—Ya ha llegado. Le presento mis disculpas, doctor. —No se preocupe, Spock. Si me necesita para cualquier cosa, estoy otra vez en el planeta. Aquello empezaba a ponerse interesante.
—Yo diría que sí. Spock fuera.
«Vaya, ¿no había en eso una pequeña pizca de fastidio?», pensó McCoy mientras salía de su oficina, atravesaba la enfermería y se encaminaba hacia la puerta. Cuando ya estaba fuera, asomó la cabeza nuevamente al interior. —Lia, ¿recibió las últimas lecturas de los lahit? —No.
—Maldición, ¿es que se fue al garete la conexión? Espere un momento.
Sacó el escáner médico, lo metió en una de la terminales lectoras de las camas de la enfermería y lo activó. El escáner vertió los datos en la memoria. Lia levantó la mirada del historial médico de Morrison, en el que acababa de hacer una anotación, y miró con interés la imagen de la estructura interna de un lahit que apareció en la pantalla situada en lo alto de la cama.
—¿Es un sonido de eco lo que está leyendo? —inquirió.
—Ahá. Interesante, ¿eh?
—Es una buena cosa que yo tenga dedos verdes —declaró Lia mientras apagaba el tablero de notas—. Por cierto, el capitán estuvo por aquí hace un rato. Quería verle cuando acabara usted con el informe.
—¿Parecía algo urgente?
—No particularmente.
—Bien… En este caso podría esperar alrededor de una hora más. He de regresar ahí abajo a hablar con los árboles.
Cuando volvió a aparecer en el claro, parecía realmente como si el bosque de Birnam hubiese llegado a Dunsinane.
Había ya todo un grupo de lahit, o quizás una expresión más adecuada sería toda una arboleda de ellos, o toda una huerta; la gente de los departamentos de ciencias hablaba con ellos a toda la velocidad que le era posible y los recorrían con escáneres y sensores. McCoy sonrió un poco ante aquel espectáculo.
Algo le rebotó contra una pierna a la altura de la rodilla. Miró hacia abajo y vio que se trataba de un ornaet.
—Buenos días —le dijo.
—Que también tenga usted unos buenos días —le replicó el ornaet con absoluta claridad; al menos eso fue lo que el traductor vertió.
McCoy alzó las cejas. Kerasus y Uhura debían haber pasado toda la noche en vela trabajando con los algoritmos.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó McCoy mientras hincaba una rodilla en tierra. Detestaba hablar con la gente desde arriba, y con el ornaet era algo difícil de evitar.
—¿Examinará usted? —le preguntó el ser.
—Ah —dijo McCoy. Entonces, aquél era el caballero con el que había trabajado el día anterior. «O la dama —agregó—, si es que para esta gente existen los géneros. Algo que será mejor que averigüemos lo antes posible.»— Lo haré encantado —continuó mientras sacaba el sensor de mano y ajustaba primero los controles para comprobar que las lecturas que estaba a punto de tomar se sumarían a las que ya estaban archivadas a bordo de la nave. En algún momento de la siguiente hora, el escáner se pondría en contacto con la biblioteca de la computadora y vaciaría en ella los datos recién adquiridos para dejar libre la memoria temporal y recoger más información—. ¿Cómo se ha sentido desde ayer?
El ornaet permaneció en silencio durante un momento. McCoy comenzó a sudar un poco mientras dirigía el escáner hacia el ornaet. Por mucho que mejorara el traductor, no evitaba que uno formulase preguntas que no tenían referentes culturales o resultaban insultantes. Pero el ornaet se sacudió un poco e inquirió:
—¿Me pregunta por el método o por el estado?
«Gracias al cielo —pensó McCoy—, ya han instalado el clasificador de modismos de primera etapa. Al menos estas criaturas no necesitarán ser implacablemente literales… y nosotros tampoco.»
—Estado —le respondió.
—No hay quejas —le dijo el ornaet.
McCoy rió entre dientes.
—Es usted casi la única persona que he visto hoy que está en condiciones de decir eso —le aseguró—. Tal vez si les exceptuamos a ellos. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los lahit y otro con una mano, por si acaso el ornaet no sabía interpretar correctamente el movimiento realizado con la cabeza.
El ornaet proyectó momentáneamente unas antenas oculares y miró a los lahit.
—Tampoco ellos se quejan —dijo pasado un instante. Eso sí que era interesante.
—¿Cómo puede saberlo? —le preguntó McCoy—. Ah, y deje esas antenas oculares fuera durante un momento. Me gustaría examinarlas.
El ornaet continuó mirando.
—Simplemente lo sé —le dijo—. Siento.
—Hmmm.
No había ninguna forma directa de medir las capacidades mentales de una especie nueva, como no fuese que algún miembro de la tripulación con dotes psíquicas realizara una valoración; el único en el que realmente confiaría para esa tarea era Spock. Pero Spock estaba cargado de trabajo y, además, McCoy odiaba pedirle que hiciera evaluaciones psi en otros seres. Según lo que sabía del código vulcaniano de la privacidad mental, pedirle algo de ese tipo a Spock era como solicitarle a un médico que hiciera una prueba de diabetes
mellitus
al estilo antiguo. No era agradable en lo más mínimo, ni sensual ni estéticamente. Sería mejor esperar a tener más vocabulario y construir luego una serie.
—Deduzco que ustedes y los lahit se ven con mucha frecuencia —le dijo al ornaet—. Quiero decir que mantienen relaciones sociales.
«Esto es asombroso —pensó—. Este tejido ocular es verdaderamente multicelular. Eso de ahí es claramente tejido retinal, con las terminaciones foto y cromosensibles. Y un compuesto muy complejo. Pero desaparece todo a voluntad de la criatura.:.»
—¿Le importaría mucho hacer desaparecer uno de esos ojos? ¿Puede hacerlo con uno solo? No demasiado rápidamente, por favor.
—Por supuesto —replicó el ornaet, y lentamente el ojo izquierdo se sumió nuevamente en la masa del cuerpo del ser—. Sí, mantenemos relaciones sociales.
—¿Sobre qué? —inquirió McCoy—; si no le importa que se lo pregunte. ¿Qué tipo de cosas hacen juntos?
«Fíjate en eso, maldición. Las células simplemente se funden y desaparecen. No lo hacen todas al mismo tiempo, sino una tras otra. Me pregunto si, siempre que encontremos las palabras correctas, podríamos sugerirles a estas criaturas que sintetizaran nuevos órganos dentro de sí. ¿Y querrían ellas hacer algo? ¿O lo necesitarían?» Sacudió la cabeza y guardó el escáner médico.
—Hablamos —replicó el ornaet.
—¿Puede decirme sobre qué hablan? —preguntó McCoy mientras se sentaba junto al ornaet—. Lamento haberle llamado Hhch ayer —agregó—. ¿Es ése realmente su nombre o es que yo lo pronuncié mal?
La criatura volvió a hacer un sonido rasposo que el traductor vertió claramente como risa.
—Lo pronunció mal —le dijo el ornaet—, pero no tiene importancia. Recogen las palabras lentamente, ¿verdad?
—Ya lo creo que sí —replicó McCoy, y rió a su vez—. Tendremos más a medida que avancemos.
—Mi nombre es Hhhcccccchhhhh —le explicó el ornaet, y entonces ambos se echaron a reír a la vez, porque estaba claro que aún faltaban palabras.
—Quizá mañana —le dijo McCoy—. Pero ¿de qué hablan ustedes con las demás especies?
Se produjo una pausa.
—Vida —replicó luego el ornaet.
McCoy asintió con la cabeza.
—Este gesto significa sí —le explicó—. Bueno, también nosotros hacemos eso, amigo mío. Los detalles ya surgirán con el tiempo.
—¿De qué hablan ustedes? —le preguntó el ornaet.
McCoy se desperezó mientras pensaba.
—De trabajo —le informó—, de juego, de relaciones… de las cosas que suceden en el mundo… de las cosas por las que podemos hacer algo para solucionarlas, y de las que no.
El ornaet guardó silencio durante un momento.
—Sí —dijo—. ¿Qué es «trabajo»?
«Oh, amigo», pensó McCoy.
—El trabajo —le explicó— es cuando uno ha de hacer algo que no siempre tiene ganas de realizar, porque hace falta hacerlo por el motivo que sea. Si uno tiene suerte, le gusta hacer su trabajo en la mayoría de las ocasiones. No todos tienen esa suerte.
Otro largo silencio.
—Sí —comentó—. Ya sé. Algunos de nosotros trabajamos. —¿De veras? —le preguntó McCoy con sorpresa—. ¿Qué hacen?
El traductor emitió varios estallidos de electricidad estática.
—Oh, bueno —comentó McCoy—, no se preocupe. Dentro de poco tendremos más palabras.
—No —le dijo el ornaet—. Puedo mostrarlo.
—¿De verdad? —McCoy estuvo de pie en una fracción de segundo—. ¿Dónde?
—Venga —le indicó el ornaet.
Se alejaron a través del claro, con el ornaet en cabeza. McCoy le seguía mientras intentaba no tropezar con otros ornae —aquella mañana parecían estar por todas partesy zigzagueaba para esquivar a más grupos de lahit. Había cada vez más y más de ellos, que susurraban y siseaban mientras miraban a los miembros de la
Enterprise
con todos los ojos.
El ornaet le condujo fuera del claro, de vuelta al interior del bosque por uno de los muchos senderos. Se trataba de un sendero más ancho que parecía haber sido muy transitado últimamente, a juzgar por las ramitas rotas que había a ambos lados. También parecía que lo había utilizado algo bastante más grande que los ornae.
—Dígame una cosa —pidió McCoy mientras avanzaban—.¿Tienen animales por aquí?
—¿Animales?
—Otras criaturas capaces de desplazarse como ustedes, pero que no son parlantes ni inteligentes.
—Oh, sí —le dijo el ornaet—. Pero las mantenemos alejadas.
—¿Cómo?
Se produjo otra avalancha de sonidos estáticos.
—No importa —le aseguró McCoy—. En este momento estoy mucho más interesado en el trabajo.
—Aquí —dijo el ornaet.
Salieron a otro claro. Era más grande que aquel en el que se hallaba la mayoría de los miembros de la
Enterprise
. No había ninguno de los maravillosos edificios construidos con los mismos ornae que se veían en el otro, sino una enorme piedra emplazada en el centro mismo; era una piedra alta y oblonga, de color amarronado, ligeramente cilíndrica y bien asentada en la tierra.
McCoy se acercó a ella con interés, luego recorrió el claro con los ojos y los bajó hasta el ornaet.
—¿Y dónde está el «trabajo»? —le preguntó.
—Aquí —replicó el ornaet.
—¿Quiere decir que alguien hizo esta piedra como un trabajo? Hmmm.
Se volvió a mirarla. Ciertamente, en la superficie había marcas que podían interpretarse como causadas por alguna herramienta. «¿Piedra tallada? —pensó McCoy—. ¿Con metal, quizá…? O tal vez… ¿qué necesidad de herramientas puede tener esta especie, cuando pueden hacerlas con su propio cuerpo?»
—No, no —replicó el ornaet, y se rió del médico de una manera que hizo que McCoy lo mirara con asombro y confusión—. Esto es trabajo. —Hizo una pausa y luego agregó—:Esto está trabajando.
—¿Está trabajando? —preguntó McCoy mientras miraba la piedra con aire perplejo.
«¿Habrá algún tipo de máquina dentro de esta piedra? No sería la primera vez que nos encontramos con algo así…»
Y entonces la piedra se movió.
No mucho. McCoy retrocedió al tiempo que la piedra se desplazaba unos treinta centímetros y se inclinaba hacia él. Pero, de alguna forma, no se había desplazado realmente. No se apreciaba ninguna alteración en la tierra sobre la que se apoyaba: no estaba removida, ni había marca de ninguna clase en las plantas herbáceas que crecían allí. Simplemente la roca estuvo de pronto un poco más cerca de él que antes.
—Espere, espere —dijo el ornaet, claramente satisfecho de sí mismo—. No, lo-
pronombre-indefinido
está trabajando. Lo-
sustantivo-personal
está trabajando.
La respiración de McCoy se atascó en alguna parte al sur de su esternón.
—Y tampoco puedo pronunciar su nombre —le dijo al ;at—. Ni siquiera el nombre de su especie.
Se produjo un largo silencio. El ;at le miraba. McCoy no podía decir cómo sabía que le miraba. Pero sabía que era así; y estaba demasiado sorprendido y —para su aturdimientotan paralizado por un temor reverente como para hacer cualquier cosa que no fuese quedarse en el sitio.
La criatura no era plenamente física. Al menos en aquel punto los informes del equipo de investigación inicial eran correctos. No era que la criatura fuese algo vaga, ni que tuviese una apariencia brumosa. Era tan sólida como cualquier montaña suiza vista desde las laderas inferiores contra el cielo limpio… y transmitía una sensación equivalente de tener peso, solidez, de estar allí. Pero al mismo tiempo, se tenía la sensación de que ese estar allí podía cesar de manera repentina… una sensación que no se experimenta ante montaña alguna. McCoy sabía que por muchas veces que le dijese a la Jungfrau, según las antiguas palabras, «desaparece», la montaña se quedaría exactamente donde estaba. Sin embargo, cuando uno miraba al ;at, se quedaba con la sensación de que podía desaparecer sin aviso previo, y llevarse muchas cosas consigo si así lo deseaba.
—En cualquier caso —consiguió finalmente decir McCoy—, buenos días.
—Buenos días tenga usted, doctor —replicó el ;at. No se produjo ninguna vacilación, ninguna dificultad con la sintaxis; aunque la voz misma, incluso al ser traducida, parecía alejar todo pensamiento sobre la sintaxis. Se trataba de una voz con resonancias de terremoto, de avalancha… de una gran fuerza controlada, pero una fuerza que podía desatarse en cualquier momento con efectos tremendos.
McCoy inspiró profundamente para ayudarse a recobrar el control.
—Señor o señora —dijo luego—, o lo que sea, ¿comprende usted el significado del concepto «doctor»?
—No es un concepto que nosotros utilicemos —le dijo el ;at—, pero creo que comprendemos el sentido general.
«Ni un solo problema de sintaxis. Oh, Dios, Kerasus va a sufrir un ataque. De hecho, yo mismo sufriría uno ahora mismo, si tuviera tiempo para ello.»
—En ese caso, ¿puedo examinarle a usted como lo he hecho con este amigo mío?
—Puede.
Nada más; sólo el sonido del viento en los árboles. McCoy se aclaró la garganta, sacó el escáner médico y realizó una apresurada calibración del aparato; quería disponer de toda la amplitud de bandas de trabajo para aquel sondeo en concreto. Lo encendió y se puso a caminar en torno al ;at.
—¿Le importaría si le tocase? —le preguntó.
—Siéntase libre.
«También tienen frases hechas. Esto es la muerte con ruedas.»