—Yo diría que los klingon también querrán formulárselas —aventuró Spock—, en caso de que todavía sigan aquí.
McCoy suspiró y bajó hasta el asiento de mando.
—Nos quedan poco menos de dos horas —comentó—. Vuelva a trabajar en ello, Spock. Si no cree que le necesitan más en otra parte.
—Así lo haré —replicó el vulcaniano.
La primera hora, la siguiente media hora, pasaron demasiado rápidamente. Nada sucedió. McCoy pensaba que se pondría más y más nervioso a medida que pasara el tiempo, pero, cosa insólita, se encontró con que estaba cada vez más y más sereno. Ayudaba bastante, pensaba él, el hecho de que los tres o cuatro acorazados klingon que esperaban no hubiesen llegado aún.
Alrededor de media hora antes del término del plazo, Sulu subió al puente a ocupar su puesto y Uhura se hizo cargo de los controles de comunicación. Spock había trabajado en silencio en su terminal científica durante largo rato, sin decirle nada a nadie. McCoy se ocupaba charlando con los oficiales que regresaban a sus puestos, conservaba la calma y procuraba que la conservaran ellos. Era una de las cosas que mejor sabía hacer. El hecho de que al cabo de media hora pudiera estar muerto no era una razón para dejar de hacerlo en aquel momento.
—Menos quince minutos —anunció Sulu. —¿Sensores? —inquirió McCoy.
—Nada al alcance —replicó Chekov—. Y nada fuera del alcance, hasta donde puedo percibir.
—Podría ser un truco —les advirtió McCoy—. Mantengan la alerta. —Pero su propio cerebro era un hervidero de conjeturas.
—Sondeo negativo —confirmó Sulu—. No hay señal de presencia alguna en el subespacio en este momento, al menos no en la vecindad. Nuestro radio de sondeo del subespacio es limitado.
—Muy bien —dijo McCoy. Suspiró—. Damas y caballeros y demás, yo preferiría que nada adverso sucediera en los próximos quince minutos. Pero si no fuera así, tengo la intención de luchar con esa nave de la mejor forma que podamos, con los recursos disponibles. —¡Con un ignorante inverosímil al mando y su capitán desaparecido!—. Si algo puedo decir al respecto, no llegarán a pintar nuestra silueta en el casco de su nave.
—Estamos con usted, doctor —le aseguró Sulu. Un murmullo de asentimiento recorrió el puente. —Con eso me basta —declaró McCoy—. Entonces, hagamos frente a la aventura que nos espera. ¿Uhura? ¿Todos a salvo?
La mujer asintió.
—Los últimos grupos de descenso están a bordo. —Perfecto. ¿Se mueve la
Ekkava
, señor Chekov?
—Ni un milímetro, señor —replicó el interpelado—. Mantiene la órbita estándar.
La sonrisa de McCoy se transformó en una mueca.
—Se hacen los tímidos, ¿eh? Fascinante. Spock alzó una ceja, pero no dijo nada.
Aguardaron. Pasaron cinco minutos. Los tripulantes silbaban por lo bajo, se crispaban, manoseaban los controles.
McCoy permanecía inmóvil, completamente inmóvil, en medio de todo aquello.
—Dos minutos —anunció Sulu, casi con alegría.
—Recibido —replicó McCoy. Y pasó otro minuto, que pareció un año.
—Un minuto.
McCoy asintió con la cabeza y se concentró en respirar lentamente. Inspirar, expirar, inspirar, expirar.
—Hora cero —dijo entonces Sulu. Y nada sucedió.
Nada.
Más nada.
—Situación de los klingon —pidió McCoy. Sulu miró su escáner y negó con la cabeza.
—Sin cambios, doctor. Las armas están cargadas, pero no se aprecia actividad.
—¿Escudos?
—Tienen los escudos levantados —informó Chekov—, pero eso no les servirá de mucho en caso de que nosotros disparemos. Tienen aproximadamente una resistencia de cinco minutos a pleno fuego.
McCoy permanecía sentado e inmóvil.
—Espere —ordenó.
Durante dos, tres minutos más, cinco, diez minutos más, aguardaron. En el puente reinaba un tremendo silencio, pero el tenor de aquel silencio había cambiado. Al final de los diez minutos, Uhura comenzó a sonreír.
—Muy bien —dijo—. O bien le ha sucedido algo a su caballería, o nuestro amigo ha fanfarroneado en un ataque de ira. En cualquiera de los dos casos, ya he tenido bastante de esta condenada situación. Señor Sulu, háganos girar lenta y suavemente. Prepare todas las baterías delanteras y reduzca la velocidad orbital. Un giro lento y suave. Creo que ya sabe lo que tengo en mente.
—Sí, sí, señor —replicó Sulu divertido.
McCoy no necesitaba la pantalla para saber lo que sucedía. Podía verlo como si estuviera en la nave klingon. El enemigo desafiado espera el momento de la batalla. Aguarda hasta pasado el momento, en espera de que el desafiante cumpla con su baladronada. El que ha lanzado el desafío, desconcertado, mira a su enemigo. Mientras observa en dirección contraria a la que él ocupa, ve la figura blanca plateada que se inclina hacia delante en su órbita, con el gran disco delantero apuntado ahora hacia abajo, la barquilla hacia arriba; aprecia cómo continúa inclinándose, un perezoso, implacable y elegante giro sobre el eje central lateral; ve el disco, ahora cabeza abajo, que oscila y sube en su línea de visión, revelando las gargantas abiertas de sus enormes baterías fásicas principales y las bostezantes salidas de los torpedos de fotones. Luego, con la misma lentitud, la nave comienza a girar sobre su eje longitudinal para ponerse nuevamente boca arriba, y al mismo tiempo reduce la velocidad orbital. La suya propia no ha cambiado todavía, así que en la pantalla delantera el plateado monstruo se hincha, crece, se hace enorme, le cubre a uno con su sombra… reduce hasta detenerse delicadamente, en términos relativos a la velocidad propia, y se queda allí suspendida, una directa amenaza a su garganta, que orbita marcha atrás, sin preocuparse siquiera por el virtuosismo que eso requiere por parte del oficial timonel. ¿Y qué otros virtuosismos le demostrará el oficial de artillería, dentro de poco, a través de aquellas fauces de muerte?…
—¿Quiere que abra un canal, doctor? —le preguntó Uhura suavemente.
McCoy abrió los ojos.
—Todavía no —replicó el médico—. Démosles tiempo para pensar. Sulu, Chekov, armen. Máxima propagación en los torpedos de fotones, calibren todos los cañones fásicos a máxima destrucción. Tómense su tiempo. Háganlo de forma deliberadamente lenta. Quiero que el oficial de sensores pueda percibirlo. Armen todo lo que tengamos, hasta el último petardo.
—Sí, señor.
Sabía que Spock tenía los ojos clavados en su espalda.
—¿Guerra psicológica, doctor? —preguntó el vulcaniano con tono suave.
—En efecto, Spock. La violencia es violencia, pero esto será muchísimo menos violento que lo que ellos planeaban hacernos a nosotros.
Esperó durante uno o dos minutos, sólo para asegurarse.
—Uhura —dijo al fin—, abra un canal, si es tan amable. Llámelos.
—Sí, señor.
Silencio durante un instante. Todos observaban la pantalla.
—Mensaje entrante, doctor —le dijo Uhura.
—Páselo a pantalla.
La pantalla rieló y les mostró el puente de mando de la
Ekkava
y al comandante Kaiev sentado en él, visiblemente sudoroso y pálido.
—Bien, comandante —lo instó McCoy.
—Comandante MakKhoi —comenzó a decir Kaiev, y se interrumpió. Trataba de mantener una expresión impasible, pero no lo conseguía.
Por el momento, McCoy se negó a reaccionar.
—Comandante —comenzó, arrastrando lentamente las palabras—, creo haberle dicho que fuera a que le regularan la dosis de Tacrin. ¿Qué le pasa? ¿Es que no entiende lo que le sucederá si no se hace regenerar ese hígado? Deberá guardar cama durante semanas.
—Me moriré —declaró Kaiev, con una expresión de ligera sorpresa—. No puedo permitirme ese procedimiento de curación.
—¡No puede permitírselo…! —McCoy estaba escandalizado, pero también dejó eso a un lado tras un momento de lucha contra sus emociones—. Ya hablaremos de eso más tarde. Por supuesto, siempre que acordemos conjuntamente que habrá un más tarde.
Kaiev permaneció completamente inmóvil.
—Usted nos ha hecho ciertas amenazas —continuó McCoy— y puedo asegurarle que no me las he tomado a la ligera. Especialmente dado que somos inocentes de lo que usted nos acusa. Pero falta algo en la ecuación. ¿Es que alguien en su alto mando ha cambiado de parecer?
Kaiev no dijo nada. McCoy se repantigó en el sillón de mando.
—Sé bastante bien lo que uno de los suyos nos haría si las posiciones estuvieran invertidas —le aseguró—, y debo admitir que siento poderosas tentaciones de vapulear un poco para enseñarles lo erróneos que son sus métodos.
—Lucharemos hasta el último…
—Sí, por supuesto que lo harán, ¡vaya una pérdida de tiempo! —le interrumpió McCoy, mientras sacudía una mano en el aire con gesto de disgusto—. Lo lamento, Kaiev, no pretendo impugnar su visión del mundo, pero usted sabe perfectamente bien que esta nave puede caminar por encima de la suya con zapatos de clavos.
Kaiev pareció perplejo.
—¿Cómo? ¿Es algún tipo de arma?
Una sonrisa contenida alzó una de las comisuras de la boca de McCoy.
—Eso no tiene importancia. Podemos destruirles, en, ¿cuánto…?, ¿unos diez minutos, Sulu? ¿Cinco? Gracias. En unos cinco minutos, comandante. Si llegamos a tanto. Mi gente está un poco irritada por su actitud.
Tal vez lo que Kaiev veía en la pantalla le confirmaba aquello. McCoy no se volvió para mirar. En cualquier caso, el hombre parecía legítimamente nervioso… puesto que tenía derecho a estarlo.
—Comandante —dijo Kaiev—, usted sabe que no puedo pedirle condiciones. Lo sabe perfectamente.
—Por supuesto que lo sé. Lo crea usted o no —replicó McCoy—, lo apruebo. No se preocupe del porqué, en este momento. Comandante, ahora mismo tenemos que freír otros pescados. Pero, primero, quiero oírle decir que el ataque planeado se ha suspendido.
Kaiev parecía aún más incómodo.
—Comandante, mis órdenes…
—Usted dispone de un cierto margen —le interrumpió McCoy—. Suficiente como para no tener que suicidarse… aunque sólo sea ese poco. Créame, comandante, será mejor que lo utilice. Si hace un movimiento cuyo aspecto no me guste, haré pedazos su nave y luego venderé los pedazos como recuerdo… porque no quedará lo bastante para venderlo como chatarra. —Sonrió fugazmente—. Y, además, incluso si usted nos promete no atacarnos ahora, no ha de hacer promesa alguna respecto al futuro. Conozco a los klingon lo suficiente como para no esperar algo semejante. Sólo una tregua, hasta que cambie esta situación.
Kaiev meditó la propuesta. McCoy sonrió. Los klingon no eran realmente traicioneros… ése era un concepto sentencioso nacido de la estructura mental humana. No obstante, eran tremendamente oportunistas. Eran capaces de hacerle a uno cualquier promesa, y mantenerla hasta que la situación cambiara en beneficio propio. Entonces todas las promesas y apuestas quedaban sin efecto. A McCoy no le importaba; al menos sabía lo que iba a suceder y, hasta que ocurriera, dispondría de un tiempo durante el que no tendría que preocuparse.
El tiempo podría marcar la diferencia.
—¿Y bien? —preguntó—. Vamos, Kaiev, no se quede ahí sentado, vacilante. Tenemos cosas de las que hablar. ¿Hacemos una tregua? ¿O les hago volar ahora, recojo los recuerdos y regreso al planeta para buscar a los desaparecidos de mi tripulación?
—Muy bien —respondió Kaiev—. Lo prometo. No tengo muchas alternativas, porque estamos en desventaja. —Frunció el entrecejo—. Sigo sin entender por qué los suyos siempre se comportan de esta manera. Yo sí que les hubiera destruido a ustedes.
McCoy se encogió de hombros.
—Digamos simplemente que estamos tullidos a causa de nuestra propia visión del mundo —le respondió—, y continuamos a partir de aquí. Kaiev, creo que sabemos dónde están probablemente sus tripulantes.
Al oír aquello, los ojos del hombre se encendieron visiblemente de alivio. «Interesante —pensó el médico—. ¿Tendrá algún pariente en el grupo de descenso? ¿Un amigo íntimo?»
—¿Dónde? —inquirió Kaiev.
—Va a sonarle extraño…
—Comandante —dijo Sulu. «Resulta extraño que no me llamen doctor», pensó McCoy, mientras se volvía a mirarlo—. Señor, hay rumores en el subespacio. Se hacen cada vez más fuertes. Creo que estamos a punto de tener compañía.
—Comprendido. Prepárense, Kaiev, creemos que han sido desplazados a una corta distancia en el tiempo, a no más de unos siete o diez días en una dirección u otra. Ya le dije que iba a sonarle extraño —agregó mientras el rostro del klingon pasaba de la ansiedad al desconcierto, camino de la ira—. Simplemente limítese a asimilarlo. Haga lo que pueda con los datos, porque las cosas están a punto de cambiar. Pero le aseguro que estaban en el planeta… o lo estarán dentro de poco. Necesitamos…
—Incursión —anunció Sulu—. Entran en el alcance de sensores. Tres acorazados que salen del hiperespacio. A dos minutos luz de distancia. Desaceleran. Tiempo estimado de entrada en órbita, dos coma nueve minutos.
—Kaiev —dijo McCoy—, tenemos que sobrevivir a ésta. Tenga cuidado, porque si no salimos vivos de este encuentro no tiene ninguna esperanza de recuperar a sus tripulantes. Créame.
Kaiev parecía impresionado.
—Créame —repitió McCoy—. Es muy, muy poco probable que ustedes puedan duplicar los datos y los resultados obtenidos por nosotros. Yo no tengo ninguna mala intención para con ustedes, y quiero recuperar a mis tripulantes tanto como usted a los suyos. No destruya las posibilidades de ambos.
—Identificación positiva —anunció Chekov—. Acorazados klingon
Sakkhur, Irik y Lalash
. Todos completamente armados. Todos los sistemas de armamento preparados.
McCoy asintió con la cabeza y recorrió los diversos puestos con la mirada.
—Recibido. Damas y caballeros, preparados.
«¡Dios querido, ojalá estuviera en la enfermería, que es mi sitio!»
Pero debía sonreír. «Y que tampoco sea ésta la última vez que lo pienso…»
La pantalla mostraba los tres acorazados klingon que salían de la velocidad lumínica y se dirigían hacia el planeta. Eran naves gemelas de la
Ekkava
; en nada más grandes, pero entre las cuatro juntas podrían hacer lo que una sola no tenía esperanza alguna de conseguir. McCoy se removió un poco en el sillón de mando.
—Uhura —dijo—, un momento de silencio, por favor.
La mujer asintió, cerró el canal de sonido y sólo dejó entrar la señal de imagen.