Por prescripción facultativa (2 page)

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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

Dieter profirió un ligero sonido que se parecía a un suspiro.

—Aquí estamos, en el mejor momento de nuestras carreras —comentó—, y no tenemos para nosotros mismos más tiempo del que teníamos cuando éramos estudiantes de primer curso universitario. Algo se ha torcido en alguna parte.

McCoy miró fijamente la bebida que tenía en la mano.

—Al menos no nos aburrimos.

—Tampoco nos aburríamos entonces —replicó Dieter. Hizo una pausa y luego agregó—: ¿Sabes?, creo que podrían comenzar antes de la hora. Vayamos a echar un vistazo.

McCoy se puso en pie y siguió a su amigo hasta el final de la barandilla, donde aún quedaba un pequeño espacio libre. Miraron al exterior, más allá de la ciudad, hacia el valle. Surgían chispas de luz: no eran luces eléctricas esta vez, sino fuegos que ardían en las colinas y elevaciones vecinas. Uno tras otro, comenzaron a encenderse. En el fondo del valle, cerca de Lauterbrunnen y Murren, y más allá, hacia Interlaken y Spiez, junto al lago: brillaban en las elevaciones al otro lado del lago Thun y del lago Brienz, y en los Rothorns Brienzer y Sigriswiler, y al este, hacia Schrattenflue, de manera que los fuegos se reflejaban en las quietas aguas de los lagos y en las tierras bajas, sobre las cimas de las colinas de Rammisgummen y Napf. Y una lucecilla diminuta, más lejos, en dirección norte, junto al lago de Lucerna: no era una hoguera, sino un rayo láser que subía recto hacia el cielo como una lanza desde la cumbre del monte Pilatos y desaparecía en la noche.

—Ya no pueden esperar hasta la medianoche —comentó Dieter—. La impaciencia de la juventud. Pero, en cualquier caso, ya comprendes por qué quería que lo vieses. Este año más que ningún otro.

McCoy asintió con la cabeza. Por todos los alrededores, en las cumbres de todas las montañas, ardían otros fuegos. Se encendió uno en la plaza principal de Wengen; en respuesta al mismo, otro rayo de láser de un blanco purísimo, que arrojaba una luz como de luna llena en la noche circundante salió disparado desde la estación meteorológica del pico de la Jungfrau. El sonido de un canto comenzó a subir… primero algunas voces juntas, luego más y más se unieron a las primeras; suaves pero claras, entonaban una canción sencilla en clave mayor, que podría haber sido confundida con la melodía de una caja de música. Pero aunque eran del más antiguo idioma suizo, el romanche, el traductor vertía las palabras sin vacilación alguna y dejaba bien claro que aquélla no era una canción para caja de música. «Libertad o muerte, ésa es nuestra voluntad; no queremos un gobierno extranjero, ni para bien ni para mal; somos un pueblo libre, en una tierra libre…»

—Han pasado casi mil años desde que esas palabras fueron pronunciadas por primera vez —le dijo Dieter— en medio de la noche, en la llanura de Rutli, al norte, junto al lago de Lucerna. Fueron trece personas testarudas que estaban irritadas con el representante local de un imperio extranjero.

McCoy asintió nuevamente con un gesto de cabeza. Aquel pacto, la Alianza Perpetua, había sido la semilla de la formación de Suiza: la declaración de que los suizos se pertenecían a sí mismos y los unos a los otros, no a cualquier imperio que desease conquistarlos. Los artículos de la Confederación Suiza habían sido uno de los varios modelos útiles para redactar los artículos de la Federación de los Planetas Unidos… una holgada asociación de pueblos ferozmente independientes que se comprometían a ayudarse mutuamente en los momentos de necesidad con el fin de proteger el grupo contra la amenaza o la interferencia exterior y, por lo demás, a dejarse tranquilos los unos a los otros. Todo aquello era historia, y muy bien conocida. Pero una ligera sospecha surgió en el interior de McCoy y se negó a desaparecer.

—¿Cuánto de todo aquello sucedió en realidad? —preguntó—. Me refiero a todo eso de Guillermo Tell.

Dieter rió entre dientes.

—No cabe duda de que Guillermo Tell vivió, en efecto —respondió a su amigo—, pero no mató al tirano con las manos desnudas ni partió una manzana sobre la cabeza de su hijo. Era un hombre tozudo que tenía el talento de retener sus impuestos a modo de protesta y conseguir que sus vecinos hicieran otro tanto. Entre otras muchas cosas. Y en cuanto a la llanura de Rutli, también existe, de acuerdo, pero ¿quién sabe lo que sucedió allí hace un milenio, en medio de la oscuridad? Todo lo que nos queda es el pacto firmado en el Bundesbriefarchiv de Schwyz. Y sus resultados.

En aquel momento algunas de las personas que se hallaban en la terraza cantaban en alemán, francés o italiano; las palabras eran vertidas con el mismo significado por el traductor de McCoy, aunque a veces tenía problemas con el romanche y se empeñaba en tratarlo como si fuera algún tipo de italiano pasado de moda mezclado con mal alemán. «Nuestros hogares, nuestras vidas, no son de nadie más que de nosotros: nuestra tierra, nuestra sangre, ningún poder extranjero…»

El canto tocó a su fin. Estallaron aplausos y vítores al encenderse más fuegos en las cumbres. Se levantaron las copas y se vaciaron, pero nadie las estrelló —después de todo, aquello era Suiza; romper copas era una ordinariez, y la gente se marchó para volver a llenarlas. En el bolsillo trasero de McCoy sonó el comunicador.

El médico suspiró al ser arrancado repentinamente del extraño regocijo que había crecido en su interior.

—Al menos he podido llegar a ver esto —le comentó a Dieter, y sacó el comunicador—. McCoy —dijo por el mismo.

—Doctor —le respondió la voz de Spock—. El capitán me ha dicho esto: «Que suba a bordo todo lo que debe subir a bordo».

—Dígale que le agradezco el tiempo extra concedido, Spock —replicó McCoy—. Infórmele a Uhura que estoy preparado.

—Recibido. —Se produjo una breve pausa—. Es una vista ciertamente muy notable, doctor. Y una curiosidad. —¿Eh? ¿Por qué dice eso?

—No había pensado que usted fuera precisamente un historiador.

McCoy rió entre dientes.

—Es historia personal más que otra cosa. Y además —continuó—, quienes hacen caso omiso de los errores del pasado, acaban habitualmente siendo tratados de las heridas de bala resultantes en el futuro. Considere esto como mera profilaxis. McCoy fuera.

Casi pudo oír la perplejidad de Spock cuando cerró la frecuencia. Eso le gustó.

—La estancia será más larga la próxima vez, viejo amigo —le comentó a Dieter.

Dieter se levantó las gafas.


Grüsse Gott
—le dijo.

—Salud también para ti —respondió McCoy. Vació su copa de jarabe y la dejó justo antes de que el efecto del transportador comenzara a afectarle—.
Ciao
.

James T. Kirk estaba reclinado en su asiento de mando y no parecía prestar atención alguna a las comprobaciones previas a la partida que tenían lugar a su alrededor. Aquella apariencia era algo que él había cultivado durante mucho, mucho tiempo. No era bueno que un capitán, en términos del gobierno diario de una nave, permitiese que la tripulación advirtiera que era observada con demasiada atención. Un escrutinio así ponía nerviosos a los tripulantes, o les hacía formularse ideas extrañas sobre la opinión que el capitán tenía de su competencia. No, era mejor repantigarse, disfrutar de la vista y dejarles hacer su trabajo.

Al mismo tiempo, Kirk conocía todos los movimientos del ritual anterior a la partida en cada una de las terminales del puente. Dedicaba una escrupulosa aunque discreta atención al proceso por las mismas razones que los paracaidistas de los tiempos antiguos solían empaquetar sus propios paracaídas tras haber firmado la seda. Con la mitad posterior de su atención escuchaba las comprobaciones de los motores hiperespaciales y de impulsión, y las respuestas de funcionamiento correcto que llegaban de todos los departamentos de la nave, y comprobaba que todo el procedimiento fuese correcto. Pero, entretanto, la mitad anterior de su atención estaba ocupada en un problema filosófico.

«¿Estoy solo?», se preguntaba.

Hacía no mucho que había cumplido años, y algunas de las cartas de felicitación le habían llegado ese mismo día. Una tarjeta, procedente de un viejo amigo de la Tierra, hacía algunas observaciones ligeramente humorísticas referentes a cuándo iba a formar un hogar con alguien. La primera reacción de Kirk, tras reírse entre dientes de la pregunta, había sido la de pensar que ya había formado un hogar con alguien: con la
Enterprise
. Pero un instante después, alguna parte irritada de su mente le había dicho muy claramente: «¿Durante cuánto tiempo vas a contentarte con esa respuesta? La inventaste hace mucho tiempo. ¿Es válida todavía hoy? ¿Y cómo es que ha pasado tanto tiempo desde que le dedicaste siquiera un pensamiento?».

«Porque era verdad entonces, y todavía lo es», había respondido la parte charlatana de su cerebro. Pero el burlón silencio que se produjo como única réplica a eso le había detenido en seco. Paulatinamente, a lo largo de los años, Kirk había aprendido a prestar atención a las cosas que su mente le decía sin aviso previo; tanto si eran exactas como si no, tendían a merecer cierta consideración. Así que estaba considerando aquel asunto, por más que le hacía daño a su mente.

«Todo es en parte culpa de McCoy —pensó, un poco amargamente—. Yo nunca he sido tan introspectivo. Él me ha contaminado.»

—Enfermería —oyó que decía a sus espaldas la teniente Uhura, tras lo cual recorría la lista de comprobación.

—Enfermería a punto —oyó que contestaba Lia Burke; ella desempeñaba las funciones de enfermera jefe de McCoy mientras Christine Chapel permanecía ausente haciendo las prácticas del doctorado—. McCoy viene de camino desde la sala del transportador.

—Pídale que suba al puente cuando tenga un momento —dijo de pronto Kirk, que a causa de una debilidad momentánea acababa de decidir que si él había de sentirse filosóficamente incómodo, le transmitiría una parte de la incomodidad a la fuente originaria.

—Desde luego, capitán. ¿Algo en particular?

—Lo hablaré con él cuando llegue aquí —replicó. «Dejémoslo sudar», pensó, un poco divertido—. Ah, señor Chekov. Gracias.

Cogió el tablero de notas que Chekov le ofrecía; lo miró por encima, no vio nada en el programa del día que no estuviera previsto, firmó la hoja y le devolvió el tablero a Chekov.

—Por lo que veo, hoy se encargará usted del informe.

—A las 19.00 horas —replicó Chekov—, sí, señor.

—¿Ya ha hecho todos los deberes?

—Así lo creo, kepitán —respondió Chekov con suavidad—.En realidad, ése es un invento ruso. Como muchas otras cosas.

Kirk sonrió.

—Adelante, alférez —le dijo.

—Señor —replicó Chekov, y regresó a su puesto. Spock bajó hasta el asiento de mando desde donde había estado repasando su propia lista de comprobaciones. —Estamos preparados para partir, capitán —informó—. Todo el personal se ha presentado ya, todas las secciones informan que están listas.

—Bien —respondió Kirk—. En ese caso, procedamos a las habituales notificaciones de salida orbital. Señor Sulu —dijo en dirección a la consola de dirección—, sáquenos de aquí a su discreción.

—Sí, señor —replicó Sulu, e inició los procedimientos de partida.

Kirk se desperezó ligeramente en su sillón de mando.

—Espero que sea un viaje tranquilo —le comentó a Spock—. Un poco de ciencia pura nos vendrá bien.

Spock adoptó un aire especulativo.

—Sería peligroso intentar predecir anticipadamente los acontecimientos sin disponer de los suficientes datos —señaló—, pero uno puede sin duda desear un amplio período de tiempo para llevar a cabo sus propias investigaciones.

Kirk miró a Spock de soslayo.

—¿Es que sabe algo que no me haya dicho? —le preguntó—. ¿Tiene alguna razón para sospechar que las cosas no van a estar tranquilas?

—En realidad, no —le respondió Spock con una expresión ligeramente escandalizada—. Yo le informaría inmediatamente de cualquier cosa de esa naturaleza. Los datos preliminares de esta misión son negativos respecto a la existencia de cualquier problema significativo.

—¿Se trata de una corazonada, entonces? —inquirió Kirk. Su humor guasón se negaba a limitar sus acciones a la persona de McCoy.

—Realmente, señor —replicó Spock—, hacer hipótesis sin datos, es la más indeseable de las técnicas…

—Por supuesto —le interrumpió Kirk—. No se preocupe.

Las puertas del puente sisearon.

—No puedo dejarles solos ni un minuto —refunfuñó McCoy—. Este sitio se va al garete en cuanto yo vuelvo la espalda. Buenas noches, Spock.

—Buenos días, en realidad —replicó el vulcaniano—. El reloj señala las cero treinta y seis…

—Ahórrese el resto de los decimales —lo interrumpió McCoy mientras se apoyaba contra el asiento central. Llevaba en la mano un tablero de notas y parecía irritado—. Jim, ¿ha visto usted esto?

Kirk cogió el tablero y lo repasó con la mirada. Era una lista de los tripulantes que habían pasado por la enfermería durante la semana anterior, mientras la
Enterprise
había estado en órbita.

—Sí. ¿Y qué?

—La cantidad de gente dobla las cifras normales. Quizás incluso las triplica. Mire esto. Ha habido cinco personas enfermas de resfriado…

—No es culpa suya que ustedes no hayan descubierto aún cómo erradicar el simple resfriado común —replicó Kirk.

McCoy le miró con rostro ceñudo.

—Usted sabe perfectamente bien que una buena dieta, el ejercicio y un sistema inmunológico sano en general son las únicas cosas que evitan las infecciones leves de las vías respiratorias superiores. Esta gente baja con un permiso a tierra y todo su entrenamiento sanitario se va a freír espárragos.

—Oh, vamos, Bones —le dijo Kirk—. Una de las finalidades de los permisos en tierra es la de excederse un poco.

—Es cierto —intervino Spock—. Tan sólo la semana pasada nos daba usted conferencias sobre los efectos benéficos que tienen los permisos en tierra al minimizar los efectos del estrés largamente sostenido. —Hizo una pausa breve—. En el caso de las especies que sufren estrés, claro —agregó por fin.

McCoy se limitó a bufarle a Spock con disgusto cordial. —Estas cifras son mucho más altas de lo que deberían —le dijo a Kirk.

Kirk suspiró y se desperezó un poco en el asiento.

—Sí, bueno. No podemos esperar que todos los que están a bordo de la nave gocen de un estado de salud perfecto, ¿verdad?

—¡Sí que podemos! —declaró McCoy con una fuerza sorprendente—. Para eso estoy yo aquí. Para nada más.

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