—Sí —concluye.
—¿Cuál es la fecha del nuevo poder? —pregunta el Ruso, que tiene la piel de la cara enrojecida.
Salvatierra busca en la última página.
—Tiene fecha de ayer.
—No entiendo nada, Polaco —le pregunta Pittilanga, que hasta ese momento ha permanecido callado.
—Yo tampoco —dice enseguida el Ruso—, y la verdad que me está poniendo nervioso no entender lo…
—No hay nada que entender —lo corta Fernando, y mientras lo dice se siente extrañamente frío, distante, entumecido, como si siempre hubiese sabido que las cosas tenían que terminar así—. O sí. Mauricio la convenció a mi vieja de que le hiciera un poder nuevo, revocando el anterior. Pero esta vez el único que puede negociar es él. Nosotros no.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué decís? ¿Cómo? —Daniel pregunta y los mira a todos, y a nadie, con el rostro cada vez más enrojecido.
—Te sugiero que te calmes… —empieza Mauricio pero no puede seguir.
—Yo te sugiero a vos que cierres el culo —lo frena Fernando—. No le hables. No le hables nunca más.
Mauricio vuelve a apretar las mandíbulas y aparta la vista. Fernando habla mirando la mesa.
—De alguna manera acá tu amigo Mauricio la convenció a mi vieja de que estaba a punto de hacer un mal negocio. Y de que tenía que revocarnos el poder que nos incluía a los tres y dejarlo a él que lo manejara. A él y al hijo de puta de su jefe.
—¿Cómo su jefe?
—¿No escuchaste mencionar al estudio Williams?
—¿Pero qué tiene que ver? ¿Si no podemos venderlo todos juntos se cree que él solo va a poder?
—No exactamente —dice Fernando, asombrado porque a medida que lo explica lo va entendiendo él mismo—. A Mario se le termina el préstamo. Ahora vuelve a Platense y lo dejan libre. Ahí Mauricio le da el pésame a mi vieja, pobrecita, le dice que lo lamenta mucho y le propone minimizar las pérdidas. Minimizarlas un poquito, en realidad. Le ofrece treinta lucas, cuarenta lucas. Queda como un rey y lo compra a Pittilanga. Después encaran venderlo por la guita que estamos pidiendo.
—Pero es lo mismo…
—No, Rusito. Ahora la guita es para nosotros. Mejor dicho, para Guadalupe. Después la guita va a ser para ellos.
—¿Es verdad? —el Ruso lo pregunta con un hilo de voz, pero Mauricio no acusa recibo—. Te pregunto si es cierto…
—Mirá, Daniel —parece decidirse por fin—. Te sugiero que te vayas a tu casa y en otro momento que estés más tranquilo me llamás y…
—¡Te pregunté si es cierto! —el Ruso se pone de pie y cierra los puños. De allí en adelante todo lo dice a los alaridos—. ¡Te pregunté si es verdad! ¡Contestá, la puta que te parió! ¡Contestá!
Fernando le pone las dos manos en el pecho para evitar que embista hacia el sitio que ocupa Mauricio.
—Calmate, Ruso…
—¿Cómo me voy a calmar? ¿Cómo me voy a calmar? ¡Si no me contesta! ¡Contestá, carajo! ¡Contestá!
Mauricio no se pone de pie. Habla sin alterarse, dirigiéndose a Salvatierra y al traductor.
—Me parece que lo más aconsejable es pasar a un intermedio y retomar esta negociación una vez que esté cumplida la condición que les comenté al principio.
—¡Contestá, carajo! ¡Decime si nos cagaste, la puta que te parió! ¡Decime si nos cagaste!
La voz del Ruso termina estrangulada de furia. Fernando sigue sujetándolo a duras penas. El Cristo lo ayuda. El mastodonte de vigilancia ha abierto la puerta de la
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y deja pasar a otros dos que se le parecen. Mientras tanto, Mario Juan Bautista Pittilanga, sin mayores alharacas, se levanta, rodea la mesa por detrás de los árabes, toma del cogote a Mauricio, lo alza para tenerlo bien a tiro y le sacude una trompada brutal en la cara que lo derriba hacia atrás. Después se acerca al caído y empieza a pegarle una patada tras otra, hasta que uno de los de seguridad se le echa encima.
—…
—…
—…
—Parece mentira, loco. ¿Hay que cagarlos a pedos para que me dejen hablar?
—…
—…
—Bueno, Mono. Hablá. Dale.
—Lo que digo… lo que digo es que cuando a tu equipo le va mal, vos ves las cosas más claras. ¿O no?
—¿Más claras en qué sentido?
—Más claras en el sentido de que el fútbol es una mentira. Que es todo una farsa. Que es todo negocio. Los jugadores, los dirigentes, los periodistas. Hasta los delincuentes de la barra brava. Todo guita. Todo lo hacen por plata.
—Psíí.
—Es cierto.
—Porque cuando estás de buenas uno se pone medio ingenuo, medio boludo. Se alegra, festeja, se entusiasma. Todo le parece bien. Pero cuando las cosas vienen mal, en cambio, uno lo ve más claro. ¿O no es así?
—Sí, puede ser, Mono.
—Sí, supongo.
—Y en todo este tiempo, todos estos años, que Independiente viene como el orto, de mal en peor, ya a mí se me fue toda la ingenuidad, se me bajaron las ínfulas, el orgullo…
—Uf: “El paladar negro”.
—¡Eso, Fer! El paladar negro y la puta que lo parió. ¿Ven que me entienden? Y sin embargo… sin embargo… a mí me queda un pero… Me queda algo en lo que me sigo enamorando. Así nomás.
Fernando se toca el mentón, apenas un roce, y da un respingo.
—¿Te pegaron? —le pregunta el Ruso.
—No. Me manoteó uno de los guardaespaldas, pero para sacarme de la habitación. Cuando me metió el brazo para agarrarme se ve que me pegó sin querer.
—Qué va a ser sin querer.
—Fue sin querer. Si uno de esos puntos te pega una piña te duerme, boludo.
—Puede ser —acepta Daniel, y se vuelve hacia el Cristo—: ¿Y vos?
—Yo estoy bien. A mí no llegaron a sacudirme.
Fernando hace un gesto con el mentón hacia el Ruso. En el forcejeo con los empleados de seguridad le han arrancado varios botones de la camisa, y ahora, sentado a la mesa del café, la corbata fucsia descansa sobre el vello de su abdomen. El otro se percata de su apariencia e intenta acomodar los faldones de la camisa bajo el pantalón, a falta de mejores alternativas, y se quita la corbata. Durante un rato están callados, viendo pasar la gente y los autos.
—¿Y el pibe? —recuerda el Cristo.
—Se lo llevó el Polaco —responde el Ruso—. Me parece que los bajaron en otro ascensor.
—¿Antes o después que a nosotros?
—No sé. Supongo que después. Cuando me sacaron vi que todavía le estaba dando a Mauricio para que tenga.
—Che, ¿le pegó mucho? —el Cristo lo pregunta con una risita.
—Por lo que vi, lo recontracagó a patadas.
—¡Je! Y mirá que el pibe patea fuerte.
—Que se joda —dice Fernando. Ahora siente un odio frío,como si le viniera desde muy atrás.
El Ruso escudriña la vereda de enfrente, hacia la esquina, hacia la entrada del hotel.
—¿Qué pasa? ¿Pasa algo? —pregunta Fernando.
Daniel niega con la cabeza.
—¿Todavía no salió Mauricio?
—No. Todavía no.
—Es al divino botón, Ruso.
—¿Qué cosa es al divino botón?
—Esperarlo.
—¿Por qué?
—Porque ya está. Ya fue. Perdimos —Fernando juega con el pocillo vacío.
El mozo pasa junto a su mesa y sin querer —pero sin tampoco tomarse la molestia de evitarlo ni de disculparse— le propina a Fernando un ligero empellón en el hombro. Fernando suele salirse de quicio con la mala educación de la gente, y protestar como si sirviese para algo. Pero esta vez permanece en silencio. Cuando venís torcido se aprovechan todos.
—¿Y ahora? —pregunta el Ruso.
—¿Ahora? Nada, Ruso. Habrá que hablar con Lourdes.
—¿Con Lourdes? ¿Por qué?
—Porque yo quedé con ella en que le íbamos a pasar una guita para Guadalupe todos los meses. Y que ella se iba a dejar de joder con escamotearnos las visitas. Y la mar en coche. Y ahora todo eso se fue a la mierda.
—¿Y para ver a la nena cómo van a hacer? —interviene el Cristo.
Fernando tuerce el gesto.
—Otra vez el quilombo. Habrá que ir al juzgado para revisar el régimen de visitas. Pero es un lío.
—¿Por?
—Porque una cosa es con mi vieja, porque es la abuela. Pero yo soy el tío. Ya no es lo mismo. Y este…
Fernando lo señala al Ruso, como dando a entender que la ausencia de parentesco complica aún más el panorama.
—¿Y poniendo un abogado? —insiste el Cristo, como si le costase aceptar que la justicia se adapte tan mal al sentido común.
—Mejor no hablemos de abogados —concluye Fernando sintiéndose sucio, harto.
Hacen otra pausa. El mozo se acerca a preguntar si quieren algo más. Resulta un poco asombrosa semejante presteza. ¿Será que lo intranquiliza su aspecto de pajarracos en las últimas? Le dicen que por ahora no. El tipo se vuelve a la barra.
Fernando se distrae viendo a una vieja detenerse en el puesto de flores a comprar unas fresias. Lleva un tapado negro y recto, anticuado, y zapatos de taco. Va demasiado pintada. ¿Serán cosas de la edad? También se pregunta para quién serán esas flores. Una amiga, ella misma, una tumba. A la vieja deben gustarle mucho las fresias, porque todavía no es la temporada y deben haberle cobrado un ojo de la cara por ese ramito miserable.
—Con Pittilanga no hablaste, ¿no? —pregunta el Cristo, dirigiéndose al Ruso.
—¿Cuándo querías que hablara?
—No sé… cuando nos echaron.
—Estaba muy ocupado haciéndome llevar por el cuello de la camisa por un orangután que me iba a romper el culo en árabe. No me detuve a hablar con el muchacho, Cristo querido —el Ruso se saca una miga que se le ha atorado entre dos dientes—. Habrá que ver qué pasa ahora.
—¿Habrá que ver qué?
—Nada. Habrá que ver. Eso.
—¿Ahora te las das de enigmático?
—¿Yo, enigmático? —el Ruso dirige la pregunta al Cristo, como para que este refrende su falta de malicia.
—Y… un poco —convalida el Cristo.
El Ruso se desentiende con un encogimiento de hombros y vuelven a quedarse en silencio. Hasta que el Cristo señala la vereda de enfrente.
—Ahí salen —dice, y los otros acompañan con la mirada su ademán que señala la puerta del hotel.
En la vereda, el Polaco Salvatierra y Mauricio se dan la mano. Después Salvatierra se pierde de nuevo en el interior del edificio y Mauricio mira hacia ambos lados, y también hacia la acera de enfrente. Después encara hacia la calle y, al mejor estilo nacional, sin esperar a que corte el semáforo, se lanza a cruzar esquivando los autos. Fernando cree advertirle una leve cojera, y recuerda las patadas que le dio Pittilanga cuando lo tuvo en el piso.
—¿Viene para acá? —Fernando pregunta perplejo.
—Parece —dice Daniel.
—Mirá si entra justo al bar…
—Capaz… —suelta Daniel.
El Cristo pega la cara contra el vidrio para ganar ángulo de visión, se levanta y apoya su mano en el brazo del Ruso.
—Viene para acá pero te pido que no hagás nada, por lo que más quieras, Ruso.
Fernando, al ver la alarma del Cristo, piensa que él también debería intervenir. Una cosa es fajarse con ese hijo de puta de Mauricio en la intimidad de un cuarto cerrado y otra muy distinta es empezar a los bifes en medio de un café. Van a terminar todos en cana. El Ruso no se desembaraza del brazo del Cristo, pero lo mira a él. Se cruzan sus ojos. Y a Fernando lo sorprende ver, en el rostro del Ruso, una expresión extraña. O extraña para la situación. Porque se lo ve calmado, casi plácido, hasta… satisfecho.
—¿Y a vos qué te pasa? —le pregunta Fernando, y alza los ojos hacia el Cristo por si el otro tiene alguna respuesta. Pero el pibe le devuelve idéntico desconcierto.
En ese instante, Mauricio Guzmán entra en el bar y se dirige directamente hacia la mesa que ellos ocupan. Porque el Cristo, en la distracción, ha aflojado la presión sobre el brazo de su amigo o porque el Ruso hace la fuerza suficiente, el hecho es que se levanta de un respingo y camina al encuentro de Mauricio. Fernando sigue sentado. El Cristo queda incorporado a medias, con las piernas entorpecidas por la mesa y la silla que el otro acaba de abandonar.
—¡Pará, Ruso! ¡Calmate! —alcanza a decir.
Cuando quedan a tres metros uno del otro, el Ruso y Mauricio detienen su avance. Aunque no se dé cuenta, Fernando vuelve a sentir una emoción que no experimenta desde que tenía once años. El deseo, el deseo profundo, arcaico, bestial, de que su amigo le parta la cara a golpes al malo de la escuela. De ver a Mauricio sangrar, llorar, pagar de alguna manera toda la humillación, todo el egoísmo. Tampoco se da cuenta, Fernando, de que cierra los puños, como anticipando los primeros golpes. El Ruso no tendrá la altura y el peso de Pittilanga, pero siempre fue bueno para pelear. Mauricio ya viene estropeado. Se le ve un raspón en la frente, otro en el mentón. Y el traje arrugado debe ocultar unos cuantos magullones en el cuerpo. Cagalo bien a trompadas, Ruso, piensa Fernando, sacale esa cara imperdonable de satisfacción, ¿de alegría?, que trae el reverendo hijo de puta.
Pero las cosas se dan de otro modo. Porque el Ruso y Mauricio se estudian desde los tres metros que los separan. Mauricio con los brazos laxos a los lados del cuerpo. El Ruso con los suyos en jarras. Y, extrañamente, sonríen. Abren los brazos. Sueltan una carcajada. Se estrechan en un abrazo interminable.
—Ya sabemos. Todo es guita, en el fútbol. Todo verso. Todo mentira. Pero… pero… pero hay algo…
—¿Pero qué, Mono?
—La imagen que les digo, y que vale por toda la amargura que te comés, por todas las broncas que te chupás, es esta. ¿Vieron al final del partido? Cualquier partido. Cualquier partido que Independiente haya ganado, eso sí. Porque si no, no es lo mismo.
—Nunca es lo mismo.
—No.
—Bueno, por eso. Supongamos que ganó. No importa a quién le ganó. No importa cuánto ganó. No importa cómo va en la tabla. Ganó y está haciéndose de noche…
—…
—…
—…
—Ganaste. Sufriste pero lo ganaste. Bien. Termina el partido, la policía hace salir a los visitantes y a vos, que sos local, te dejan media hora, cuarenta y cinco minutos, sin hacer nada, esperando que los visitantes se vayan de Avellaneda.
—Un embole.
—No se pasa más.
—¡Error!… ¡Error!… Si perdiste o si empataste, sí es un horror, un embole que te querés matar. Pero si ganaste…
—…
—…
—…
—Piénsenlo.