—Ya sé, Ruso, pero yo le digo por su amigo, el abogado.
El Ruso frunce el ceño. Sin pensarlo, acomoda unos osos contra la almohada de Lucrecia. A ella le gustan así. ¿Por qué le sale este pibe hablándole de Mauricio?
—No te entiendo…
—Hablé con uno de los pibes que jugaban conmigo en Platense, y me dice que lo de la mayoría de edad no corre más.
—¿Cómo que no corre más?
—Bueno, sí corre, pero es a los dieciocho, no a los veintiuno. Ahora yo digo, si este amigo suyo es abogado, ¿no tendría que saberlo, eso?
El Ruso intenta pensar rápido pero no le sale.
—Y otra cosa —al pibe se lo escucha francamente enojado—: ¿qué sentido tenía llamarlo a mi viejo justo la noche antes de la reunión y ponerse a hablar de eso?
—¿Cuándo lo llamó? —el Ruso sienta al último de los osos contra la almohada, pero está mal apoyado y cae al piso. No lo recoge.
—El martes a la noche.
—¿Pero llamó para hablar con vos o con tu viejo?
—No, con mi viejo. Yo justo tenía el día libre y lo atendí yo. Pero quería hablar con él.
Daniel intenta pensar rápido. Entender. Pero le cuesta. Aunque le cuesta más aceptar que entender. O las dos cosas.
—Le digo la verdad —se anima el pibe a expresar otra vez su fastidio—. Para mí con eso medio que la cagaron.
—¿Con qué?
—Con avisarle a mi viejo. Prepararlo.
—¿Prepararlo con qué?
—¿Cómo con qué? ¿No lo decidieron ustedes? Lo de llamarlo a mi viejo y que supiera que tenía que autorizar que yo saliera del país. Eso. Aparte lo otro: ¿es así lo de la mayoría de edad o está mal?
El Ruso sigue tratando de desempantanarse. ¿Pero cómo? Siente que tiene que desandar caminos y conclusiones. Lo que interpretó como mala suerte, o como una estúpida mezquindad del padre de Mario, ahora es otra cosa. Es Mauricio inventando un problema. Y Mauricio contagiando esa ponzoña. ¿Para qué?
—¿Hola? —pregunta el pibe.
—Sí, hola, hola —Daniel sigue vacilando. Con sus últimos vestigios de lucidez se dice que el pibe no tiene que darse cuenta—. No, nada. Me quedé pensando en lo que decís —carraspea. Se aclara la garganta—. Mauricio lo… lo llamó para evitar quilombos en el momento de la reunión…
—Supongo que sí —convalida Pittilanga—. Por eso lo digo. Pero para mí que hubiera sido mejor no decirle nada. Y aparte preguntar bien, digo. Lo de la edad. Si los contratos los podía firmar yo. Yo digo: hacíamos todo, firmábamos todo, y después, con todo listo, con el pasaporte listo, con todo hecho, ahí le decíamos a mi viejo, y si hacía falta la autorización, ahí veíamos. Mi viejo no iba a echar todo para atrás. ¿No le parece?
El Ruso sale de la habitación de las nenas y entra en la suya. Se sienta sobre la cama. Se pregunta si vale la pena contarle a Fernando lo que acaba de saber. Supone que no.
—Este… sí… no fue buena idea. No nos imaginamos…
—Claro, claro —el tono de Pittilanga es menos beligerante, como si expresada su protesta se hubiera tranquilizado—. Por eso yo decía. Pero bueno. Ya está. Ahora, a joderse. Qué se le va a hacer.
—Sí. A joderse. Pero no te preocupes, Mario. Te prometo que algo va a salir, ya vas a ver. ¿Cuándo te volvés para Santiago?
—Esta noche.
—Ah, yo decía para tomarnos un café.
—La próxima.
—Seguro, la próxima. Vos avisame cuando venís y organizamos.
—Oka. Saludos.
—Un abrazo, Mario. Buen viaje.
Escucha que desde el comedor las chicas lo están llamando.
—¡Ya voy! —dice, para que dejen de gritar, pero no se siente capaz de levantarse nunca más.
—¡Dale, Dano! ¡Vení que esta es la mejor parte!
¿Se lo dice a Mónica o no? Vuelve a pensar en Fernando. No se lo quiere decir, pero el otro es brujo y se palpita las cosas. O él es un idiota al que todas las cosas se le notan en la cara. Vuelve al comedor. Coloca el teléfono en su base. Se sienta.
—Vení, pa —le dice Ana, y lo aferra del brazo con la vista fija en el televisor.
El Ruso las mira a las tres. Piensa en Fernando. Piensa en Mauricio. Mónica lo mira y frunce el gesto. Debe tener una expresión preocupante. Él sonríe, para disiparle esa arruga de la frente.
—¿Ese es el gemelo vivo o el gemelo muerto? —interroga a las Rusitas.
—El vivo, pa. ¿No ves que habla y se mueve?
—Cierto —concede. Las tres miran la pantalla. El Ruso vuelve a llenar los vasos, mientras piensa que querer es, a veces, ocultar.
—¿Vos sabés, vos te das una idea de lo que yo lloré con esos dos campeonatos que estuvimos a punto de ganar y no ganamos en el ’82 y el ’83, Mauricio?
—Me imagino, Mono.
—Bueno. La cosa es que empieza el Metropolitano ’83 y el Rojo vuelve a ser candidato. ¿Digo bien?
—Decís bien.
—Y, para colmo, Racing andaba como el culo, ese año.
—Exacto, se terminó yendo al descenso en cancha nuestra.
—¡Ahí, ahí está! ¡A eso quiero llegar! ¿Te acordás de la fecha?
—Veintitrés de diciembre de 1983.
—¿Ves que te la acordás como si fuera una fecha patria, Mauri?
—Bueno, Mono. Convengamos que no es muy habitual que salgas campeón justo jugando un clásico, en tu cancha, y que Racing se vaya a la B ese día. Mejor dicho, la semana anterior, porque ya habían descendido.
—Bueno sí, pero es el último partido que juegan en primera, antes de descender. Ahí quiero llegar. Vos te acordás cómo era yo a los trece…
—En qué sentido…
—Que era flor de pelotudo.
—Bueno, Mono. A los quince, a los veinte, a los treinta…
—¡Te hablo en serio! De más grande aprendí a mirar fútbol. Pero en esa época era el típico pelotudo que repite lo que oye en la cancha, que quería que Racing se fuera a la B, darles la vuelta en la cara…
—Es verdad. Ahora sos más civilizado.
—Ahora porque la veo del otro lado, entendés. Yo no podía ponerme en el lugar del dolor de esos tipos. Para mí era todo joda. Todo fiesta.
—Éramos chicos.
—Éramos. Pero faltando dos o tres fechas de ese Metropolitano ’83, a mí se me puso que nos iban a cagar. Que se iba a ir todo al carajo, ¿Entendés?
—No.
Mauricio consulta su agenda y chista: pactó un almuerzo con el juez Benavente sin tomar en cuenta la audiencia en el Comercial 23. Aprieta el botón del intercomunicador.
—¿Sí? —la voz de su nueva asistente llega un poco distorsionada.
—Tengo un problema, Natalia. Resulta que…
—Acordaste un almuerzo con el juez Benavente y no te diste cuenta de que tenías una audiencia designada, ¿no?
Mauricio sonríe. Estas pendejas son una maldición. Se la mandaron cuando Soledad se fue a trabajar con Ignacio. Una solución, un respiro, después del quilombazo con Mariel. Y no tienen mejor idea que mandarle a esta pendeja que no sólo es tan eficiente como Soledad sino que está todavía más apetecible. Si es eso posible, sacude Mauricio la cabeza, porque Soledad tenía un lomazo despampanante.
—Decime que me vas a salvar, Nati.
—Supongo que reprogramamos lo de Benavente…
En la voz de la chica hay una sonrisa. Mauricio envió ese “Nati” como un mensaje encriptado, o mejor, como un pelotón de avanzada. Esa sonrisa, el posible sonrojo en la oficina de al lado son la prueba de que el pelotón ha vuelto con vida. Ni campos minados ni francotiradores. La vida es bella.
—Perfecto. Dejo en tus santas manos encontrar la excusa perfecta.
Nueva sonrisa. Y la esperanza de que esas manos, si son santas, nomás, pronto dejen de serlo. Como el intercomunicador ha quedado abierto, escucha que Natalia habla con una persona.
—¿Mauricio? Acá hay un amigo tuyo que necesita verte.
Mauricio tiene un instante de inquietud.
—Daniel Gutnisky.
Mauricio suspira y se relaja.
—Sí, decile que pase.
Se pone de pie, rodea el escritorio y abre la puerta de par en par, dispuesto a recibir al Ruso con un abrazo. Sin embargo, para su sorpresa, cuando abre la puerta el Ruso ya está en el umbral y atravesándolo. No trae esa expresión risueña que lo acompaña siempre, sino una expresión furiosa. Además, en lugar de aproximar la cabeza para saludarlo con un beso en la mejilla, lo que adelanta son los brazos, que lo aferran a Mauricio de las solapas del saco (y de la camisa, y de la corbata) y lo alzan en vilo. Y Mauricio intenta aferrarse a su vez de esos brazos, porque intuye (una mezcla de la expresión furiosa de esos ojos, de la energía con que lo levanta por el aire, del envión que trae el cuerpo del Ruso), e intuye bien, que el Ruso lo va a lanzar hacia atrás, con un grito que es a medias fruto del esfuerzo y a medias insulto, y Mauricio va a pasar casi limpio por encima del escritorio que tan amablemente acababa de rodear para saludar a su amigo en la puerta del despacho, y sus pies golpean contra la madera lustrada, pero son sus pies los que golpean porque el resto del cuerpo ya ha pasado en un vuelo aterrorizado, y los brazos intentarán sin éxito establecer un equilibrio o un freno, sin éxito porque Mauricio irá a dar con la espalda, el cuello, la cabeza, contra la biblioteca atiborrada de tomos de jurisprudencia forrados en rojo borgoña, Mauricio irá a caer despatarrado sobre un costado de su sillón que, a su vez, le caerá encima, y en medio de su aturdimiento, Mauricio escuchará los gritos de Natalia, chillidos de espanto, de incredulidad, y enseguida verá los pies del Ruso acercándose a su sitio y quitando de un manotazo el sillón que a medias lo aplasta pero que también lo cubre, y de nuevo Mauricio sentirá que lo alzan aunque ahora es desde atrás, desde la espalda, y de nuevo el empellón brutal y el revoleo inútil de sus brazos y el topetazo final, aunque ahora no contra la biblioteca sino contra la puerta del baño, y más gritos de Natalia y el Ruso que volverá a acercarse y a ocultar la luz que viene desde la ventana, y Mauricio que se cubrirá la cara pensando que le va a poner una trompada feroz pero no, porque lo que hará el Ruso será acercar su cara furiosa, colorada, vociferante para decirle hijo de puta, traidor, hijo de puta, no tenés perdón.
Y después el aire se aclarará porque a Mauricio ya no lo estará tapando la sombra del Ruso, porque el Ruso va a incorporarse y a encarar hacia la puerta, en cuyo vano Natalia seguirá gritando pero tendrá la claridad de miras y la ligereza de pies como para hacerse a un lado cuando pase el Ruso a paso vivo hacia los ascensores, y entonces ella se acercará al sitio en el que Mauricio está derrumbado y le dirá de llamar a un médico, o de llamar a la policía, o de llamar a los dos, y Mauricio, que apenas puede mover el brazo derecho (porque contra la biblioteca pegó primero con el hombro, fue el hombro lo que llevó la peor parte), alzará la mano con un dolor enorme y le dirá que no, que espere, que no diga nada, que lo deje así.
—Es sencillo, Mauricio. Avanza el año 1983, Independiente pelea de nuevo el campeonato Metropolitano, y a mí se me pone la idea fija de que vamos a volver a salir segundos. Que Racing nos va a ganar en cancha nuestra la última fecha, que se van a salvar del descenso, y que San Lorenzo o Ferro, que vienen segundo y tercero, nos van a pasar y salir campeones ellos. ¿Entendés?
—Sí, más o menos. ¿Y?
—Y que nos van a gastar para toda la vida.
—¿Y entonces, Mono?
—Y que yo hice mil promesas a Dios de que por favor eso no pasara. Que nos dejara salir campeones, y que Racing se fuera a la B. Y esto es lo delicado: prometí, le juré a Dios, que si me daba eso que le pedía, que después hiciera lo que quisiera. ¿Entendés?
—No. Bueno, sí lo entiendo, pero no entiendo para qué lo traés ahora.
—Porque finalmente la cosa salió bien. Todo fue soñado. Ganamos. Dimos la vuelta olímpica. Al año siguiente ganamos la Copa Libertadores, la Copa del Mundo en Tokio.
—La última, sí.
—¡Ahí tenés! Lo dijiste vos, no yo. La
última
.
Fernando empuja un poco la puerta de calle hacia arriba para poder accionar la cerradura. Hay mucha humedad y la madera está hinchada. En la penumbra del anochecer ve que las plantas del pasillo están marchitas. Hace semanas que no llueve y se ha olvidado de regarlas. No puede evitar sentirse un poco culpable. Su abuela, cuando vivía en esa casa, cuidaba las plantas con el esmero que ponía en todas las cosas. Fernando se acuerda de verla arrodillada junto a las macetas, dando vuelta la tierra, quitando yuyos, poniendo veneno para caracoles. Una tana indestructible. En el patio del fondo tenía la quinta de verduras. Jardín adelante, quinta atrás. “
In avanti, decorare, in fondo, mangiare
.” La nona lo decía en italiano, pero Fernando no recuerda las palabras exactas. Sí recuerda la sonrisa de su abuela cuando lo decía, igual que recuerda las tardes de verano en las que ella lo mandaba a regar las hileras de plantíos de la quinta, mientras le preparaba una merienda de sultán como premio.
El Mono no pudo disfrutarla tanto como él. Para cuando su hermano creció, ella había empezado a anquilosarse con la artrosis, y nunca fue la misma. O tal vez no fue sólo una cuestión de salud y enfermedad, y la complicidad entre la vieja y Fernando obedecía a razones más profundas, más vinculadas con el temperamento y el modo de hacer.
Pues bien, si es por el modo de hacer, pobre abuela con el nieto que le tocó, piensa Fernando, al evocar las plantas marchitas del pasillo. Tendrá que reponerlas. Acordarse de ir al vivero y comprar unas cuantas. Pero ahí está: para él cuidar las plantas es una obligación, un tributo que paga a la memoria de esa vieja a la que quiso tanto. No es algo que haga con gusto. En realidad, si quiere ponerse analítico, podría preguntarse qué es lo que hace por gusto, y no por obligación. Pero mejor no, no ponerse analítico porque es casi de noche, le duele la garganta de dar clase y se siente solo.
En la puerta de la casa, al final del pasillo, hace una maniobra parecida a la de la puerta de calle. Entra, deja el abrigo y la mochila sobre la mesa y va hasta el baño. De pasada advierte la luz titilante del contestador automático y la oprime. En el silencio de la casa, y mientras está en el baño, escucha el mensaje de Alicia, la profesora de matemáticas que le tiró los perros la vez pasada, en la reunión plenaria de la escuela. Se pregunta si vale la pena devolverle el llamado. Decide que sí, pero no esta noche. Mejor mañana.