Papeles en el viento (15 page)

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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Mauricio confía en que su dócil aceptación de la audiencia con el loquero matrimonial sirva para allanar el camino de una vez por todas. El loquero resulta ser loquera, mediana edad, anteojos, rulos, un aura de serenidad que a Mauricio lo saca de quicio desde el momento del apretón de manos, aunque se cuide de manifestarlo.

A las primeras preguntas, Mauricio toma la iniciativa. Lo pone sumamente nervioso que la psicóloga anote todo, asienta a cada cosa que ellos dicen, se los quede mirando en cada silencio. Se muere de ganas de ver qué carajo anota la muy guacha, pero se contiene.

La buena noticia es que Mariel no las tiene todas consigo. Mauricio había temido que hiciera buenas migas con la fulana, que se hicieran aliadas, que lo arrinconaran con interrogatorios y exigencias. Pero Mariel no está nada cómoda. Ahí tenés, piensa Mauricio. Jodete. Vos quisiste que viniéramos. Ahora jodete. La tensión que percibe en su mujer lo afloja, paulatinamente lo tranquiliza. Mauricio no la pasa bien (no hay modo de pasarla bien con una mina sentada enfrente con cara de escrutarle a uno todas las taras que lleva a cuestas desde su nacimiento), pero lo consuela sentir que Mariel lo pasa peor.

El mejor momento es cuando la psicóloga le pide a su mujer que hable de las fortalezas de su matrimonio. Mauricio se burla íntimamente del léxico de esta gente. “Fortalezas.” ¿Por qué no dicen una palabra menos solemne, menos pretenciosa? ¿Piensan que es menos serio decir “qué te gusta de estar casada con este tipo”? ¿Temen que uno les discuta los honorarios si hablan como cualquier hijo de vecino?

Pero bueno, la cosa es que le pregunta a Mariel por las dichosas fortalezas. Y Mariel empieza a explayarse sobre la cuestión de las esferas de acción de cada uno. Así las llama con frecuencia. Mariel se jacta de que siempre han sido una pareja muy complementaria, llena de compensaciones recíprocas, de retribuciones bilaterales. Mauricio sabe que, en el fondo, lo considera un imbécil al que no puede responsabilizárselo prácticamente de nada en la vida cotidiana. Pero sabe también que lo respeta como abogado. Ella no fue capaz de avanzar más allá de segundo año de la carrera de contador público. Que él sí se haya recibido, que trabaje donde trabaja, que le vaya como le va, equilibra las cosas a ojos de su mujer.

Y en eso está, en lo de las esferas complementarias, cuando muy gentilmente la terapeuta la interrumpe preguntándole qué tienen en común. “Ustedes dos”, aclara, cuando Mariel se la queda mirando con expresión confusa. “Claro —continúa la psicóloga—, entiendo bien esto de que cada uno se ocupa de ciertas cosas, pero no me queda claro qué aspecto de sus vidas sí comparten, sí enfrentan juntos, como una pareja.” Pobre Mariel, piensa Mauricio: la tipa la ha cortado en pleno lucimiento, y no sabe qué contestar. Se queda callada. Callada y confundida. Mauricio tampoco se esfuerza demasiado en sacarla del brete. El silencio y la cara de otario tienen la doble ventaja de hacerlo quedar a él como muy respetuoso de lo que su media naranja tiene para decir y, sobre todo, es un exquisito desagravio que Mariel, que tanto ha insistido con esa aventura insólita de ventilar sus problemas frente a una perfecta desconocida, se lleve la ingrata sorpresa de no saber qué decir ni por dónde escapar.

En el auto, a la vuelta, Mauricio hace pie en la cara de velorio de Mariel y le pregunta qué le ha parecido la terapeuta, y su mujer se lanza a criticarla con toda la fiereza de que es capaz, que es mucha. Que qué se cree esa infeliz, con esos aires de perdonavidas, con esos anteojitos de te entiendo, con ese cuaderno en el que anota vaya a saber qué, y cómo se atreve a criticar la manera en que ella maneja la relación, y Mauricio se limita a asentir y a estar en un todo de acuerdo. Cuando se siente seguro se atreve él mismo a lanzar alguna crítica, algún sarcasmo que a Mariel lejos de incomodarla le causa gracia, y terminan imitando los modales suaves y el gesto serenísimo de la psicóloga a las risotadas.

Llegan a su casa eufóricos, y como quien no quiere la cosa Mauricio se anima y le da un beso y Mariel no lo rechaza y se abrazan y se quitan la ropa y se van a la cama con una entrega y una convicción que a Mauricio le agrada y le sorprende, y final feliz porque lo de la terapia de pareja ha sido flor de un día y en el expediente caratulado Soledad puede considerarse si no absuelto por lo menos sobreseído y de todo se aprende y en la puta vida vuelve a archivar los mensajes de texto.

Silencio

A Mauricio lo llamó a la mañana siguiente. Fernando le dijo que tenía que hablar urgente con él por un tema personal, y el otro propuso las cinco de la tarde, porque no tenía ningún cliente citado a partir de esa hora. Fernando le dijo que sí pero a las seis, para tener tiempo de llegar desde la escuela. Siempre era igual con Mauricio. Fernando daba clases los jueves en el turno tarde desde hacía nueve años, pero su amigo parecía incapaz de retener un dato así de sencillo. ¿Era porque en el fondo —y no tan en el fondo— despreciaba su profesión, o simplemente porque, como todo lo que no lo afectaba personal y directamente, resbalaba por la periferia de sus intereses y se sumía velozmente en el olvido? Ninguna de las dos opciones hablaban demasiado bien de Mauricio, pero Fernando presumía que no había una tercera.

La secretaria le sonrió al reconocerlo. Lo hizo pasar y le ofreció café. Fernando la vio tan bella, tan sonriente y tan elegante que no pudo menos que preguntarse lo que se preguntaba siempre, es decir, si su amigo recibía únicamente servicios profesionales de semejante belleza. Cuando se quedó solo se sintió mal, porque un pensamiento así no tenía nada que ver con la preocupación que traía consigo y que se proponía compartir con su amigo. Un flojo o un idiota, incapaz de sostener la tristeza sin fatigarse y distraerse.

Mauricio lo hizo pasar, lo abrazó y lo sentó en uno de los sillones bajos y mullidos. Fernando tuvo otra distracción. Traje contra vaquero, corbata brillante contra cuello desprendido, gemelos contra mangas arremangadas, cuero y lustre contra zapatillas de lona, pelo brillante de gel contra pelada al rape.

—¿Qué decís, Fer? ¡Cuánto misterio esta mañana!

—Cierto. Pero no daba para hablarlo por teléfono.

—¿Qué pasa, pibe?

—El Mono.

—¿Qué pasa con tu hermano?

—Que tiene cáncer y está jodido.

El discreto encanto de la sencillez. Nada de rodeos ni de circunloquios. Y Mauricio, un caballero. Ninguna incredulidad, ninguna indignación, ninguna rebeldía. Apenas una sucinta repregunta.

—De qué.

—Páncreas.

Y eso había sido todo. O casi, porque faltaba el final con el sello inconfundible de Mauricio. Se recostó en el sillón, se acomodó la corbata dos o tres veces con gesto ausente, resopló, hizo esa mueca extraña que lo acompañaba desde chico consistente en doblar el labio superior como para olérselo, todos los ritos que lo ayudaban a pensar. Después se incorporó, abrió la puerta y le dijo a la secretaria que llamara a su casa y le avisase a Mariel que tenía una reunión y que no lo esperara a cenar. Mientras tanto Fernando también se puso de pie y se acercó a despedirse. Ni se le cruzó por la mente la idea de proponerle tomarse un café los dos, o llamarlo al Mono, o quedarse un rato más ahí mismo en la oficina intentando absorber el golpe. Fernando sabía que lo único que quería Mauricio era disparar, alejarse, perderse, desconectarse. Cortar todos los puentes con las otras personas, como si el dolor fuese una plaga que llegase, siempre, por esos puentes. Sabía que iba a meterse en un cine a ver cualquier película, empezada o desde el principio, y que iba a llegar a su casa bien pasada la medianoche para no tener que hablar con su mujer, y que al Mono no iba a llamarlo ni al día siguiente ni al otro, porque Mauricio estaba convencido de que frente al dolor, y mucho más frente a la posibilidad de la muerte, el único comportamiento posible es callar, callar y seguir callado.

21

A la vuelta de Santiago del Estero el Ruso pasa varios días turbulentos. Mónica lo trata con una frialdad ostensible. No está enojada con su viaje intempestivo. Tuvo un conato de fastidio cuando se enteró de que se iba, pero el Ruso halló las palabras adecuadas: “Fernando se ocupa de todo desde hace un año. Tengo que darle una mano”. Palabras mágicas. Porque Mónica, a Fernando, lo tiene por las nubes. Según ella Fernando es responsable, dedicado, serio, inteligente. Tiene estudios, un trabajo estable. El Ruso puede recitar todas las cualidades de su amigo, de tantas veces que Mónica se las ha reseñado. Un currículum mortificante, porque el Ruso no es tonto y sabe que ensalzar a Fernando es el modo que tiene Mónica de decirle a él, al Ruso, que está harta de que sea todo lo contrario. Pero comparaciones aparte, al darle a entender el Ruso que el “pobre Fernando” está hasta las narices y que necesita ayuda, suspende cualquier potencial protesta.

Y todo sigue igual. Ni mejor ni peor que antes del viaje. Ella erizada de reclamos, de impaciencias agazapadas. Y el Ruso entre la conciliación y el enojo. Hay días en los que se promete no dirigirle la palabra, no requerirla, no rozarla por nada del mundo. Pero siempre sucumbe a buscarla por todo lo que la necesita.

En el lavadero de autos las cosas siguen en franca levantada. El Cristo ha demostrado ser un empresario nato: empieza por ofrecer café a los que esperan y cuatro meses después tiene montado un maxiquiosco bien surtido. El Ruso no puede creer que, por una vez, haya dado con el empleado adecuado. “Los” empleados, en verdad. Porque los lavadores también son fenómenos, un pan de Dios. Hay tanta demanda de lavados que toman un ayudante, un sobrino de Molina, un chico alto, flaco y carilindo al que de inmediato le cae el sobrenombre de “el Feo” por la cabeza. Como no le gusta que lo llamen así, y se los hace saber, consigue que lo persigan con el apodo hasta debajo de la cama.

Lo único malo de la prosperidad es que se complica llevar a cabo los campeonatos de Play Station. Hacen lo que pueden, pero en las horas pico están los cinco trajinando con los autos y no hay modo. A veces se quedan jugando un par de horas después del cierre. Lo mismo los días de lluvia. El Chamaco comenta que su mujer le tiró la bronca, porque es el único lavador que conoce que va a trabajar los días de tormenta. El Chamaco se defiende diciendo que su jefe es un tirano, un hinchapelotas que les descuenta el día si faltan, aunque llueva o truene. El Ruso está de acuerdo. Él tampoco le dice a Mónica que los días que llega tardísimo es porque la velada de juegos se ha extendido más de la cuenta. Además le gusta que le hagan fama de patrón autócrata y arbitrario.

La llegada del Feo plantea algunas dificultades para los torneos de fútbol electrónico. Primero porque hay que transformar los torneos cuadrangulares en pentagonales. Pero sobre todo, porque el Feo tiene un modo de jugar desconcertante. Arma el equipo con ocho defensores y pone sólo un delantero de punta. Desde siempre, tienen un acuerdo de caballeros: cada contrincante tiene el derecho de inventar —“editar”, en la jerga de los iniciados— un jugador para su equipo, y llenarlo de las virtudes que se le dé la gana. Todos —el Cristo, Molina, el Ruso, el Chamaco— crean un delantero perfecto, ágil, veloz, ambidiestro y con buena pegada. El Feo no. El Feo construye un defensor alto, pesado, rústico. Y con ese engendro a lo Frankenstein, el novato les desparrama las delanteras y les desbarata los ataques. Los otros lo acusan de defensivo, de avaro, de resultadista, porque gana uno a cero con todos atrás y jugando horrible. Pero el Feo no se inmuta, y les contesta que él no está para floreos adolescentes sino para romperles el culo. Y los otros, mal que les pese, se ven obligados a darle la razón, porque gana casi siempre.

Un jueves de tormenta, mientras Castelar se inunda de bote a bote, el Ruso hace tortas fritas, el Chamaco trae unos salames que preparó en julio pasado y los cinco se trenzan en un torneo largo con partido y revancha todos contra todos. Y es en ese momento, mientras el Feo le gana uno a cero a su tío, como siempre, que el Ruso sale de la trastienda con una tanda nueva de tortas fritas, los ve, y lo asalta una certeza rotunda de haber solucionado el enigma que lo obsesiona desde que fue a ver a Pittilanga a Santiago del Estero o desde tanto tiempo antes que no puede precisar cuánto es.

—¡Soy un pelotudo! —declara, y los demás no le prestan demasiada atención porque saben que su patrón es dado a las declaraciones grandilocuentes, y por eso prefieren servirse las tortas fritas antes de que se enfríen.

Pero cuando deja la bandeja sobre la mesa, y vuelve detrás del mostrador, y abre el cajón de la registradora, y chista porque apenas hay algunos billetes chicos, y se palpa el pantalón para ver si tiene un poco más de dinero, el Feo pone pausa en el juego porque a todos les extraña su comportamiento, y el Cristo se hace portavoz del personal y le pregunta qué bicho le ha picado. El Ruso le devuelve una mirada de ojos muy abiertos, de pura excitación.

—Ahora no puedo, Cristo. Te explico a la vuelta.

—¿A la vuelta de qué?

—Me voy a Santiago del Estero. Me acabo de dar cuenta.

—¿Otra vez a Santiago? ¿Dar cuenta de qué? —pregunta el Cristo.

Pero las preguntas quedan en el aire, porque el Ruso avanza hasta la puerta, abre un diario viejo para cubrirse de la lluvia, y sale a la calle dando saltitos para no empaparse las zapatillas en los charcos.

Reminiscencias

Maldita mi estrella, se dijo Mauricio durante los diez días que pasaron después de que Fernando le dio la noticia de la enfermedad del Mono. Cuando lo escuchó, cuando lo vio destrozado, cuando se quedaron en silencio en el estudio, cuando Mauricio buscó sin encontrar una palabra de consuelo, o de esperanza, o una que al menos le diera a Fernando la sensación de que lo acompañaba, Mauricio tuvo la pésima idea de ofrecerse para lo que necesitara. Decime en qué te puedo ayudar, le dijo. Maldita idea. Porque Fernando, contra todos los pronósticos —los pronósticos de Mauricio, por lo menos—, había levantado la cabeza y había dicho que sí, que había algo en lo que podía ayudarlo. Decíselo vos al Ruso. Te lo pido por favor. A mí no me da el alma. Yo no puedo.

Eso había dicho Fernando, mal rayo lo parta. Y Mauricio no había tenido la rapidez mental o el descaro necesarios para negarse, medio minuto después de ofrecerse. Varios días anduvo fantaseando que sí, que sí habría podido decirle a Fernando que no, que le pidiera cualquier cosa menos eso. Pero en el momento, cuando pudo, cuando debió haberlo hecho, se quedó callado. Y el tren había seguido de largo.

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