—Sus palabras temporales son bastante peculiares —contestó Spock—, pero deduje que quizá podrían arreglar algo para mañana o pasado mañana.
—Muy bien, pues. Le sacaremos lustre a la plata de la compañía. Damas y caballeros, ¿hay algo más que haga falta cubrir aquí, para informar a los jefes de departamento? El informe de ciencias tendrá lugar mañana por la mañana.
Los que rodeaban la mesa negaron con la cabeza.
—Pueden marcharse, entonces. Doctor…
La sala se vació lentamente. McCoy se desperezó en la silla, y en el momento en que se cerraba la puerta, preguntó a Kirk:
—¿He de quedarme castigado después de la salida por llegar tarde?
—Pensaba que era usted el que me atormentaba a mí con el exceso de trabajo —comentó Kirk.
McCoy adoptó un aire de culpabilidad, pero fue sólo momentáneo.
—Jim, ha de tener presente que esta situación no se parece a nada que hayamos visto antes…
—Al igual que la mayoría de las otras situaciones en que nos hemos encontrado —lo interrumpió Kirk—. Haga el favor de tranquilizarse un poco y deje que sus subordinados asuman una parte de la carga. La situación parece bastante estable; mañana podrán bajar grupos más grandes y un número mayor de ellos.
McCoy asintió con la cabeza y bostezó; luego pareció molesto consigo mismo.
—Lo siento… es el nivel de azúcar en la sangre. Me he saltado una comida.
Kirk blandió un dedo en dirección a Bones mientras se ponía de pie.
—Oprobio, oprobio. Médicos, alimentaos. Mejor aún, acompáñeme a la sala recreativa. También yo me he saltado el almuerzo.
—¿Cómo supone que va a conservar la salud si no deja de saltarse comidas…? —protestó McCoy.
Kirk le dijo a Bones que era como un forúnculo y, en palabras nada clínicas, comenzó a describirle el emplazamiento de dicho forúculo mientras ambos salían de la sala.
Al día siguiente, McCoy se hallaba de pie en el temprano sol de la mañana y meneaba la cabeza.
—Al viejo Will Shakespeare le habría encantado esto —dijo en voz baja.
Junto a él, el rubio de elevada estatura, Don Hetsko, otro de los enfermeros de la nave, levantó los ojos del sensor con expresión perpleja.
—¿Por qué?
—Fíjese —replicó el médico—. El bosque de Birnam avanza hacia Dunsinane
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.
Se encontraban en el claro, rodeados nuevamente por los ornae y por otros miembros de la tripulación de la
Enterprise
. Hasta ese instante los principales sonidos que podían oírse eran los ruidos del bosque circundante —el suave y repetitivo zumbido de enormes insectos que tenían un aspecto sorprendentemente parecido al de iguanas aladas— y las alegres voces rasposas de los ornae mismos, entretejidas con las voces de varios miembros del departamento de ciencia que conversaban con ellos. Pero en aquel momento se percibía otro sonido, que se hacía más poderoso: era como un susurro de ramas que se frotaran rítmicamente las unas contra las otras. Y eso era, en efecto. Un grupo de lahit avanzaba lentamente hacia el claro.
Ninguno de ellos medía menos de un metro ochenta de altura y la mayoría rondaba los tres metros. Tenían troncos y ramas definidos, su silueta general era alta y puntiaguda, como la de los pinos. «Al menos lo es la de este grupo», pensó McCoy, porque las imágenes tomadas por el equipo de investigación habían dejado claro que había bastantes formas diferentes de lahit… aunque no se sabía cuántas con exactitud. Las «hojas» que había en las ramas de las criaturas eran blandas y plumosas; su forma recordaba las agujas de pino, pero se movían al más ligero toque de brisa. Los troncos eran de un verde brillante, como los de los árboles más estacionarios del bosque; las hojas eran más oscuras y de un color «pícea» ligeramente azulado. Escondidas entre las hojas había pequeñas formas redondas, parecidas a bayas. Al principio, McCoy pensó que eran lo que parecían. Luego comprobó que eran ojos, algunos de los cuales le estaban mirando.
Les ordenó a los pelos cortos de la nuca que dejaran de erizarse. A su lado, con una voz que parecía muy impresionada, Hetsko susurró:
—Santo Dios. Ha llegado el día de la venganza del árbol de Navidad.
—No les des ideas, hijo —le recomendó McCoy mientras observaba con interés el modo de locomoción de los lahit.
Evidentemente, aquéllos eran árboles caminantes… o quizá sería mejor decir que «aquél era»; podía tratarse de una sola criatura, aunque parecía haber alrededor de quince troncos en el grupo, que aparentemente se movían de forma independiente. En cualquier caso, las raíces nunca sobresalían mucho del suelo. Eso tenía sentido, si cumplían las mismas funciones que las de las plantas convencionales; no se puede cortar repentinamente la fuente de nutrición cada vez que uno se desplaza. El sistema de irrigación de aquella especie probablemente iba a ser aún más interesante que el de los ornae.
«Deja de hablar en plural —se dijo McCoy mentalmente—. No superpongas tus propios prejuicios a esta situación. La realidad ya es lo bastante extraña de por sí.»
—Será mejor que guarde las últimas lecturas —le dijo a Hetsko—; vamos a tener otra lista completa dentro de muy poco. Envíe la nueva información sobre los ornae a la nave. Más tarde deberé subir a repasar otra vez los algoritmos del traductor.
—De acuerdo —replicó Hetsko, que se marchó a cumplir con la orden y dejó que McCoy observara a Kerasus, que se acercaba a los lahit para hablar con ellos. Tenía un aspecto ligeramente intranquilo, y McCoy comprendía por qué. La muchacha había llegado al punto en que comenzaba a sentirse levemente segura de poder traducir correctamente el ornaet elemental… y en aquel momento era como si regresase al parvulario, para comenzar desde el principio con otra especie y cometer quién sabe qué errores.
Él también se les acercó porque pensaba que quizá podría obtener algunas lecturas fisiológicas iniciales en las que pudiera confiar sin preguntarse más tarde si el miembro de la tripulación que las había recogido tenía el escáner sujeto por el extremo correcto. McCoy le dirigió una mirada mientras desprendía su propio escáner de mano.
—Valor —le dijo—. Después de todo, lo único que tenemos ahí es una nueva especie más.
—Esperemos que así sea —replicó ella en voz baja—. Buenos días —saludó a los lahit.
Los lahit susurraron, sonido que el traductor de McCoy vertió como ruido sin significado.
—Como preliminar para las frases de cortesía —comenzó a decir Kerasus—, ¿cuántos son usted o ustedes?
Los árboles parecieron inclinarse para reunir sus copas y luego volvieron a erguirse.
—Somos uno solo —replicó el lahit.
«Eso es una gran ayuda —pensó sardónicamente McCoy. Otra especie más que se mostraba confusa respecto a los plurales—. Sabe Dios cuántos piensa él que somos nosotros. Ah, bueno… se necesita de todo para hacer un universo…»
—Gracias —le dijo Kerasus—. Mientras hablamos, ¿le importaría si uno de los especialistas físicos lo examinara? Él no necesitará tocarle si usted no quiere que lo haga.
Se oyó otro susurro.
—¿Él? —preguntó el lahit.
«También tienen problemas de género. —pensó McCoy— Nada de esta misión va a resultar fácil, ¿verdad?»
—Eh… se lo explicaré dentro de un instante —respondió Kerasus.
El lahit volvió a susurrar.
—Sí —dijo finalmente—. Examinar.
—Gracias —replicó McCoy, y tras encender el escáner comenzó a caminar lentamente en torno al lahit. Distraídamente, miraba el suelo abierto por el que había llegado. En la tierra levantada se movían varias formas de vida alargadas. «¿Eran aquellas formas de vida realmente independientes? ¿Era posible que se tratara solamente de raíces que acababan de desprenderse por el acto de «caminar» ¿Era probable que aquella criatura se reprodujese de esa forma?»
—Teniente Siegler —dijo, levantó la vista y llamó con un gesto a uno de los miembros del departamento de medicina—. No puedo encargarme de mirar eso en este momento. Tome algunas lecturas, ¿quiere? Quiero saber si son independientes de este amigo que tenemos aquí.
El teniente Joe Siegler se acercó apresuradamente mientras realizaba algunos ajustes en su sensor de mano y McCoy volvió a lo que tenía entre manos. El escáner médico absorbía datos a toda la velocidad de la que era capaz, McCoy podía abstraer muy poco de él mientras funcionara en el modo de recogida rápida. «Presiones sistémicas muy bajas —pensó—; con esas lecturas, podrían ser perfectamente árboles normales. Tal vez el modelo exovegetativo estándar me resultará más útil de lo que había pensado en principio. Hmm… esa lectura de eco es interesante… una estructura de algún tipo parecida a un corazón, pero tendida a todo lo largo de cada «tronco»… cilíndrico, principalmente controlada por la gravedad, más parecida al sistema circulatorio humano que a otra cosa… cavidades y sifones en las «venas», el movimiento mismo de la criatura empuja el fluido de vuelta hacia arriba por el sistema circulatorio, de la misma forma en que el caminar lo hace en el caso de los seres humanos. Curioso, yo habría esperado algo de naturaleza más estrictamente capilar… el paralelo con el xilema y el floema de los árboles de la Tierra es lo bastante aproximado, ahí están esos dos conjuntos de capas «musculares» dentro del tronco, con las fibras que corren en direcciones opuestas…»
Su comunicador sonó. McCoy profirió una imprecación. Tanto el lahit como Kerasus le miraron, el lahit con una cantidad de ojos bastante mayor y una menor expresión.
—Lo siento —les dijo él—, me he dejado llevar. —Sacó el comunicador—. McCoy.
—Doctor —le respondió la voz de Spock—, el capitán me ha pedido que averigüe si su informe médico provisional sobre los ornae ya está listo. Aparentemente, la Flota Estelar se impacienta.
McCoy pensó en varias cosas que podía decir, pero no tenía sentido expresarlas porque Spock estaba fuera del alcance visual y no podría darse el gusto de observar cómo se resistía a cambiar de expresión.
—Estoy a punto de darle los últimos retoques —informó—. ¿Puede esperar media hora?
—Según mi estimación, no.
—Maldición —masculló—. Están a cinco horas de distancia de espacio radial; en ese momento debe ser plena noche en el mando de la Flota Estelar; ¿es que no duerme nunca esa gente? Es malo para la salud. Es igual, Spock. Estaré ahí arriba dentro de unos minutos. No quería marcharme sin algunos datos sobre los lahit, eso es todo.
—¿Ya han llegado?
—Grandes como la vida misma y dos veces más naturales. Tendría que bajar usted mismo aquí. Aunque —dijo McCoy— ahora que lo pienso creo que será mejor que todavía no lo haga. Yo no sé si querría decirle a una de estas criaturas que soy vegetariano.
—Lamentablemente —comentó Spock—, también yo sufro las agonías de la compilación de informes, todavía deberé aplazar la oportunidad durante algún tiempo. Le diré al capitán que usted estará aquí dentro de poco.
—Hágalo. Dígale a sala de transportes que me transfiera a bordo dentro de cuarenta segundos, ¿quiere?
—Afirmativo.
—Fuera.
Guardó el comunicador y completó el paseo en torno al lahit. Kerasus aún hablaba con él, formulaba una pregunta simple tras otra, escuchaba las respuestas y luego formulaba otra con una voz clara y paciente. Era una de esas personas de rostro muy móvil que revelaban cada pensamiento que les pasaban por la cabeza; por la forma en que saltaban sus cejas y por los movimientos vivos de su boca, resultaba evidente que no estaba del todo contenta con los resultados que obtenía. Afortunadamente, el lahit no estaba en situación de poder leerle la expresión… al menos eso era lo que McCoy esperaba sinceramente.
—¿Qué tal van esos verbos? —le preguntó McCoy mientras guardaba el escáner médico. Ella le lanzó una mirada de extrema desesperación.
—Todavía no he encontrado ni uno solo —respondió.
—Insista.
Algunos segundos más tarde el mundo rieló hasta desaparecer y McCoy se encontró en la sala del transportador.
Se encaminó apresuradamente hacia la enfermería, que se parecía ligeramente a un manicomio cuando él llegó. Varias personas habían acudido para que les hicieran los chequeos rutinarios y uno de los miembros del grupo de descenso del día anterior era atendido de algunos arañazos que tenía en un brazo. McCoy se detuvo junto a Morrison y les echó una ojeada. Los arañazos estaban hinchados e inflamados; un grupo que tenía en el antebrazo presentaba incluso un aspecto ligeramente edematoso y tenía vesículas, pequeñas ampollas llenas de fluido transparente.
—¿Cuándo comenzaron a molestarle? —le preguntó atentamente McCoy.
—Anoche, ya era bastante tarde. Ni siquiera sé cómo me los hice; no me golpeé contra nada, por lo que puedo recordar.
—Mmm. ¿Tiene algún problema con la cortisona? No, claro que no. Lia, déle un poco de pomada CorTop y póngale un prospray de euthystol. Eso debería solucionarlo. Si no nota ninguna mejoría hacia la noche, vuelva aquí y probaremos con algo más agresivo.
—Ya le he puesto el euthystol —replicó Lia, que se acercó a McCoy por detrás y le entregó a Morrison un tubo aplicador—. ¿Cree que nos quedamos sentados y esperamos que usted venga a hacer los diagnósticos? Ese informe está en su oficina, en su terminal… será mejor que se dé prisa.
—Nadie me necesita —masculló McCoy—, todo el mundo hace caso omiso de mi persona, creo que me iré a comer gusanos. —Se encaminó hacia su oficina y se sentó ante el escritorio—. Informe —le dijo con un suspiro a la terminal.
En la pantalla apareció un informe que esencialmente era una versión escrita del resumen que había hecho la noche anterior. En un par de puntos, hizo que la máquina se detuviera para agregar algunos datos nuevos y aclarar una frase que podría ser malinterpretada por las mentes más inflexibles de la Flota Estelar. En opinión de McCoy, había una cantidad excesivamente numerosa de ellas, oficiales de sillón que habían olvidado cómo entender realmente las ciencias, pero de momento no podía hacer mucho al respecto.
Le llevó alrededor de veinte minutos dejar el informe correctamente redactado; luego dijo a la máquina que lo enviara a la terminal que Spock tenía en el puente. Tendía la mano hacia el botón cuando sonó el intercomunicador.
—Aquí McCoy.
—Doctor, realmente debo pedirle…
—No, Spock, no debe porque acabo de enviárselo a su máquina.
Se produjo una pausa momentánea.