—Y cuando me vieron que no me bajaba ni en pedo, pensaron que era verdad lo que había dicho Fernando: que en el estudio queríamos hacer caer la operación para que Pittilanga quedara libre y comprarlo en unos meses por dos mangos (porque esa parte de lo que dijo Fernando el traductor de ellos la entendió perfecto, se ve, porque después la trajeron ellos a colación: fue justo en la parte en que me consideraban un flor de hijo de puta, en perfecto castellano argentino). Ahí cuchichearon un poco y se pusieron a hacer números.
—¿Y vos?
—Yo nada. Comiéndome los codos. Pero nada.
—Y al final agarraron viaje. Lo llamé al celular al Polaco, que le habló a Pittilanga y después lo trajo a firmar. Por suerte ya se había calmado y esta vez no me cagó a patadas.
—¿En serio te lastimó?
Por toda respuesta Mauricio se levanta la camisa y muestra el costado del tórax, bajo la axila, que aparece raspado y enrojecido.
—Ah… te pegó bastante… —concede el Ruso, tal vez arrepintiéndose un poco de su anterior liviandad. Fernando sigue mirando la calle.
—Y ahí firmamos todo y a la mierda. Faltan detalles. Y el pago de la guita, claro. Pero está hecho.
Se hace un silencio. El mozo trae el café que Mauricio le ha pedido por señas. El Cristo, viendo que los otros permanecen callados, acopia el valor necesario como para preguntar. Antes de hablar, carraspea.
—¿Y en cuánto cerraste?
Mauricio demora todavía un instante. Los mira a los ojos. Ahora Fernando le devuelve la mirada. Los ojos de Mauricio brillan. Orgullo, piensa el Cristo, o algo muy parecido.
—Cuatrocientos veinte mil dólares —echa un sobre de azúcar en el pocillo—. Limpitos.
Los otros demoran un instante, mientas encajan las cifras en el casillero vacío que ha estado angustiándolos a lo largo de dos años. Como siempre, el Ruso es el primero en reaccionar.
—¡Es un milagro! ¿Y la comisión para el pibe?
—Ellos. La ponen ellos. Los cuatrocientos veinte son limpitos. Ya te dije.
—No te puedo creer. ¡Por fin algo que salió derecho, carajo!
—Al Polaco lo arreglé con treinta lucas. Cuarenta para Bermúdez. Así que nos quedan trescientas cincuenta lucas limpias, si yo hago bien las cuentas —agrega Mauricio.
Se hace un silencio. El Cristo ve que Fernando saca una servilleta del servilletero y hace una cuenta. Los otros lo miran hacer. Multiplica mil por doce por once. Anota el resultado: ciento treinta y dos mil. Lo recuadra. Eso es lo que le pasarán a Lourdes para Guadalupe hasta que la nena cumpla veintiuno. Después hace otra cuenta. Trescientos cincuenta menos ciento treinta y dos. Recuadra otra vez el resultado: doscientos dieciocho mil dólares que le darán a Guadalupe cuando sea mayor de edad. Mauricio suelta una risita y el Ruso lo acompaña. Por contraste, la seriedad de Fernando resulta casi chocante y Daniel se percata.
—¿Y a vos qué te pasa?
Fernando no levanta la vista.
—¿A mí? Nada. Estoy asombrado, supongo.
—Tenés cara de velorio, boludo.
—Nada que ver. Me alegro. En serio me alegro. Quedé un poco mal parado, supongo. Nada más.
—¿Mal parado por qué?
—¿Me lo preguntás en serio? Vos te armaste la película todo lo que quieras. Pero a este lo recontraputeé de lo lindo.
Habla sin mirar a Mauricio, señalándolo apenas con la mano, pero el Cristo comprende que no es porque le dure el rencor, sino porque lo supera la vergüenza. El Ruso no sabe qué contestarle. Después de un silencio largo, el que habla es Mauricio.
—No te preocupes. Casi siempre que me putearon hicieron bien. Tenían razón, bah. Porque una vez te hayas equivocado…
Deja la frase inconclusa. El Cristo piensa en decir algo, perovuelve a pensar que hoy, entre ellos, él es un testigo. Nada más. Pasa un rato.
—¿Te puedo preguntar algo? —de repente, Fernando le habla a Mauricio.
—¿Qué?
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué lo hiciste? Habías dicho que podías tener quilombo con tu jefe.
Mauricio se encoge de hombros. Mira hacia afuera.
—Por suerte no está en Buenos Aires. Se supone que se fue a un Congreso a San Pablo, pero yo sé que se fue a Recife a atornillarse a una minita. Supongo que volverá contento. Contento y calmado, espero.
—Ojalá —refrenda Daniel.
Se callan otro rato. Mauricio mira la hora, llama al mozo y paga la cuenta. Se incorpora y los saluda con un beso.
—No me contestaste —le dice Fernando, cuando ya ha dado un par de pasos alejándose de la mesa. Mauricio lo escucha, se detiene y da vuelta la cabeza.
—¿No te contesté qué?
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te animaste a dar una mano así?
Mauricio tarda en contestar. Tanto, que parece que va a irse sin hacerlo. Cuando habla su voz suena trabada, como si le costase salir.
—Mirá —arranca, y carraspea, tal vez en un intento de quitarle el falsete a su tono—. Hace unas semanas me pasó algo muy bueno. Algo mío. Algo bueno.
—¿Te ascendieron? —pregunta el Ruso.
Mauricio niega con la cabeza.
—Y me di cuenta de que sin ustedes… sin ustedes no tenía a quién contárselo.
Sin agregar palabra camina hacia la puerta. Lo detiene la voz de Fernando.
—¿Y qué era?
—¿Qué era qué?
—Lo que tenías que contarnos. Lo que te pasó.
Mauricio sonríe.
—Otro día. Cuando nos veamos se lo cuento.
Saluda con la mano, se da vuelta y se va. El Cristo lo sigue con la vista mientras se lo permite el ventanal y después se vuelve a mirar a los otros dos. Fernando tiene la cara girada hacia el interior del bar, como queriendo evitar que los otros lo vean. El Ruso no. El Ruso llora francamente, sin el menor fingimiento.
—Se va el sol.
—…
—…
—…
—Los policías con los perros se plantan cerca del alambrado, sobre la cancha, mirando a la tribuna. No sé para qué, pero se plantan ahí.
—…
—…
—…
—La gente comenta el partido… compra un paty… un choripán. Los pibes levantan del piso los vasos de plástico de las gaseosas y los tiran al foso, para verlos flotar en el agua sucia…
—…
—…
—…
—Si estás bien arriba te asomás por las galerías de atrás de la tribuna, las que balconean hacia abajo y escupís a ver a qué le das…
—…
—…
—…
—Y ponele que haya un poquito de viento. ¿Viste los pedazos de papel de diario que la gente tiró al principio, para recibir al equipo? Si hay un poco de viento los papeles se levantan, se mueven un poco, giran en el aire, se vuelven a posar…
—…
—…
—…
—El que tiene radio escucha el comentario final, las notas a los jugadores, la conferencia de prensa…
—…
—…
—…
—Sacan los carteles de publicidad… las redes… van apagando las luces… vos seguís ahí, acodado en la baranda. Ahí siguen los papeles. Las marcas de los taponazos en el pasto. Una serpentina…
—…
—…
—…
—Yo les pregunto: eso solo… olvídense de todo lo demás. Copas, campeonatos, todo lo demás. Eso solo. Olvídense del negocio, de que todos van detrás de la guita, de que uno es el único gil que lo hace por amor. Eso solo. ¿No vale la pena toda la mufa que te comés el resto del tiempo? ¿No lo vale?
—…
—…
—Capaz.
—Y, sí.
—…
—…
—Sí, Monito. La verdad que sí.
Cuando escucha la bocina, Fernando se tantea los bolsillos del vaquero para cerciorarse de que no le falta nada. Documentos, algo de dinero, unas monedas. Gira la llave de la puerta de entrada y abre de par en par. El auto de Mauricio resplandece bajo el sol de la tarde. Desde el asiento trasero, Guadalupe lo saluda con la mano y sonríe. El Ruso hace lo mismo.
Mientras da la vuelta por delante del Audi azul marino repara en que le han dejado libre su sitio de siempre, y le gusta. Algún tiempo atrás han discutido con Mauricio acerca de las tradiciones. No se acuerda de lo que dijeron, pero hoy Fernando concluye que las tradiciones están para eso. Para que el mundo sea un sitio más acogedor, más previsible, más confiable. A la cancha hay que ir así. Mauricio al volante, él a su lado, el Ruso atrás. Y en lugar del Mono, Guadalupe. No está mal.
—Hola, tío.
—Hola, preciosa.
—¿Es cierto que todos los domingos vamos a salir juntos?
—¿Te lo dijo tu mamá?
—Sí.
—Es verdad. Todos los domingos, y muchos sábados, y muchos miércoles. Conmigo y con la abuela. Estos dos vendrán de vez en cuando. Cuando vayamos a la cancha, vendrán siempre.
—¿Es cierto que el tío Ruso tiene una Play Station 3?
—¿No sería más lindo que me dijeras tío Daniel, Guada? Tío Ruso queda medio…
—Pero ellos te dicen Ruso.
—Sí, pero ellos porque son unos antisemitas.
—Pero a mí me gusta tío Ruso. ¿Qué son antisemitas?
—¿Vas a ir todo el viaje desde Castelar a Avellaneda haciendo preguntas?
—Sí, ¿por qué? ¿Tenés una Play 3 o no tenés?
—Tiene, Guada. Tiene una Play 3 —confirma Mauricio.
—¿Y de dónde la sacaron? —se interesa Fernando.
—El directorio de la Fundación Guadalupe consideró apropiado obsequiársela a los cerebros de “Marca Pegajosa” por losservicios prestados.
—Me parece justo —convalida Fernando.
—Justísimo —agrega el Ruso, aunque su voz se pierde un poco porque lleva la ventanilla abierta al tope.
—¿Y puedo ir a jugar, tío Ruso? ¿Qué Fundación Guadalupe, tío?
—Sí. Pero mirá que siempre jugamos jueguitos de fútbol.
—Ya sé. No me importa.
—Así me gusta.
—¿En qué pensás que vas con esa cara? —le pregunta Mauricio a Fernando.
A Fernando lo sorprende la pregunta. No va pensando en nada en especial. Disfruta la charla entre los otros tres y deja vagar los pensamientos, como deja vagar los ojos por el paisaje veloz de la autopista. Antes de que responda, se le adelanta el Ruso:
—¡Ah! ¡Me olvidé de contarles! ¡Ayer me llamó Pittilanga!
—¿Qué dice el pibe?
—Uh, no sabés. Parece que anda bárbaro.
—¿Pittilanga quién es, tío? —pregunta Guadalupe.
—Un jugador de fútbol amigo nuestro.
—¿Ustedes tienen un amigo jugador?
—Sí, uno que juega en Arabia. Es argentino, pero se fue a jugar allá.
—¿Y cómo lo conocieron?
—Ya te vamos a contar. Tu papá también lo conoció.
—¿Sí?
—Sí. Pittilanga, se llama. Tu papá lo descubrió cuando era más chico y se dio cuenta de que iba a triunfar.
—¿¡En serio!?
—¿Y qué dice Pittilanga? —pregunta Mauricio.
—Anda bárbaro. Hasta ahora jugaron cuatro partidos, y en los cuatro fue titular.
—¿No digas?
—Salió en el diario. Quedó en mandarme el recorte por correo electrónico.
—¿Y cómo se siente de vivir allá?
—Bien, dice que bien. Que no entiende un carajo el idioma.
—¿Y con los compañeros?
—Hay un colombiano que le traduce. Y como el técnico es holandés hay un traductor en general, porque nadie entiende un carajo.
—Qué quilombo.
—Pero parece que es una muralla, el pibe, ahí en la cueva. Qué ojo tengo para ver el fútbol, la puta madre.
—No te agrandes, Ruso.
—¿Por qué te dicen que no te agrandes, tío? —pregunta Guadalupe, y Fernando piensa que de aquí en adelante ese universo masculino tendrá que acostumbrarse a incorporar esa voz de pito y sus interrogaciones, y también eso lo hace feliz.
—¿Dónde vas a dejar el auto, Mauri? —pregunta el Ruso.
—Ahí cerca, supongo. ¿Por?
—No, por los afanos, digo.
—¿Por qué, tío?
—Porque la zona de la cancha de Independiente no es una cosa así de… qué seguridad, sabés.
—¿No? —la voz de Guadalupe suena ligeramente intimidada.
—No es para tanto —interviene Fernando, que le teme al temor de Guadalupe, pero sobre todo al temor de Lourdes, o al del nuevo marido de Lourdes—. Pero igual es la cancha más linda del mundo.
—Eso sí —convalida Mauricio.
—Ya sé, ya sé —se apresura a confirmar Guadalupe, como si temiera que confundan sus dudas con frialdad de sentimientos.
—¿Bajo por Belgrano o por Pavón? —pregunta Mauricio, cuando llegan al final de la autopista.
—Bajá por Belgrano —recomienda el Ruso—. No habiendo partido seguro que podés estacionar fácil.
—Mejor andá por Pavón —sugiere Fernando—. Para que Guada vea por dónde vamos siempre. Hoy porque no hay partido. Pero cuando haya vamos a bajar por ese lado.
—Tiene razón —convalida Mauricio, mientras pone la luz de giro.
Fernando se lo queda mirando.
—¿Y a vos qué te pasa? —inquiere Mauricio.
—Nada. Que de un tiempito a esta parte estás hecho casi una buena persona, boludo.
—¡Qué malo, tío! —salta Guadalupe, entre divertida y asombrada.
—¿Viste cómo me tratan, chiquita?
—¡Yo te defiendo!
—No te equivoques, pibita. De los tres hombres que te acompañan, hay dos que somos buenas personas. Dos buenas personas y el chofer —apunta el Ruso.
—Pero mirá qué auto que tiene el chofer, eh —fanfarronea Mauricio.
—¿Y eso qué es? —pregunta Guadalupe señalando el talud de tierra que tienen a la derecha.
—El viaducto del tren. No la ves, pero arriba de eso pasa la vía.
Fernando gira hacia atrás, para ver de frente a la nena.
—Tenés que tener en cuenta que la cancha está nueva… pero sin terminar.
—Sí, ya lo sé, tío.
—Digo, por si no te gusta. Dentro de unos meses va a quedar mucho mejor.
Mauricio murmura con el costado de la boca, cerca de Fernando para que sólo él pueda escucharlo: “Dentro de unos meses, unos años, unos siglos…”.
—Claro —acota el Ruso—. Vas a ver una parte que está sin hacer, otra que tiene unos hierros que asoman.
—Falta pintura, terminaciones… —completa Mauricio.
La nena asiente y sigue mirando por la ventanilla, hacia los monoblocks del Barrio General Belgrano.
—Pero… ¿la van a terminar?
El Ruso maldice íntimamente esa perspicacia que tienen los niños y las mujeres para golpear donde más duele. Y esa personita reúne las dos condiciones.
—Seguro. Está casi lista.