuelta. Ahí te salvabas en serio, Ferchu. ¿De qué te reís?
—Que eso de Ferchu me lo decían de pibe. Hace tiempo que nadie me dice así.
—¿Tu mujer no te lo dice?
Fernando no tiene ganas de explayarse sobre su estado civil.
—No. Me dice Fernando.
—¡Ay, qué formal!
“Un poco, sí. Capaz que por eso me separé tan pronto”, piensa Fernando. Pasa un auto con una familia a bordo. El hombre que maneja se los queda mirando largamente. Uno de los chicos, el que va detrás del padre, también. Fernando concluye que deben ser un espectáculo algo inusual, los dos ahí repantigados sobre el costado del Audi, a las tres y media de la tarde de un sábado de otoño. Celeste habla como pensando en voz alta.
—Estos guachos se hacen los escandalizados, y de cada tres que te miran así, a uno lo tenés de vuelta en la semana, buscándote con cara de babosos.
—¿No digas?
—Uh… no sabés. ¿Querés una pastilla?
—¿De qué tenés?
—Mentol.
—Gracias.
Fernando nota que tiene las uñas largas y pintadas de rojo subido.
—Qué lindas uñas, Celeste. ¿Te las hacés seguido?
—Ay, qué galán —agradece el cumplido con una sonrisa amplísima—. Yo vivo con una amiga. Trabaja por acá cerca. Nos atendemos entre nosotras. La depilación, las uñas, todo. Si no, te imaginás.
—Me imagino…
Fernando la mira. Piensa en el esfuerzo cotidiano que tiene que hacer Celeste para ser Celeste. En la fuerza del deseo. En la voluntad inclaudicable de ser algo que queremos ser. El teléfono lo saca de su cavilación. Antes de hacer alguna chambonada Fernando le tiende el teléfono a Celeste para que le indique cómo atenderlo.
—Hola —dice Fernando—. Sí. ¿Hablaste? ¿Seguro? ¿Vos le explicaste todo? Mirá que si no… ¿Con quién tengo que hablar? No, para anotar no tengo. A ver…
—Decila en voz alta —se involucra Celeste—, que yo tengo una memoria fotográfica. ¡Ay, qué boluda! ¿Cómo se dice cuando te acordás todo lo que te dicen?
—¡Terrada 2345!
—Terrada 2345. Listo.
—Te llamo en otro momento, Ruso. Después te explico.
Esta vez se atreve a oprimir el botón rojo para cortar la llamada. Se lo alcanza después a Celeste.
—Decime cuánto te debo, nena.
—Ay, nada. Fue un favor.
—Te digo en serio.
—¿Vos los favores los cobrás?
—No.
—Bueno, tonto. Yo tampoco.
—Pero seguro que te estuve espantando los clientes.
—Ufa, che. Fue un recreo.
—¿Hoy jugamos a la noche, no es cierto?
—Sí, Mono. Bueno, a las siete de la tarde.
—¿Ves, Fernando? ¿Cómo te pueden hacer jugar a las siete de la tarde de un viernes? ¿Cómo hacen los hinchas que laburan para llegar hasta nuestra cancha un viernes a las siete?
—No es en nuestra cancha, Mono. Jugamos de locales en Racing.
—¡Me cago en diez, ya lo sé! Es un decir. ¿A Boca y a River, los hacen jugar los viernes?
—No.
—¿Ves? Son los dueños del domingo. Los señores juegan el domingo a la tarde porque son los reyes, son los dueños. Solamente los boludos juegan cualquier día a cualquier hora. ¡Y nosotros agachamos la cabeza como los pelotudos que somos!
—Pará de calentarte que te va a hacer mal. Estás todo colorado, Mono.
—Estoy perfecto. Ya me calmé. Ya me calmé. Bueno. Jugamos hoy a la tarde. ¿Con quién?
—Con Newells.
—¿Lo vas a ver?
—Y… sí...
—¿Por qué me decís “sí” con cara de que te están apretando un huevo en una morsa?
—¿Cómo es la cara de huevo apretado en una morsa?
—No te hagás. ¿Pusiste carita de pena o no?
—Y…, digamos que es muy posible que nos llenen la canasta.
—¿Ves? A eso me refiero. Eso es lo que digo. Agonizamos. Nos morimos.
Mariel abandona la cancha ligeramente ofuscada pero Mauricio no piensa darle importancia. Si quiere entender sus motivos, que lo haga y si no, que se vaya al demonio. Da igual. Por eso espera que Artuondo y su noviecita guarden sus cosas en los bolsos, elogia el saque del juez de Primera Instancia en lo Comercial, admira en silencio las piernas de su jovencísima acompañante y los invita a la confitería del club a tomar algo después de ducharse. Por suerte, aceptan. Mauricio se disculpa y aprieta el paso para alcanzar a su esposa. Mariel camina rápido, y recién se pone a su altura en la puerta de los vestuarios.
—Eh, che. Cambiá la cara, querés —la frena deteniéndola por el brazo.
—Soltame. Te hacía con tus amiguitos.
—Ahora vamos a tomar algo, por eso te vine a hablar. No seas jodida, que lo tengo cocinado.
—¿Jodida por qué?
¿Me casé con un hombre?, se pregunta Mauricio. Se arma de paciencia.
—No te pongas así, Mariel. Esto son negocios, no placer. Cuando quieras ganar nos anotamos en algún torneo y cagamos a pelotazos al que se nos ponga delante. Pero hoy no.
—No entiendo qué tiene que ver hacer negocios con dejarte ganar.
—Vos no entendés cómo son los tipos, Mariel.
—No, es cierto. Explicame.
Mauricio suaviza su gesto de fastidio. Calcula que los otros se habrán quedado haciéndose arrumacos en las canchas. Tiene un par de minutos.
—Ay, Mariel. A nadie le gusta perder. Y menos delante de la noviecita. Y lo necesito de buen humor a Su Señoría.
—A la noviecita la vi de muy buen ánimo. Y a vos mirándole las tetas, también.
—No empecés, te lo pido por favor.
—No, claro. No queda bien que la loca de la esposa del abogado haga una escena en la entrada de los vestuarios.
—¿No estás exagerando un poquito? Pensá un poco. Mirá por lo que estamos peleando.
Mariel respira hondo. Parece que dará el asunto por zanjado, pero le queda una bala en el cargador.
—¿Vos estás seguro de que sabés por qué estamos peleando?
—Sí. Porque sos más competitiva que yo, lo que es mucho decir. Y no te bancás que me haya dejado ganar.
Por el rabillo del ojo advierte que los vencedores se acercan al lugar en el que ellos discuten. Mariel, que también lo ha notado, sonríe con toda la cara y se estira para darle un beso ligero en los labios. Después se pierde en el vestuario. Mauricio se pregunta por qué no podrá actuar siempre así, con esa claridad, con esa inteligencia. Entra a su vez en el de hombres, fingiendo no haber visto al juez y a la niña, y aminora la marcha para que el magistrado lo alcance. El partido que a Mauricio le interesa ganar esta tarde empieza ahí, mientras se encaminan a las duchas. Por supuesto que no entra en materia directamente. Elige una vía lateral, que a ambos les permite fingir que no hay premeditación alguna. Lanzan un par de generalidades, una manera de marcar la cancha. Algún comentario sobre el estrés del trabajo, las audiencias, el momento particular de la causa de Naviera Las Tunas. Listo: nombrado el expediente, lo demás se acomoda en los casilleros que corresponde. La conversación va y viene. Se interrumpe cada vez que Mauricio le presenta a algún socio del club que le parece interesante. Cuando se retoma la charla, siempre es de costado, de a poco, para que nadie se ofenda ni se asuste. Al momento de peinarse y cerrar los bolsos, lo fundamental está convenido. Plazos, cifras, porcentajes y atenciones para con el señor juez y los señores peritos contables designados en la causa.
Desde el vestuario se encaminan a la confitería, dispuestos a esperar un buen rato a que las mujeres estén listas. Mauricio aprovecha para elogiar a la joven compañera de tenis que se ha agenciado su contrincante. La define así, a propósito, con esa falsa ampulosidad, para que el viejo verde se despache a su antojo enalteciéndola y, de paso, vanagloriándose.
Pero apenas atraviesa la puerta vaivén Mauricio se sorprende con la presencia de Fernando, que espera sentado a una de las mesas más próximas a la entrada. Claro. Se ha olvidado por completo, pero esta mañana quedaron en encontrarse en el club para que el otro le devuelva el auto y Mauricio lo lleve a su casa. Una contrariedad, teniendo a sus invitados ahí. Dejarlos con Mariel y que lo esperen es una descortesía, por más que tenga todo el pescado vendido. Y hasta la casa de Fernando tiene un tirón. Entre la ida y la vuelta, lo menos una hora. Imposible. Mejor decirle a Fernando que lo espere. Total, no debe tener nada importante que hacer. Eso. Va a decirle que lo espere una horita hasta que él se desocupe.
No. No es tan sencillo, porque en una de esas Artuondo quiere que vayan a cenar, y sería una grosería negarse. Mejor que Fernando se tome un remise. Él le da la plata. También puede decirle que se lleve el auto y se lo devuelva mañana. No el Audi. Ni loco, porque Fernando no tiene garaje y no va a dejar que el Audi duerma afuera. Pero sí el Peugeot de Mariel. Esa es una buena opción. De paso queda como un grande con su amigo. Le toca el hombro al juez para que detenga su marcha. La verdad que Fernando, con ese traje formal y prestado, parece trasplantado quién sabe desde dónde. Una casa velatoria o un casamiento vespertino.
—Doctor, le presento a mi amigo Fernando Raguzzi.
—Fernando, te presento al doctor Aníbal Artuondo, juez del Fuero Comercial.
Fernando adelanta la mano y estrecha la del juez, pero se toma un instante para mirar a los ojos a Mauricio, alzando levemente el ceño. Una fracción de segundo. Lo que se tarda en pasar la seña del ancho de espadas. Lo último que falta es que a Fernando se le dé por la perspicacia. Tarde o temprano le va a preguntar por esa tarde de tenis con un juez. Y desde su torre de superioridad, ese pedestal de pureza que a Mauricio le da cien patadas al hígado. Además, están por llegar Mariel y la niñita. Necesita desarmar ese inminente quinteto cuanto antes.
—¿Anduvo bien el auto, nene? —la pregunta suena levemente más aguda de lo que hubiese sido deseable. Tranquilo, se dice.
—Perfecto. Ningún problema —contesta Fernando, que sigue como en suspenso.
—Le presté el Audi a mi amigo, esta mañana, y me lo vino a traer.
—¿Tiene un Audi, Guzmán? ¡A ver cuándo me lo presta a mí!
—¡Ja! ¡Por lo que vi ahí afuera no anda precisamente a pata, doctor! —Mauricio hace algunos cálculos rápidos. La camioneta gigantesca de Artuondo debe valer sus buenos mangos. Como el Audi, o poco menos. Menos mal. No es buena ocasión para poner a competir virilidades.
—Necesito hablar un minuto con vos —dice Fernando.
—¿No querés llevarte el Peugeot de Mariel? En realidad no hicimos planes con Aníbal, pero en una de esas nos vamos a cenar y…
—Te agradezco, pero tengo que aclarar un temita con vos antes de irme. Son dos minutos.
—Yo te espero en aquella mesa —se excusa el juez—. Necesito hidratar el cuerpo.
—Sí, Aníbal, seguro —Mauricio advierte que el juez acaba de inaugurar el tuteo. Algo magnífico en un mal momento. Y qué incordio este Fernando. Tiene que despacharlo rápido. Que resuma su informe. Suena jocoso cuando le dice al juez—: El barman es un pibe macanudo. Decile que te prepare algo propicio para hidratar a un tenista.
El juez tuerce el rumbo hacia la barra y Mauricio se encara con Fernando. Ahora habla poco más que en un murmullo.
—Fer, me agarrás en medio de algo. ¿No te enojás si hablamos mañana? Es domingo y tenemos tiempo de sobra.
—Hay que hablarlo hoy, Mauricio. Lo lamento. No sabía que estabas con gente.
—Eso no es nada. El tema es qué gente, y por qué.
Está cambiando de idea. En un primer momento había pensado escamotearle la verdad de esa tertulia. Sobre todo para evitarse los sermones y las caras de condena. Pero ahora, metido en la urgencia hasta la nariz, tal vez sea preferible blanquear las cosas, reconocer la importancia de lo que trae entre manos para que Fernando entienda que tiene que irse pronto. Que actúe como amigo, qué tanto.