Por prescripción facultativa (20 page)

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Authors: Diane Duane

Tags: #Ciencia ficción

—Recibido, doctor. —Pero el vulcaniano aún no había acabado con sus admoniciones—. De todas formas, debo preguntarle por qué se comporta de una forma tan provocadora.

—No me comporto así —le dijo McCoy—. Spock, es pura psicología klingon, o al menos lo más parecido que un hombre de la Tierra puede conseguir de momento. Gruñe primero, y fuerte, y no aflojes nunca. Excede la agresión del agresor y él se tira boca arriba y te presenta la garganta. Funciona con los lobos. Y hay aspectos en la conducta de los klingon que sugieren que la psicología de «manada» es de lo más efectiva con ellos.

Spock todavía mantenía un aire de duda.

—Daba usted peligrosas señales de disfrutar con la situación, doctor —señaló—. ¿Le importaría comentar la posibilidad de que descargara usted el enojo que le causa esta situación sobre los klingon?

McCoy se echó a reír.

—Pero por supuesto que lo hago, Spock. Es una de las mejores utilidades que se pueden encontrar a las emociones: utilizarlas como un instrumento, de manera consciente, para conseguir una meta. Las propias emociones de uno, por supuesto. En el caso de usted, hablo de forma teórica.

McCoy sonrió; Spock miró al techo. El médico estaba satisfecho con el resultado. Aquél sería un día pobre, incluso bajo aquellas horrendas circunstancias, si no conseguía pinchar un poco al vulcaniano.

—Mientras tanto —continuó—, he de comenzar a reunir un poco más de información para la Flota Estelar; van a querer que les envíe largos extractos, malditos sean. ¿Ha podido averiguar algo más sobre la radiación?

—Aún se producen incidentes menores aquí y allá en la superficie del planeta —replicó Spock—, pero, al igual que antes, ninguno de ellos parece atribuible a acontecimientos específicos que yo pueda identificar. Sigo con el problema. Sin embargo, debo poner en su conocimiento —continuó el vulcaniano— que les he echado una mirada a los escáneres de calor y radiación enfocados hacia el área en la que desaparecieron los klingon y las pistas son de idéntica naturaleza a la dejada por el capitán. Sea cual fuere el agente que opera en este planeta, fue el mismo en ambos casos.

—Maravilloso —dijo McCoy—. Así que hay algo que ahora tiene a Kirk y a un puñado de klingon en el mismo corral. Ya necesitaba yo algo así para tener paz mental.

—No hay, por supuesto, prueba alguna de que semejante cosa haya sucedido efectivamente…

—Spock —le interrumpió McCoy—, le apuesto cinco centavos.

Spock alzó las cejas.

—¿Pretende usted referirse a una moneda de verdad?

—Da la casualidad de que en mi camarote, cuidadosamente oculta a los ojos fisgones, tengo una verdadera moneda de cinco centavos cabeza de búfalo, datada en los ancestrales días de 1938. Le apuesto esa moneda a que el capitán y los klingon acabarán en el mismo sitio. Y —agregó el médico— le apuesto a que Jim se burlará astutamente de ellos.

—Si pierdo la apuesta —le advirtió Spock—, no tendré la posibilidad de entregar la cantidad en cuestión. Me temo que no tengo ninguna moneda de cinco centavos.

—Da lo mismo —replicó McCoy—. Haga el favor de darme esa libreta electrónica. He de pensar en algo que suene lo bastante bien como para mantener alejada de mi cuello a la Flota Estelar durante las próximas horas.

—¿Es que espera que suceda algo en ese período de tiempo? —preguntó el vulcaniano.

—Spock, con la suerte que tengo, algo ocurrirá. Usted, simplemente observe.

Katur era una oficial joven, que durante su vida había acumulado una larga experiencia de descensos a la superficie de los planetas. Se enorgullecía de su capacidad para enfrentarse con lo inesperado. Había visto muchas cosas que significaron la muerte para los menos preparados que ella, los que no eran capaces de reaccionar en un segundo, para matar velozmente y sin indebidas consideraciones respecto a las consecuencias. Pensar en exceso, opinaba Katur, era malo para el pulso. La reacción, el reflejo rápido y despiadado, ésa era la receta de la supervivencia… y del ascenso de rango.

Pero no estaba en absoluto preparada para nada que se pareciera a aquello.

La reunión mantenida con el comandante Kaiev había sido breve y simple.

—El planeta está lleno de alienígenas —había dicho él—. Según los indicios, algunos de ellos podrían ser peligrosos. Mantengan el debido cuidado, pero no vacilen en dar un ejemplo a algunos de ellos si lo creen necesario. Los informes de nuestros agentes de inteligencia indican que el planeta es muy probablemente una rica fuente de recursos
tabekh
. Ustedes deben buscar las materias primas necesarias y, una vez identificadas, traer a bordo la mayor cantidad posible. Manténganse alejados del personal de la Federación, a toda costa. No queremos que se formen ni la más ligera idea de lo que perseguimos en este área, para que ellos no intenten explotar también esos recursos. ¿Comprendido?

Katur lo había comprendido todo demasiado bien. En aquel descenso obtendría una preciosa pequeña victoria. «Mi madre no me crió para cavar en la tierra como una criada —pensó mientras se encaminaba hacia la sala del transportador junto con los demás—. Pero a veces una debe sufrir en silencio para alcanzar metas más elevadas.»

Katur pensaba frecuentemente de aquella manera, con axiomas y sabios refranes. Era un mal hábito que había adquirido de su hermano, muerto de forma repentina a medio axioma en la superficie de algún mundo de la grieta galáctica sur, cuando una criatura con demasiados dientes y poca capacidad para apreciar los sabios refranes le había saltado encima y arrancado la cabeza de un bocado. Katur nunca había querido mucho a su hermano, así que se sintió poco conmovida por el incidente, excepto para afirmarse en que la sabiduría era mejor dejarla para los demás, y que el pensar con demasiado ahínco tendía a distraerle a uno de lo que sucedía en la vecindad inmediata. Los sabios refranes aún hacían ruido en su cabeza, pero ella se los guardaba para sí y hacía todo lo posible para no prestarles atención.

En aquel momento se hallaba sentada en el vehículo todoterreno y mascullaba para sí misma contra la forma de conducir de Kesaio, que era ciertamente apropiada para un carro de estiércol, pero para nada mejor que eso. El transportador les había transferido prácticamente al centro del campamento de la Federación y habían tenido que soportar abundantes miradas de interés mientras salían trabajosamente del claro. Ése era otro problema: la falta de carreteras adecuadas. El comandante les había prohibido el uso de una aeronave, porque aparentemente pensaba que el comandante de la Federación, no el famoso Kirk de habla suave sino algún otro oficial, era muy fácil de contrariar y podía malinterpretar la aeronave como excesivamente útil para atacar a los grupos de descenso de la Federación.

Aquella sola declaración había conseguido que a Katur se le retorciera el hígado. Sintió desprecio por Kaiev, aunque reconocía que la suya era una actitud prudente; quizás incluso más de lo habitual, porque aquel hombre muy raramente había parecido ejercitar el buen juicio en otras ocasiones. Era perfectamente capaz de mostrarse osado cuando el enemigo era pequeño y estaba desamparado, cosa que irritaba a Katur. No había honor alguno en semejantes pretensiones; esclavízalos y acaba de una vez. Pero aquella repentina y cuidadosa cortesía que exhibía Kaiev a la vista de los cañones punitivos de la
Enterprise
irritaba considerablemente a Katur. Era una verdadera lástima que ya estuviera preparado el vehículo. Lo único que habría hecho falta era un momento de sorpresa para agregar gloria a los nombres de todos ellos. Gloria, y un pronto final a aquel viaje de rutina por el medio de ninguna parte.

En cambio, se les obligó a actuar humildemente y conducir aquel vehículo por entre los miembros de la Federación y, aún peor, entre los alienígenas.

—Yo les mataría a todos —masculló Katur para sí—. Mira esas cosas repugnantes.

—Intento no hacerlo —comentó Helef, que se hallaba junto a ella y tenía el entrecejo fruncido.

Era comprensible, porque aquellos seres eran, en efecto, repugnantes. La mitad de ellos parecían gordas bolsas de gelatina de colores sedosos; la otra mitad eran estúpidas plantas, salvo que tenían pequeños ojos de colores que dejaban claro que les observaban, pensando vaya a saberse qué.

—Todavía la emprenderé con el hacha contra uno de ellos —dijo Katur con voz susurrante—. ¿Por qué será que dondequiera que vamos nos encontramos continuamente con estas cosas? ¿Es que el idiota del universo no tiene nada mejor que hacer que crear constantemente más y más vida? La mayoría de ella no vale siquiera la pena conquistarla. —Se estremeció—. Todas son vidas sencillas, sin sofisticación, sin elegancia, sin pasiones grandiosas. El universo es un peatón desesperante, Helef.

Helef se encogió de hombros y miró hacia otra parte: No era nada filósofo, ni en sus mejores momentos.

Kesaio les sacó del claro por el sendero estrecho y lleno de irregularidades. Las ramas de los árboles les azotaban el rostro; los del asiento de atrás se agachaban; Kesaio y Tak, en el delantero, proferían imprecaciones. Katur ansiaba ver el final de aquel día. «Desenterrar
tabekh
como un sirviente —pensó—. Alguien debería retar a duelo a Kaiev por esto y arrancarle el hígado. El problema es que necesitamos esa sustancia, supongo.» Realmente habían pasado ya tres semanas desde la última vez que alguno de ellos había tomado
tabekh
, y ya se habían producido varios asesinatos a bordo de la nave al perder los estribos uno u otro miembro de la tripulación y matar a otro para apoderarse de su ración. Dar con un planeta que tenía recursos de la sustancia era una suerte increíble, y debían explotarla. Pero Katur estaba intensamente irritada por que la hubiesen enviado a encargarse de la explotación.

Salieron a otro claro y pasaron rugiendo por él. Entonces sucedió algo. Katur no estuvo segura de los detalles ni siquiera más tarde, cuando tuvo tiempo para pensar en el asunto, pero pareció como si de pronto hubiera una piedra en el centro del claro, donde previamente no había nada. Tuvo poco tiempo más para considerar el fenómeno, cuando fue arrojada fuera del vehículo por encima del parabrisas.

Estaba lo bastante bien entrenada como para rodar sobre sí al llegar al suelo; un momento más tarde se hallaba de pie, con el arma en la mano, y miraba a los demás. Estaban todos tendidos por el suelo en varios estados de contusión. Kesaio se hallaba sentado y gemía, sangraba por una buena brecha que tenía en la cabeza. Katur se acercó y le ayudó rudamente a ponerse de pie, aferrándolo por un brazo.

—Es una lástima que no te hayas matado —le dijo—, pero no te preocupes: el comandante lo hará por ti cuando vea lo que has hecho con el vehículo.

Kesaio todavía no estaba bastante repuesto para hacer otra cosa que gemir. Katur se encaminó hacia Helef, y se detuvo brevemente para dar una patada a una de las excavadoras vibratorias que habían caído del vehículo y se había partido limpiamente en dos.

—Fantástico —comentó—. Ahora tendremos que hacerlo todo a mano. —Ayudó a Helef a ponerse de pie; estaba aturdido, pero eso era todo—. ¿Tak? —preguntó.

—Estoy bien —respondió el interpelado—. Katur, ¿has visto eso? La piedra se puso delante de nosotros.

Ella lo miró fijamente.

—Estás atontado. Vamos, recoge tu arma.

Él hizo lo que Katur le decía, pero al mismo tiempo miraba con expresión suspicaz a la piedra.

—Katur, lo digo en serio. Al principio estaba en otra parte y se desplazó.

—Nada se ha desplazado —le dijo ella con desdén—. No seas estúpido. ¿Cómo iba a moverse una piedra? ¿Ves alguna marca en la hierba o cosa que se le parezca?

—No, pero…

—Idiota —le dijo ella, y se alejó a grandes zancadas.

Una nueva decepción. Habitualmente le gustaba Tak, pero, si iba a comenzar a alucinar con ella, no tenía ningún valor.

Katur miró el vehículo. Una ruina. ¡Con qué facilidad podían hacerse pedazos las cosas en el mundo! Había partido con la esperanza de recibir alabanzas por la tarea bien hecha, y a causa de lo sucedido se tomarían medidas disciplinarias contra todos ellos. Y todavía no tenían el
tabekh
.

Los parabrisas del vehículo estaban hechos añicos. Katur lo miró mientras se frotaba el cuello ligeramente dolorido y se preguntaba cómo se las habría arreglado para salir volando por encima de él y no golpear contra la roca.

A menos que la roca se hubiera movido, efectivamente…

No, ridículo. Se acercó a la otra excavadora y la recogió. Todavía estaba entera, pero si funcionaba era otro asunto.

—Vamos, todos vosotros —les dijo a sus compañeros—. Al menos nos queda un trasto de estos. Vamos a llevarnos el maldito
tabekh
, en cantidad más que suficiente para todos.

—¿Y qué hacemos con el vehículo?

—Le diremos al comandante que uno de esos miserables árboles se puso delante de él —replicó Katur—. Las rocas no podemos explicarlas como no sea por la torpeza de la gente. —Miró a Kesaio con el entrecejo fruncido—. Pero podemos coger uno de esos árboles y dejarlo de tal forma que parezca que el alienígena se metió torpemente en nuestro camino. No hay nada más fácil. Toma, coge esto —continuó, y le entregó la excavadora vibratoria a Helef.

Él la cogió de mala gana, pero no tenía elección; ella era más veterana que él.

—Venga —le ordenó ella—, dame tu escáner.

Él se lo entregó, también con reticencias. Había dedicado bastante tiempo a hacer pequeñas modificaciones en el aparato y le disgustaba que alguien manoseara los ajustes realizados. Katur cambió las frecuencias de lectura hasta que fueron de su gusto y luego realizó un sondeo en círculo.

—Allí —dijo—. Allí tenemos una pista segura. Hacia el noroeste, a no más de cuatro mil pasos de distancia. Creo que podremos hacerlo en una hora, poco más o menos. Vamos, acabemos con esto de una vez.

Se encaminaron hacia el noroeste, en dirección a las colinas de color verde azulado. Una larga tarde suave, azulada por la calina y la característica clorofila del planeta, descendía sobre todo el entorno. Katur, indiferente, estaba ciega a todo aquello.

Otra cosa que tampoco vio, y que le hubiera importado bastante más, era la roca que les seguía.

7

Kirk estaba sentado a la sombra del maestro de los ;at y pensaba concentradamente. La tarde comenzaba a caer sobre el paisaje; la luz cambiaba de la extraña mezcla de calidez y frescor de la mañana y las horas del mediodía a algo casi completamente cálido, aunque los azules y verdes todavía eran predominantes. El metálico brillo del sol del planeta se transformaba en un color oro viejo que bañaba el aire inmóvil. Hacia el noroeste, en dirección a las colinas, los pájaros, o algo que podría haber pasado por pájaros, comenzaban a cantar entre las ramas de los árboles. Era un canto apagado, abstracto y ligeramente melancólico. A Kirk le recordaba el de los ruiseñores, o el de los tanagras en invierno, y se adecuaba exactamente a su humor del momento y a la sensación que le producía el lugar.

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