El ;at permaneció en silencio durante largo rato, mientras consideraba la pregunta que acababa de formularle. Kirk no tenía prisa ninguna. Se sentó bajo la cálida luz del sol.
—Aguardaré de esta forma, si no le importa —comentó.
—Por supuesto que no me importa —le aseguró el ;at.
Kirk se acomodó, con las piernas cruzadas sobre la hierba corta y fina, y se dedicó a mirarla y tocarla. La vegetación era más parecida al trébol que al césped; las pequeñas hojas redondas, hinchadas de líquido, como las de algunas plantas grasas de la Tierra, eran elásticas y duras; tenían el mismo color verde azulado que la mayoría de las otras especies de vida vegetal del planeta. El aroma especiado que Kirk había detectado antes subió hasta él cuando presionó las plantas con la mano. El capitán respiró aquel aroma, agradecido. Por mucho afecto que le tuviera a la
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, y por muy eficientes que fuesen los renovadores e ionizadores de aire de la nave, nunca conseguían que tuviera del todo aquel olor a atmósfera renovada sólo por el sol y el viento.
—¿Puede enseñarme el lugar del que provienen ustedes? —inquirió el ;at.
Kirk dejó a un lado la aparente extrañeza de la pregunta. Sabía que, si bien el departamento de lingüística podría haber allanado los problemas del traductor con el idioma en sí, habría dificultades conceptuales que requerirían semanas solucionar, y muchas preguntas que los ;at considerarían lo más normal del mundo resultarían extrañas a los seres humanos. En particular, la capacidad sensorial de aquellos seres, que parecía adecuada para identificar a la
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desde la superficie del planeta, a plena luz del día, y percibir detalles de ella, era algo fenomenal; Kirk tendría algunas preguntas propias que formular al respecto. En cualquier caso, McCoy había afirmado que aquella especie era de alguna forma la clave del planeta, y las corazonadas de McCoy nunca eran estériles; siempre tenían alguna consecuencia, aunque no siempre de la forma que uno esperaba. Kirk estaba decidido a pasar todo el tiempo posible con aquella criatura, y hacer que ese tiempo fuera «de calidad». Antes o después le llamaría alguien desde la nave; tendría que regresar para relevar al pobre Bones del puesto de mando y volver al trabajo. Pero por el momento iba a relajarse y divertirse.
Miró hacia el cielo, en busca de la luna del planeta para que le proporcionara algún tipo de orientación; pero se había puesto. Había prestado poca atención al sistema de coordenadas que había establecido su gente. Sabía que el polo norte del planeta señalaba más o menos hacia la eclíptica galáctica, pero eso le servía de muy poco para responder a aquella pregunta.
—Necesitaría esperar a que cayera la noche —replicó—. A bordo de mi nave, podría señalárselo con bastante rapidez. Desde aquí, necesito ver una estrella que pueda reconocer, y eso no puedo hacerlo a plena luz del día.
El ;at no se movió ni habló, pero Kirk tuvo una sensación de asentimiento por parte de su interlocutor, como si aquello le confirmara algo que ya había esperado.
—¿Cómo es el sistema de su planeta?
Kirk rió entre dientes.
—Muy pequeño —le dijo—. Muy, muy pequeño.
Mentalmente podía ver el esplendor de la Tierra en la noche, todas las luces brillando en la cara nocturna, el destello dorado de las ciudades vivas con millones de personas, el resplandor de la luz lunar o solar en las instalaciones orbitales y en los satélites, a medida que pasaban de largo, el brillo frío y nítido de las ciudades de la Luna. Muchos pasajeros de la
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habían visto las enormes instalaciones orbitales brillantes de la Flota Estelar en las que repostaba la nave al llegar a casa; todo era pulido, enorme, moderno, impresionante; bastantes de ellos habían quedado boquiabiertos y hablado volublemente sobre los logros de los seres humanos, conseguidos en solitario o junto con sus compañeros alienígenas de otras humanidades. Para la mayoría, la Tierra era la única porción del sistema solar que tenía importancia; todos los demás planetas no eran más que colonias. Pero para Kirk, el sistema solar era más que su planeta Tierra. Había llegado del lejano espacio intergaláctico la cantidad de veces suficiente como para sentirse impresionado y conmovido al atravesar lo que él llamaba secretamente «el felpudo»: la radiopausa, aquel lugar, mucho más allá de la órbita de Plutón, en el que la gravedad y el viento solar podían sentirse por primera vez en el casco de la
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. Allí era donde el sistema solar comenzaba para él, allí fuera, en medio de la oscuridad. Era un largo camino de entrada con los motores de impulsión, que le daba a uno tiempo para mirarlo todo y pensar. Lo que siempre recordaba eran los largos silencios fríos de las franjas exteriores, el vasto vacío; la pequeña estrella amarilla de tipo-G, una enana amarilla en realidad, nada particularmente especial, como un agujerillo de alfiler durante la mayor parte del tiempo; y al final del viaje, aquel mundo bello, diminuto, empequeñecido e insignificante contra el telón de fondo de la robusta implacabilidad de las gigantes gaseosas del espacio exterior… una cosa delicada, un accidente, un milagro casi malogrado en una o dos ocasiones.
Intentó contarle eso al ;at. No supo cuánto había podido transmitirle, no tanto a causa de los problemas del traductor como por su propia dificultad para expresarse. Pero el ;at le escuchó pacientemente y al final dijo:
—Parece tenerle usted cariño al planeta.
—Bueno, es mi hogar —dijo Kirk—. O, para ser sincero, lo fue. La
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es actualmente mi hogar. Puedo visitar la Tierra durante períodos más o menos largos, pero siempre quiero regresar a bordo de la nave.
Sonrió para sí, divertido por el hecho de comentar con un alienígena lo que había meditado días atrás, en el puente de la nave. «No he formado un hogar con ella, después de todo —pensó—, sino dentro de ella. Es muy diferente. Esa respuesta servirá de momento.»
—Han recorrido un largo camino para vernos —le dijo el ;at.
—Nos enviaron —aclaró Kirk—, sí.
—¿Y vinieron voluntariamente?
—Siempre lo hacemos. Bueno —rectificó Kirk tras reconsiderar lo anterior—, casi siempre. Ocasionalmente hay misiones que preferiríamos no realizar, pero las hacemos con el fin de mantener la paz. Hay otras especies que abordan de una forma menos, eh, tolerante que nosotros la vida del universo. Y eso no quiere decir que nosotros seamos perfectos, tampoco.
«Ésta es una senda peligrosa para ser recorrida por un hombre que tiene intención de conseguir que las especies de este mundo entren en la Federación», se dijo Kirk. Pero intuía que las vaguedades de la jerga diplomática no serían apropiadas en aquella situación. El ;at podía parecer inteligente, y de alguna forma peligroso, pero en aquel ser había un aire de inocencia del que Kirk no sentía deseo alguno de aprovecharse. Era una de las cosas que más había apreciado siempre en una raza alienígena —la propia forma de ser—, y maldito si tenía intención de adoptar el estilo del colonizador agresivo y obligar a otro ser a encajar en el molde de sus propias expectativas. Ni él ni su nave habían viajado hasta allí para eso.
—Permítame preguntarle una cosa, señor, si puedo —dijo Kirk—. Usted es el único de su pueblo que hemos visto hasta ahora. Hemos tenido contacto con muchos ornae y lahit, pero sólo con un ;at. ¿Habla usted conmigo en representación de su pueblo?
Hubo un silencio. Kirk podía sentir físicamente al ;at considerar la pregunta.
—Creo que podría decirse —respondió finalmente— que yo soy el único de los nuestros al que necesitan ver. Uno es adecuado para hablar por todos. Pensamos todos de forma muy parecida.
Kirk permaneció callado durante un momento. Había habido planetas en los que le habían ofrecido respuestas similares y la realidad resultó ser risiblemente distinta. Pero en aquel caso reconoció que tenía delante la verdad. Aquél, entonces, era el jefe ;at o algo que se le parecía mucho.
—Muy bien —dijo—. ¿Y qué hay de las otras especies? ¿Tienen ellos alguien que hable en nombre de todos?
—No de su propia especie —fue la respuesta que le dio el ;at—. No sienten ninguna necesidad de tenerlo. En los asuntos relacionados con el bienestar de todos ellos, nosotros hablamos en su nombre.
El retumbar de la voz del ;at adquirió, por primera vez, una nota ligeramente amenazadora. O no específicamente amenazadora, sino que con ella se daba a entender que cualquier cosa que afectara adversamente a cualquiera de las otras dos especies se encontraría con la respuesta de aquel ser, y que esa respuesta podría no ser agradable.
—Para mí es suficiente —le dijo Kirk—. Eso era lo que intentaba averiguar.
—¿Por qué?
Kirk estiró las piernas delante de sí.
—Usted ya habrá deducido, supongo, que nosotros no vinimos hasta aquí sencillamente porque nos apetecía.
—Correcto —replicó el ;at.
—Bien. Somos representantes de un gran número de especies que se han asociado entre sí para beneficiarse mutuamente del comercio y la explotación. Y —agregó Kirk—, a decir verdad, para tener compañía. La vida en un universo con otras especies es mucho más interesante que la vida en un universo en el que no hay otras especies.
—Ésa es ciertamente una forma de expresarlo —comentó el ;at.
Una vez más, Kirk sintió aquella especie de presión, como si el ser le observara tan estrechamente que todo el peso de sus pensamientos se concentrara sobre él, un peso tan tangible como la piedra que lo formaba. Permaneció sentado y resistió aquella fuerza de la mejor manera posible.
Cesó al cabo de unos instantes.
—¿Son muchos, ustedes? —le preguntó interesada la criatura.
—Muchos billones —respondió Kirk—, dispersos por millares de mundos. No todos nosotros viajamos por los planetas, de ninguna manera. Pero muchos lo hacemos.
—¿Y «comercian»? —inquirió el ;at.
Kirk asintió con la cabeza.
—Tenemos muchos tipos de necesidades diferentes. Algunos de nuestros mundos son ricos en cosas que otras especies necesitan, o desean… objetos o conocimiento. Buscamos formas de cubrir mutuamente nuestras necesidades, de forma que todos tengan lo que requieren para que sus vidas sean fructíferas. —«Al menos —pensó—, así es como se supone que debería funcionar.»
—¿Y todas esas especies nunca se hacen daño las unas a las otras?
Kirk se puso a sudar.
—Sí, me temo que a veces se lo hacen —le respondió—.Nos queda un largo camino por recorrer antes de que podamos atravesar el universo simplemente para oler las flores. Algunos de nosotros las pisamos. A veces por accidente, otras intencionadamente.
Se produjo un silencio.
—Enséñeme una flor —le pidió el ;at. Kirk levantó la mirada, confuso. —Por supuesto —le dijo.
Se puso de pie y recorrió el claro con los ojos. Ya no estaba formado totalmente por aquella hierba que había examinado momentos antes; había una vegetación de arbustos bajos esparcida aquí y allá, y entre las ramas se veían puntos de color brillante.
—¿Quiere que se la traiga hasta aquí? —le preguntó al ;at.
—No es necesario —replicó la criatura—. Enséñemela.
Echó a andar hacia uno de aquellos arbustos. Fue entonces cuando se llevó otra sorpresa, porque el ;at le acompañó. No se había movido, pero al mismo tiempo estaba a su lado a cada paso que daba, sin mover ni una sola de las hojas de flexible hierba verde azulada que cubrían el terreno, ni siquiera una mota de polvo. Era un truco impresionante y Kirk se preguntó cómo demonios lo haría.
«Aunque, claro está, dijeron que la condición tangible de los ;at era «ocasional». Me pregunto si será voluntaria. ¿La encienden y apagan a voluntad? ¿Y cómo afecta al metabolismo de estos seres? —Volvió a sonreír para sí—. Ahora entiendo por qué se volvió tan loco Bones cuando le llamé de vuelta a la nave. Deberé encontrar una manera de compensarle más adelante.»
—Aquí —dijo, se detuvo y se arrodilló.
Las manchitas rojo brillante del arbusto resultaron ser bayas; pero entre la hierba había varios tipos de plantas. Kirk tendió una mano para tocar una pequeña planta de hojas anchas, como una primavera en miniatura, con una flor de pétalos delicados parecidos a los de una orquídea.
—Eso es lo que nosotros llamaríamos normalmente una flor. No sé con seguridad si se corresponde estrictamente con las flores de la Tierra; tendría que preguntárselo a la gente del departamento de biología de mi nave para cerciorarme.
El ;at se inclinó por encima de él; mejor dicho, no se movió, pero su sombra se inclinó por encima de él y de la flor.
—Sí —comentó entonces—, creo que ya comprendo la expresión. Significa interferir en el proceso natural de unos seres que están en paz.
—Sí —confirmó Kirk.
El ;at se enderezó, o más bien su sombra se acortó, y de pronto estuvo erguido nuevamente sobre el suelo.
—Se lo agradezco —le dijo—. Ahora, déjeme que le enseñe una cosa.
E inmediatamente cayó la noche.
Era una noche llena de fuego y gritos. Los gritos no se parecían a nada a lo que Kirk hubiera oído antes, pero le llevó sólo un instante reconocer los raspantes sonidos que emitían los ornae, que repentinamente habían adquirido un tono terriblemente alto, y el susurro de los lahit aumentado a una terrible velocidad. Rayos fásicos y desintegradores se lanzaban a través de la más absoluta oscuridad y encendían fuegos allá donde hacían blanco. Se oía el estrépito ocasional de algunos explosivos a una distancia media. Kirk permaneció inmóvil porque no podía ver por dónde huir. De alguna forma, sabía que el ;at continuaba a su lado, con unas emociones terribles que se agitaban en su interior, aunque contenidas de momento.
Un rayo fásico hizo blanco en un punto cercano. Un lahit gritó; una arboleda de ellos huyó tambaleándose en la oscuridad, sus ramas se agitaban agónicamente, todas en llamas. Otro rayo iluminó la estructura ornae que destruyó; la iridiscente carne estalló, el protoplasma se derramó y siseó mientras se vaporizaba. Tras algunos segundos, el ataque cesó; pero no cayó el silencio; los gritos de los lahit todavía se oyeron durante mucho rato. De los ornaet ya no se oía sonido alguno.
Algo pasó por encima de su cabeza, con los plateados bordes silueteados por la luz de una única luna; era una forma roma y pulida que pasó por el cielo con el rugido de unos motores de hierro y se perdió en la bruma lunar del horizonte.