Papeles en el viento (26 page)

Read Papeles en el viento Online

Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

—¿Y qué ibas a intentar?

—No sé. Meterme en la política del club. Participar. Ser candidato a presidente, a miembro de comisión directiva, algo. Ahora como que no me queda nada que hacer.

—Supongo que no, Mono. Sufrir, nomás.

—…

—…

—Che, Fer.

—Qué.

—¿Viste que cuando hablé antes de que Independiente se moría sin remedio, lo mismo que yo, vos no dijiste nada?

—…

—…

—Yo no dije que vos te ibas a morir, Mono.

—No te hagas el gil.

—No me hago.

—…

—…

—Sí te hacés, Fernando. Pero gracias igual.

—¿Gracias de qué?

—Porque si yo le digo así a cualquier otra persona me interrumpe con la boludez de la esperanza y el milagro, porque nadie se banca que lo que hay es esto y punto. Esa gente me saca. Me rompe las bolas. Para mí que no se bancan tener que apechugar con que me voy a morir y listo.

—No sé, Mono. Primero, que no sabés. Si te vas a morir, digo. Y después… yo qué sé… cada cual hace lo que puede. Capaz que piensan que así te dan fuerzas para seguir, para no rendirte.

—¿Y vos?

—¿Yo qué?

—¿A vos no te parece bien eso de darme fuerzas?

—Yo hago lo que vos me pediste. No te compadezco ni hablo pelotudeces. ¿Vos me pediste eso, o no?

—Es verdad.

—…

—…

—¿Pero lo hacés porque te lo pedí o porque de verdad pensás que estoy al horno?

—…

—…

35

—¿No te parece que fue un poco arriesgado eso de encararla a Lourdes con la propuesta de la cuota mensual?

El Ruso lo pregunta sin ánimo de ofender, mientras repasa con un trapo rejilla los focos delanteros de un Fiat Idea color caramelo. Fernando está de pie, a su lado. Se sobresalta con el chistido repentino de la manguera de alta presión que el Chamaco acaba de accionar para aflojarle la mugre al auto que sigue. El Feo, por su parte, dispara chorros de espuma sobre la carrocería mojada.

—No.

Es tan escueta y concluyente la respuesta que el Ruso detiene su labor para mirarlo de frente.

—¿Sabés por qué lo hice? —sigue Fernando—. Porque le tenía más miedo a hablar y ponerme de acuerdo con la hija de puta esa que a negociar a Pittilanga con quien carajo sea. Ahora estoy más tranquilo. Sé que tengo un quilombo por delante. Tenemos. Pero esta ya la pasé.

El Ruso vuelve a secar los focos. Fernando dice algo más:

—Y me sentí bien, Ruso. Fue como si pudiera saber el último capítulo de un libro que viene mal, pero el último capítulo me demuestra que termina bien, ¿entendés? Si todo este quilombo nos lleva a la conversación con Lourdes, y a ese acuerdo, entonces está bien. Vale la pena. Yo quiero llegar a eso que ya viví, que ya se dio, entendés.

El Ruso se incorpora con un quejido, porque le duele un poco la espalda.

—Perfectamente te entiendo.

Se pone la rejilla al hombro.

—Te vas a empapar la remera —le señala Fernando.

El Ruso se mira y ve que tiene razón, pero deja el trapo mojado donde está.

—Es cierto, mamá. Pero tengo calor y agradezco a Dios la mojadura.

—Sos un boludo.

—Y vos un obsesivo.

El Ruso abre la marcha hacia la oficina.

—Vení que pongo la pava —dice, desde el umbral.

Resignación

—Che, Fer…

—Qué, Mono.

—Te hice una pregunta.

—…

—…

—…

—Te pregunté si vos no me consolás porque yo te lo pedí, o porque pensás que estoy al horno.

—Te escuché, Mono.

—¿Y?

—¿La verdad?

—Más bien.

—Por las dos cosas.

—…

—…

—…

—…

—…

—¿Estás llorando, Mono? Con esta manguera enchufada no me puedo dar vuelta y no te veo. Vení más acá.

—No lloro, boludo, me estoy riendo.

—¿Y de qué te reís?

—Estaba pensando en lo de la resignación.

—Qué pensabas.

—Que ser del Rojo nos ayuda, boludo. Ya nos acostumbramos a esperar lo peor.

—Cierto.

—…

—…

—…

—…

—¿Le ganaremos a Newells, Fer? ¿Vos qué decís?

—…

—…

—…

—¿Ni en pedo, no?

—Ni en pedo, Mono.

—…

—…

—La puta que lo parió.

36

Están sentados en la oficina del lavadero de autos. El Cristo ceba mate pero lo hace sin ganas, y la yerba se ha lavado hace rato. Los otros dos, absortos, tampoco le formulan reclamos y toman, sin chistar, cuando les toca el turno. Afuera el Chamaco, Molina y el Feo le dan la terminación a un servicio.

—¿Hoy cómo venimos? —pregunta de repente el Ruso, saliendo de su ensimismamiento.

—Para ser fin de mes, venimos bien. No se juntan autos porque los tres —dice el Cristo, señalando a los lavadores— están requetecancheros. Casi nunca me necesitan ahora. Y eso que la cantidad de lavados sigue subiendo. Pero cada vez trabajan más rápido.

—¿Así de simple?

—Así de simple.

—¿O sea que te puedo echar a la mierda sin problemas, Cristo?

—Te perderías al mejor encargado de lavadero automático de toda la zona oeste, Ruso.

—Es cierto.

Fernando levanta una mano como para hacerlos callar, porque aunque la radio está puesta a buen volumen, a veces la tapan los ruidos de la calle o el de las máquinas del lavadero.

—¿Estás seguro de que Prieto va a hablar hoy, Fer?

—No. Seguro no estoy. Antes de ayer le llevé la guita. Pero seguro no estoy.

—¿Te firmó algo cuando le pagaste? —el Cristo pregunta revolviendo la bombilla entre la yerba húmeda, como para sacarle los últimos vestigios de sustancia—. Porque mirá que es un paquete de guita.

—Sí, Cristo. Me firmó un recibo que dice “en concepto de cometa y/o soborno por hablar bien de Mario Juan Bautista Pittilanga”.

—No, claro, qué boludo…

Siguen escuchando. Prieto habla de los problemas de River Plate. Lleva casi media hora con eso.

—¿En serio este tipo tiene mucha audiencia? —el Cristo estira las piernas, sin levantarse, intentando atraer hacia sí el tacho de basura que descansa en un rincón—. Te digo que a mí me parece bastante plomazo.

—Sí. La gente lo escucha. Aunque te parezca mentira —corrobora Fernando.

—Pará, pará: de fútbol sabe —se involucra el Ruso.

—Qué va a saber….

—En serio, Fer. Será asqueroso como una cucharada de moco, pero el tipo sabe…

Fernando desdeña el comentario con un gesto, y trata de concentrarse de nuevo, pero el Cristo mete un ruido atroz al arrastrar el cesto por el piso.

—¿No querés traer papel celofán y me lo metés por las orejas, también? Digo, así evitamos el silencio…

—Qué humor que tenemos, Fernandito…

—Qué humor no, boludo. Pero estoy tratando de escuchar y ustedes dos están meta y meta hablar pelotudeces.

El Ruso y el Cristo se miran y, como casi siempre, se entienden perfectamente. Mejor dejar las cosas así. Después de todo, a Fernando le ha tocado bailar con la más fea. Tratar con el periodista para sobornarlo, tratar con el desarmadero para vender el Audi, tratar con Mauricio para explicárselo. Y en ese orden de complejidad creciente. Y como postre, llevarle el dinero al chantún de Prieto, que lo recibió con ademanes de príncipe y lo guardó sin contarlo. Eso fue el martes. Y hasta ahora no ha dicho una palabra.

—¿Vos lo escuchaste todos los días, Ruso?

—Sí. El lunes habló de los partidos del fin de semana. El martes, mucho de Boca.

—Y ayer debe haber hablado del tamaño de los arcos, ¿no?

—Sí… ¿Cómo sabés?

Fernando se pregunta si vale la pena desengañar a su amigo sobre las virtudes profesionales de Prieto. Decide que no. Escucha que suena el bip de la una del mediodía y en el programa dan paso al informativo. Fernando se hamaca en su silla, contrariado.

—Bueno, todavía falta una hora de programa —el Ruso trata de infundirle ánimos.

—Sí. Pero no sé por qué me parece que no va a decir una letra, el guacho este.

—También está el programa de tele de la noche —tercia el Cristo—. En una de esas lo dice ahí.

—¿No le ofreciste llevar unos videos, para la tele? Con todos los que tenemos…

—No, Ruso. Pará —el Cristo se adelanta de nuevo—. Si se pone a pasar videos va a quedar rebotón. Eso y decir al aire que va prendido en la venta es lo mismo.

El Ruso lo piensa un instante.

—Sí. Tenés razón.

—Lo único que se me ocurre es que se haya cebado y quiera más guita —dice Fernando, lúgubre.

—No, Fer. ¿Cómo va a querer más guita sin decir una palabra? Como mucho querrá hacernos desear.

Se miran con expresión de no tener ninguna respuesta para todas esas dudas.

—¿Con Mauricio volviste a hablar? —pregunta el Ruso, más que nada por volver a poner en marcha la conversación y sacarlos de esa incertidumbre.

—No. Desde el sábado, cuando lo vi en el club. ¿A vos te dijo algo?

El Ruso recuerda la rabia, la ofuscación muda de los ojos de Mauricio cuando lo fue a ver el lunes al estudio. Habían hablado de pie, el Ruso apoyado en el escritorio y Mauricio aferrado apretadamente a un estante de la biblioteca. No lo había acusado a él, al menos no directamente. No había pruebas en contra del Ruso, porque Fernando se había cuidado de dejarlo afuera, de dar a entender que se había asesorado directamente con el Chamaco, y Mauricio podía tener sus sospechas y querer asesinarlo en consecuencia, pero no tenía certezas, y su espíritu leguleyo se detenía —frustrado, pero se detenía— ante esa inconsistencia. Se había contentado con insultar a Fernando con tanto encono, con tanta paciencia, que el Ruso entendió que, tomándolo como el exacto portavoz que en el fondo era, procedía así para que él le repitiese al ausente todos sus reproches y sus amenazas. Sin embargo, y contrariando sus costumbres, el Ruso se había callado casi todo.

—Ayer hablé de nuevo por teléfono y me dijo que había hecho la denuncia —“y que ojalá encuentren el auto a medio desarmar y vayan todos en cana, empezando por el hijo de puta de tu amigo”, había agregado Mauricio. Pero también eso el Ruso se lo calla.

—Supongo que ya lo habrán pasado a Paraguay.

—O desarmado…

—Sí. O desarmado. Pero para mí que lo pasaron. Estaba flamante.

Doblajes

—¿Qué es ese ruido que se escucha de fondo, Mono?

—¿Qué ruido?

—Esas voces que chillan.

—Ah… el dibujito animado que está mirando Guadalupe.

—¿Hasta cuándo se queda con vos?

—Hasta mañana, Ruso. Mañana la lleva Fernando.

—¿Te parece que fue buena idea traértela hoy? Digo, por cómo te estás sintiendo…

—Y qué querés, Ruso. La hija de puta de Lourdes hace todo lo posible para que no venga. Cuando consigo obligarla no me puedo echar atrás.

—Aparte ella quiere venir, Ruso.

—¿Sí, Fer?

—Seguro. Siempre viene contenta. Mañana la llevo a la casa.

—Decí que las Rusitas son más grandes. Si no, las traía a jugar.

—Cuando sea más grande Guadalupe, Ruso. Ahí se van a emparejar.

—…

—…

—…

—Che, ¿es idea mía o el doblaje de ese dibujito es insoportable?

—¿Viste lo que son las voces, Ruso?

—¿Qué dibujo es?

—No me sale el nombre. Uno de un pendejito… ¿Vos te acordás, Fer?

—Esperá, sí…
Los padrinos mágicos
.

—¡Ese! Son insoportables.

37

El Ruso se lo queda mirando. Le conoce de memoria los minúsculos síntomas de la preocupación. Morderse la yema del dedo pulgar. Tamborilear sobre la mesa como si fuese el teclado de un piano, pero bajo la premisa infantil de nunca utilizar dedos adyacentes: pulgar, anular, índice, meñique, mayor; pulgar, anular, índice, meñique, mayor. Cada vez más rápido. Pero hay algo más en el rostro de Fernando. Una ansiedad, un desconcierto distintos. Su amigo es un tipo ordenado, previsor, organizado. El Ruso lo admira por eso. No sólo por eso, pero también. Esa capacidad para anticiparse a las cosas, para estar listo frente a las eventualidades. A veces le extraña que Fernando, siendo así, lo acepte como amigo. A él, que es una máquina de improvisar. De improvisar equivocándose, encima. Pero la cara de Fernando, la cara de hoy, es de saberse superado por los hechos. Un tipo acostumbrado a jugar al ajedrez al que, de repente, le ponen un par de dados en la mano para que juegue al pase inglés. Tal vez es una imagen estúpida, pero no se le ocurre otra.

—¿Qué me mirás? —pregunta Fernando de repente, deteniendo el tamborileo en el momento de apoyar el anular.

El Ruso niega con la cabeza y mira el reloj de la pared. Se vuelve hacia el Cristo.

—¿Se puede subir más el volumen, Cristo?

El otro asiente y gira la perilla.
Vamos al entrenamiento de River
, está diciendo Prieto, sobre el final del separador musical que usa siempre.

—¿Hasta cuándo va a seguir con River este pelotudo? —pregunta Fernando como para sí mismo.

El Cristo vuelve a sentarse después de cumplir el encargo. La voz del periodista llega nítida.
Lo tengo a Ventura en línea
, dice Prieto.

—¿Quién es Ventura? —pregunta el Cristo.

—Es el movilero que le cubre los entrenamientos de River —aclara el Ruso.

¿Alguna novedad por esos lados, Ventura?
Se hace un silencio interrumpido de vez en cuando por una voz entrecortada.
A ver si mejoramos la comunicación
—la voz de Prieto ha virado rápidamente al fastidio—.
Mientras los cráneos de la producción mejoran este papelón, les cuento…
Deja la frase inconclusa, y el Ruso no puede evitar un pensamiento compasivo hacia el pobre productor radial sobre el que Prieto está descargando su ira.

Le quiero preguntar a Ventura, siempre y cuando alguna vez vuelva a salir al aire, por… ahí me dicen que lo tengo en línea. Veamos. A ver, Ventura. ¿Usted me escucha? “Perfectamente, Armando.
No sé cómo me recibe.” Perfectamente, Ventura
—lo remeda Prieto, quien al parecer todavía tiene bastante veneno para destilar—.
Le preguntaba si había alguna novedad en el entrenamiento de River.
“Bueno, como suele ocurrir los jueves el plantel trabajó a puertas cerradas, pero tenemos el probable equipo para enfrentar a…” Espere,
espere
—lo interrumpe Prieto—.
Para el equipo tenemos tiempo. Le pregunto alguna novedad más importante, más pensando en el futuro…

Other books

Place Of Her Own by Coleman, Lynn A.
Brown, Dale - Independent 04 by Storming Heaven (v1.1)
El asno de oro by Apuleyo
Twisted Roots by V. C. Andrews
In the Garden of Rot by Sara Green
The Son by Philipp Meyer