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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Papeles en el viento (30 page)

Mauricio atraviesa la puerta de la sala de reuniones y ellos lo siguen. Fernando cuenta rápido las siete personas que los están esperando. A sus espaldas escucha la voz del Ruso, en un murmullo:

—Por lo menos no sacaron las ametralladoras.

No puede evitar sonreír. Desde hace una semana el Ruso se divierte diciendo que en realidad estos tipos son de la mafia rusa y están lavando guita de sus negocios ilícitos. Y que cuando se den cuenta de que Pittilanga es un paquete, les van a mandar unos sicarios para cagarlos a tiros. Se da vuelta apenas y le contesta en voz baja.

—No usan ametralladoras, Ruso. Te ahorcan con un hilo de acero.

Mauricio ya intercambia apretones de manos. Los ucranianos son tres, o cuatro, si cuentan al intermediario, este Karmasov que vive en Buenos Aires. ¿O ese es ruso? Fernando cree recordar que Mauricio dijo ruso. Ese es el que ahora se encarga de las presentaciones y su correspondiente traducción.

Mario Pittilanga espera un poco más atrás, de pie junto a un tipo tan alto y tan morocho como él, pero gordo y cincuentón, a quien el pibe presenta esquivamente como su padre. Fernando, algo perplejo, estrecha la mano blanda que el otro le tiende sin sonreír. Es lógico que esté presente, se dice Fernando, pero le cuesta ubicarlo en esa escena que lleva dos semanas repasando una vez y otra vez, en todos sus insomnios. El padre y el hijo son los únicos que no llevan corbata. El pibe tiene puesto el equipo deportivo con las insignias de Presidente Mitre. El hombre lleva una camisa de manga larga, con un solo botón desprendido a la altura del cuello, embutida a la altura de la cadera bajo un pantalón vaquero que le queda estrecho y vuelve más prominente la panza que desborda por encima.

Se sientan. De un lado de la mesa rectangular, los ucranianos del Chernomorets. Del otro lado ellos tres. En una de las cabeceras Pittilanga y su padre, y en la otra el intermediario y traductor. Se hace un pequeño silencio mientras se acomodan. Mauricio toma la iniciativa.

—Bueno. Primero quería agradecerles la gentileza de haber venido hasta aquí, tan lejos, para finiquitar esta operación. Lo mismo que la confianza que han puesto en Mario, al que le deseamos la mejor de las suertes en esta nueva etapa de su carrera…

Karmasov se inclina hacia adelante y traduce a medida que escucha la introducción de Mauricio. Los ucranianos le prestan oídos pero miran a Mauricio, y asienten de tanto en tanto. El Ruso le hace una seña a Fernando y se inclina hacia él por detrás de Mauricio, que sigue recitando la introducción. Fernando se acerca, intrigado.

—¿Viste cómo hablan los rusos? —susurra Daniel con una sonrisa pícara.

—¿Qué?

—Me hacen acordar a los uruguayos de
Hupumorpo
. ¿Te acordás?

Fernando tiene un instante de perplejidad. El Ruso es un chico. El hijo de puta tiene la capacidad de concentración de una larva. Están cerrando un negocio de trescientos mil dólares que les ha insumido casi dos años y montañas de mala sangre, y el infeliz se dedica a rememorar programas cómicos de la década del setenta.

—¿Cómo se llamaban? —sigue Daniel.

—¿Quiénes? —se arrepiente enseguida de su propia pregunta. Los ucranianos deben estar pensando cualquier cosa de esos cuchicheos que se producen a la espalda del principal negociador.

—Los uruguayos, boludo. Hacían un
sketch
en el que se hacían pasar por rusos. Hablaban una sarta de pelotudeces, haciéndose que eran agentes de la kgb. ¿No te acordás?

Sí, se acuerda. Pero no quiere seguirle la corriente. A lo mejor se cansa y se deja de joder.

—Uno era Espalter. ¿Y el otro?

Vana ilusión la suya.

—Cortala, Ruso.

—Dale. Espalter y…

Fernando sopesa sus alternativas. Contestarle y que se tranquilice o dejarle la duda y que siga hinchando.

—Almada.

—¡Almada! —asintió el Ruso, feliz.

Fernando se endereza en su sitio con la idea de que Daniel haga lo mismo. Mauricio ha abierto una carpeta y despliega varias copias de los contratos que ha preparado. Fernando siente que le tocan el hombro. De nuevo el Ruso se agazapa detrás de la espalda de Mauricio.

—Cortala, Ruso —susurra, con ojos asesinos.

—Una sola cosa. ¿Cuál era cuál?

Fernando lo mira, entre incrédulo y confundido.

—¿Cuál era cuál de qué?

—El que se hacía el ruso, boludo. ¿Espalter o Almada? ¿O eran los dos?

Cuando Fernando, saturado, está a punto de contestarle una grosería, lo detiene una voz que suena desde el costado.

—Un momento —de repente, habla el padre de Pittilanga.

Fernando gira la cabeza hacia él. Todos hacen lo mismo. Los contratos están abiertos como un juego de naipes sobre la mesa lustrada.

—Yo no estoy dispuesto a que lo estafen a mi hijo —agrega, acodado e inclinado hacia adelante sobre la mesa, mientras los señala acusadoramente con el dedo. A ellos. A los tres.

Nueva pausa para la traducción. Esta vez el Ruso olvida compararla con el
sketch
de
Hupumorpo
. Fernando siente que le quitan el piso de debajo de los pies. En sus insomnios sucesivos ha tenido tiempo de darle rienda suelta a todas sus angustias. El arrepentimiento de los ucranianos, el exceso de confianza de Mauricio, hasta la muerte repentina de Pittilanga yendo o volviendo de algún partido. Pero esto no lo ha previsto. Gira hacia Mauricio. Está mudo. ¿Por qué no dice nada?

—¿De qué está hablando? —pregunta finalmente Fernando, al advertir que Mauricio sigue sin decir nada.

—Hablo del chanchullo este de ustedes tres. Hablo de eso —responde Pittilanga padre, y Fernando ve que su hijo tiene los ojos bajos.

El intérprete traduce. Los ucranianos se miran entre ellos, y enseguida a Pittilanga padre. El Ruso mira alternativamente a todos, con expresión desencajada. Fernando intuye que si deja hablar al tipo ese están perdidos. ¿Por qué no habla Mauricio? Decide intervenir.

—Mire, señor. En otro momento si quiere nos sentamos y discutimos todo lo que quiera. Pero acá estamos definiendo cosas muy importantes y por lo que tengo entendido Mario es lo suficientemente grandecito como para decidir qué quiere hacer con su carrera. Así que si nos disculpa…

—No. No te disculpo, rubio.

Fernando siente cómo se le enrojece la piel de la cara. Pero está empeñado en no perder los estribos. Se encara con Mauricio.

—Supongo que una buena medida sería que la reunión la mantengan sólo las partes interesadas, no sé qué te parece.

Mauricio se toma su tiempo para responder.

—En realidad —dice por fin—, el señor sí es parte.

Se calla otra vez y, como un eco distorsionado, se oye el murmullo de la traducción al ruso. Fernando ni siquiera encuentra voz para preguntar por qué.

—Mario tiene veinte años y siete meses —informa Mauricio, como si fuese un dato clave o peor, como si con ese solo dato Fernando y los demás debieran comprender.

—¿Y qué? ¿No dijiste que con más de dieciocho podía firmar el contrato?

—Sí. Puede. Pero para salir del país necesita la autorización de los progenitores. Hasta que sea mayor de edad, a los veintiuno.

Fernando saca cuentas. Faltan cinco meses para eso. Dentro de cinco meses en Ucrania, en Acapulco y en Marte están en plena temporada. Estos tipos no van a esperar tanto. La reputísima madre que lo parió, piensa Fernando. No puede ser. No puede ser que se venga todo abajo. Se encara con el padre de Pittilanga. Está desesperado, y el mutismo de Mauricio aumenta su desasosiego.

—Disculpe, ¿no? ¿Pero no le parece que…?

—No te disculpo nada —lo corta el hombre, y le sostiene rencorosamente la mirada—. ¿Vos te creés que yo nací ayer? ¿Que no me doy cuenta cuando me están cagando?

Esta vez no hay traducción del mensaje. Los ucranianos, de todas maneras, no se quejan porque, aunque se les escabullen las palabras, los gestos y las caras tienen la elocuencia suficiente. Fernando lo mira a Mauricio, que lo mira a Pittilanga padre con cara de nada. El hijo sigue con los ojos bajos, fijos en la mesa.

—Dígales —ahora el padre se encara con el traductor— a estos señores que yo lo lamento, y que no dudo de que capaz que son gente honesta. Pero estos tres, estos tres no son trigo limpio, no son.

—No le permito que…

—Vos no me permitís ni me dejás de permitir, pelado —dice poniéndose de pie. Fernando hace lo mismo y el Ruso lo imita. Mauricio hace un gesto vago con la mano, pero desiste enseguida—. ¿Por qué no les contás a estos señores cómo viene la mano? ¿Por qué no les contás? —se encara con los ucranianos—. Mi hijo, no sé si ustedes lo saben, jugó el Mundial Sub-17 de Indonesia. Fue uno de los veinte pibes —sacude el cuello, como si le molestase la camisa—, de los veinte pibes de toda la Argentina que fueron al mundial. A la vuelta, estos fulanos compraron el pase…

—El pase lo compró Alejandro Raguzzi.

—Me chupa un huevo. La cosa es que el pase se lo terminaron quedando ustedes tres. Y ahora no sólo lo quieren rematar por dos mangos…

—¿Rematar? ¿Rematar? —Fernando siente que está llegando a su límite. Daniel pretende aferrarle el brazo, pero se desase.

—Rematar, pedazo de pelotudo. Rematar, dije. ¿O vos te creés que yo como vidrio? Que no sé lo que valen los jugadores. ¿Qué? ¿Como no tengo educación me pueden cagar como de arriba de un puente? ¿Eso se piensan?

Fernando se encara con el intérprete. Está lívido, pero habla con calma.

—Le pido que les transmita a los señores mis disculpas por esta escena, es una locura.

—¡Locura te voy a dar a vos, pedazo de chorro! —y golpea con las dos manos en la mesa. Los ucranianos también se ponen de pie. Los únicos que siguen sentados son Mauricio y Mario Pittilanga—. ¿Y qué es esa pelotudez de ponerlo a jugar de defensor? ¿Eh? ¿Qué mierda es, me querés decir?

Esta vez el intérprete se apresura a traducir, y el efecto en las caras de los ucranianos es inmediato. Hasta el padre, fuera de sus casillas como está, lo advierte sin esfuerzo, y redobla su andanada sabiendo que dio en el clavo. Sigue hablándoles a los dirigentes del Chernomorets.

—Porque seguro que estos mierdas eso a ustedes no se lo dijeron. No. No, señor. Bien callado que se lo tenían. Porque mi pibe es delantero. Yo… —se interrumpe, como si por primera vez le faltasen las palabras— yo lo formé ahí, para el área, desde chico. Desde pibe lo formé. ¡Y no para que estos hijos de puta vengan a llenarle la cabeza con pelotudeces!

—No creo que estén dadas las condiciones como para… —Mauricio habla sin emoción.

—¡Las condiciones se las voy a meter por el orto!

Pittilanga padre arremete hacia donde están ellos, volcando la silla y corriendo la mesa hacia un costado. Fernando se prepara para aguantar el chubasco. Total, jugado por jugado, capaz que llega a embocarle alguna mano. Pero la cosa no llega a mayores porque el pibe, saliendo de su inacción, se pone de pie y frena el envión de su padre poniéndole una mano sobre el pecho, como si detuviese un tren o una pared a medio derrumbar. El padre se deja hacer, aunque sigue gritando, cada vez más enardecido.

—¡Yo no sé qué chanchullo estarán armando! ¡Ni por dónde pensarán agarrar la guita grande!

—¿Guita grande? ¿Pero vos estás en pedo, negro cabeza?

Fernando, por primera vez, insulta a alguien con esas palabras. Y aunque después se arrepienta y se diga que no lo dijo con intención, de todas maneras se sentirá horriblemente mal y pasará varios días humillado por lo que acaba de decir. Nueva arremetida del tipo al escuchar el insulto, nueva enérgica detención del hijo, que sigue sin pronunciar palabra.

—¡Estamos tratando de encontrarle un futuro al pibe! —Fernando se tropieza con las palabras, en el apuro por decirlas. Cualquier cosa que lo saque de ahí, de la barbaridad que acaba de proferir—. ¿Vos no viste dónde estaba jugando cuando lo agarramos nosotros?

—Eso es por ahora…

—¡Por ahora porque faltan unos meses para que termine el préstamo! ¡Después te lo dejan libre! ¿O qué te creés?

—¡Libre las bolas!

—¡Las bolas y todo lo demás! ¿O vos te creés que en Platense va a tener lugar?

—¡Si no es en Platense será en otro equipo!

—¿Otro equipo a la edad que tiene y…? —Fernando se detiene justo a tiempo, antes de agregar “y con lo paquete que es”.

Otra vez el silencio. Ahora las palabras del traductor son nerviosas y se intercalan con comentarios y preguntas de los otros. Ya no se limitan a escuchar. Están tomando decisiones. Fernando se quiere morir, porque sabe cuáles son esas decisiones. En quince minutos se ha ido todo a la mierda.

—Doctor Guzmán —dice el intérprete por fin, encarándose con Mauricio—, como se podrá imaginar, en estas condiciones, no es posible… —la pronunciación del ruso es algo metálica, pero su construcción gramatical, perfecta—. Si más adelante…

Son tipos educados, y por eso se toman el trabajo de soltar ese parlamento antes de salir huyendo. Pero está todo perdido, y las ocho personas que están en la sala lo saben perfectamente. Fernando se deja caer en su silla y se restriega la cara con las manos, como si de eso se pudiera despertar.

—Sí, tapate la cara de la vergüenza —escucha de fondo al padre, todavía amenazante.

Escucha pasos alrededor de la mesa y a su espalda. Cuando baja las manos y mira alrededor, Fernando advierte que los ucranianos, el intérprete y los Pittilanga se han ido. En la sala sólo quedan ellos tres, y los contratos dispersos sobre la mesa.

Pai Carlos

—Monito, lo que pasa es que…

—¡Lo que pasa es que un carajo, Fernando! Ya bastante me cambió la vida por culpa de este cáncer de mierda, como para que ustedes también cambien. Yo no digo que hagamos como que no pasa nada. No soy tan boludo. Pero tampoco estemos meta y meta armar el velorio.

—No es el velorio.

—Tenés razón. Hablé al pedo. Pero están todo el tiempo hablando, que los medicamentos, que el tratamiento, que el otro tratamiento, que el oncólogo, que el otro pelotudo, que lo que le dijimos a mamá, que lo que no le dijimos… ¡Y no me hagás acordar del último boludo que fuimos a ver!

—Uh… otra vez con eso…

—No hinches, Mono…

—¡El pai Carlos y la concha de su madre! ¡No, no jodamos! Porque a la tía Beba le sacó el tumor de los ovarios ahí fuimos, los cuatro pelotudos hasta Lomas de Zamora, para que este boludo me sacara doscientos mangos y me tocara un poco las tripas. ¡Pero dejame de hinchar las bolas!

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