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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (25 page)

No se puede llegar a ser otro. Pero creemos que podemos
.

¿No fue eso lo que le llevó a llamar a Cecilia? Había partido de la base de que ella lo iba a comprender, de que iba a poder ver lo que él veía, puesto que se habían compenetrado durante tantos años. Habían llegado a ser casi la misma persona.

Pero no existía ninguna comunicación mística. Se separaron y ya no tenían nada que ver el uno con el otro. Si la compenetración hubiera sido real, no habría sido tan fácil de romper. Entonces, habrían podido sobrellevarlo y se habrían comprendido totalmente, a través de aquel infierno.

Anders alzó la botella e hizo un movimiento circular con la mano que abarcaba el cuarto, la casa, y dijo en voz alta:

—Pero a ti sí que te comprendo.

¿O?

Pensó en la cantidad de veces que se había quedado mirando a Maja cuando ella era un bebé y dormía en su cuna. En cómo le había llamado la atención los rápidos movimientos de sus ojos bajo los párpados cuando soñaba. En cómo le habría gustado poder penetrar en ellos, ver lo que ella veía, tratar de comprender lo que aquella cabecita tendría que procesar. En cómo veía ella el mundo, en realidad.

No. No comprendemos
.

Tras la desaparición de Maja, él la había llevado consigo todo el tiempo. Había hablado con ella para sus adentros, o en voz alta. Con el tiempo se había formado una idea clara de ella. Puesto que ella ya no vivía tampoco podía cambiar, y él la había llevado como a una muñeca, una imagen fija a la que recurrir.

—Ya no es así —dijo en voz alta—. Ahora me pregunto qué haces. Cómo es el lugar donde estás, qué te pasa. Estoy bastante asustado y me gustaría volver a verte. Eso es lo que más deseo de todo. —Las lágrimas le arrasaron los ojos, se desbordaron y cayeron en la almohada de Maja—. Poder volver a verte solamente. Abrazarte. Eso es lo que deseo. Eso es lo que deseo.

Anders se sorbió los mocos y se enjugó las lágrimas con la mano.

Se sentó en el borde de la cama con los hombros caídos, encogido como un niño temeroso de recibir una reprimenda. Vio entonces la pila de tebeos del oso Bamse que había debajo de la cama y cogió el de encima. Número 2, 1993. Había comprado todo aquel montón en un mercadillo para que Maja tuviera algo que leer, o, mejor dicho, que mirar cuando estaban en Domarö.

En la cubierta aparecían Bamse, la liebre Lille Skutt y la tortuga Skalman en un barco, en dirección a una isla cubierta por la niebla. Lille Skutt, como de costumbre, parecía tremendamente angustiado. Anders se tumbó de espaldas en la cama de Maja y empezó a leer.

La historia trataba del Capitán Buster y de un tesoro enterrado que resultó ser un engaño. Anders lo leyó, sonriendo al recordar las consabidas réplicas que tantas otras veces sentado al lado de Maja había leído en voz alta, con diferentes tonos de voz.

—¡Espera, Bamse! Tengo la miel que te da la fuerza.

—¡Puff... gracias, Lille Skutt... puff!

—¡Huy, huy, huy! Se le ha caído el tarro. Estamos perdidos.

Anders siguió leyendo, una historia sobre la pedantería del gato Jansson. Daba de vez en cuando un trago de la botella de vino. Cuando terminó de leer el tebeo y después de quedarse un rato mirando la fotografía de la última página en la que se veía a dos niños con sus gorros de Bamse que se podían comprar por solo cincuenta y ocho coronas, reparó en sí mismo.

Estaba tumbado en la cama de Maja con un tebeo de Bamse en una mano y su botella con boquilla en la otra. Se echó a reír. Maja dejó de tomar el biberón cuando era más pequeña, pero con seis años aún le gustaba tener su zumo en un biberón para poder estar acostada y beber mientras miraba un tebeo de Bamse o escuchaba cintas.

Él sabía lo que estaba haciendo. Mientras la cama de Maja estuviera vacía y sus tebeos permanecieran sin ser leídos, seguía existiendo el vacío dejado tras su ausencia. Si no quería hacerla desaparecer y tirar sus cosas, algo tenía que llenar ese vacío, y se eligió a sí mismo. Reviviendo sus recuerdos y haciendo lo que ella habría hecho si no hubiera desaparecido, lo que ella había amado seguía existiendo.

—Además, seguro que existes. En algún lugar.

Sintió las piernas pesadas al levantarse de la cama. En la entrada se puso su jersey gordo de Helly Hansen al que Maja llamaba piel de oso, y se dirigió al aserradero.

Si pensaba pasar el invierno en aquella casa iba a necesitar leña, mucha leña. La poca que había heredado de su padre estaba a punto de acabarse y él no podía permitirse calentar la casa con electricidad más de lo que fuera estrictamente necesario.

Un rimero de troncos que Holger le había suministrado el último invierno estaban todavía allí esperando que alguien se ocupara de ellos. Anders fue a buscar la motosierra al cobertizo de las herramientas, puso gasolina y aceite para la cadena, rezó una pequeña jaculatoria y tiró de la cuerda de arranque. Y, lógicamente, la sierra no arrancó, tampoco él había contado con ello.

Después de tirar unas treinta veces, el brazo derecho se le empezó a entumecer y estaba sudando a mares. La sierra no dio la menor señal de vida. Sacó el destornillador de estrella y la llave tubular, desatornilló la bujía y limpió los bordes de los pistones. Igual era tan sencillo como que se había oxidado la bujía.

Cuando tuvo la bujía de nuevo en su sitio, encendió un cigarrillo, dio un trago de vino y se quedó un rato mirando la sierra, le dio unas palmaditas e intentó enternecerla, convencerla de que no tenía ningún fallo en el carburador ni ninguna otra cosa que él no pudiera arreglar. Que el fallo había sido de la bujía y que ya estaba arreglado.

—Y yo necesito leña, ¿sabes? Si voy a vivir aquí. Si no tengo leña tendré que irme y entonces tú tendrás que quedarte fuera en el cobertizo oxidándote un invierno más.

Tomó otro trago de vino, reflexionó sobre lo que había dicho y advirtió que su razonamiento no era bueno. La sierra se quedaría fuera aunque él tuviera leña.

—De acuerdo. Entonces decimos que si arrancas ahora podrás pasar este invierno dentro, al calor, como tenías de haberlos pasado antes. Culpa mía. ¿De acuerdo?

Pisó la colilla con el tacón contra la alfombra de virutas viejas que cubría el cobertizo.

Hablo mucho. Hablo con todo
.

Levantó la sierra, sacó el estárter, respiró profundamente y tiró de la cuerda, el motor carraspeó, uno de los cilindros se encendió y Anders metió rápidamente el estárter, pero el motor se caló. Cuando volvió a tirar se puso en marcha. Evidentemente era receptivo a sus argumentos.

La cadena era completamente nueva y no tuvo problemas para cortar los troncos en tocones manejables. Cuando se acabó el depósito había serrado una tercera parte de la leña.

Al quitarse los cascos protectores, tenía el ruido metido en la cabeza. Durante la media hora larga que se había pasado inclinado con la sierra sobre los troncos, cortando y rodando, cortando y rodando, no había pensado
en nada
. Ni buenos ni malos pensamientos, nada. Únicamente el chirriar de la sierra y el cosquilleo del serrín en las piernas.

Así sí que podría vivir
.

Estaba sudoroso y tenía la boca reseca, pero en vez de apagar la sed con vino, entró en casa y bebió un buen trago de agua. Se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo, se sentía hasta un poco inteligente. Y ya había llovido desde la última vez que se sintió así.

Cuando volvió a salir al aserradero, se bebió lo que quedaba en la botella para celebrarlo, se fumó un cigarrillo y fue a buscar el hacha. Más de la mitad de la leña era abeto que había pasado dos años secándose. Empezó con ella. Era un trabajo duro, le costaba bastantes minutos hacerse con la mayoría de los tocones. De vez en cuando descansaba con un trozo de abedul o de aliso.

Anders llevaba trabajando una hora escasa con el hacha, le dolían los brazos y estaba a punto de dejarlo, cuando volvió a sentirlo. Detrás de él había alguien mirándole. Esta vez no se asustó. Con la hoja del hacha tiró el trozo de abedul que tenía en el tajo, agarró con fuerza el mango del hacha y se giró.

—¿Quién eres? —gritó—. ¡Sal! ¡Sé que estás ahí!

De los alisos cayeron algunas hojas amarillas, él miró las temblorosas hojas con los ojos entornados como si fueran las tablillas de un cartel publicitario dándose la vuelta. En cualquier momento aparecería un mensaje o asomaría una cara. Pero no pasó nada. Solo la persistente sensación de una oscura amenaza. Alguien que le estaba calibrando mientas afilaba su cuchillo.

De repente se oyó un revoloteo y una bola negra voló por encima de su cabeza. Instintivamente alzó el hacha para protegerse, pero la bola pasó volando por encima de su cabeza y al momento oyó un ruido sordo que venía del cobertizo de las herramientas.

Un pájaro. Era un pájaro
.

Bajó el hacha. El pájaro revoleaba dentro del cobertizo, un batir de alas presa del pánico, raspar de uñas. Por el ruido, era un pájaro pequeño. Anders aguardó. La sensación de que alguien le observaba desapareció.

¿El pájaro?

No, no era un pájaro quien le había estado observando. Era algo más grande y más oscuro. El pájaro solo se había cruzado por casualidad. Anders dio un par de pasos en dirección al cobertizo y echó una ojeada desde la puerta. Aunque se trataba de un ser diminuto, ocurre algo con los pájaros en lugares cerrados que predispone a la cautela. Los rápidos movimientos repentinos, el pico y las uñas, que serán pequeños, pero también afilados.

Cuando fue capaz de avanzar hasta el vano de la puerta vio el pájaro. Anders no sabía mucho de especies, puede que fuera un camachuelo. O un carbonero. Estaba al fondo del cobertizo, posado en una botella de plástico que había encima del banco. Dando vueltas como un artista del circo haciendo equilibrios sobre el reducido tapón de la botella.

Anders entró de una zancada. El pájaro se agitó inquieto arañando el plástico con las uñas. Sus ojos negros centellearon y Anders no sabía lo que miraba. Él se acercó y le susurró:

—¿Maja? ¿Eres tú, Maja?

El pájaro no reaccionó. Anders extendió la mano hacia él. Con cuidado, centímetro a centímetro. Cuando estaba a punto de tocar las plumas, el pájaro se arrancó y salió volando del cobertizo. Anders se quedó con la mano extendida, como alguien que hubiera intentado atrapar un espejismo. En vez de eso, cerró los dedos alrededor del cuello de la botella.

Miró a través de la puerta, pero el pájaro había desaparecido. A falta de otra cosa, examinó la botella que tenía en la mano. Contenía un líquido turbio que no parecía ni aceite ni gasolina. Desenroscó el tapón y salió un tufo ácido. No tenía ni idea de lo que podía ser aquello. Al enroscar de nuevo el tapón, dio media vuelta a la botella y apareció una etiqueta escrita a mano.

Anders reconoció enseguida la letra. Aquellas letras recargadas y temblorosas eran de su padre. En un trozo arrancado de papel adhesivo había escrito «AJENJO». La botella contenía algún tipo de concentrado de ajenjo, tal vez para combatir a los insectos. O a los corzos.

Anders sacudió la cabeza. El ajenjo era venenoso y esa botella había estado ahí mientras Maja andaba por allí dando vueltas, jugando.

Típico de un padre irresponsable
.

Como para reparar el pecado, Anders apretó con fuerza el tapón y colocó la botella en la tabla que había por encima del banco, donde Maja no pudiera alcanzarla. Después salió al aserradero y cogió la carretilla. Antes de poder colocar la leña recién cortada en la leñera, tuvo que mover la vieja y seca para que quedara en la parte de afuera.

Una vez más comprobó que el trabajo le proporcionaba una distracción que, ahora era consciente de ello, resultaba muy de agradecer. Después de poco más de una hora había organizado la leñera y pudo meter la leña nueva. El atardecer había empezado a aflojar la luz del cielo cuando apoyó la carretilla contra la pared del cobertizo. Se quitó los guantes y se frotó las manos contemplando la leñera ahora mejor abastecida.

Una peonada, sí señor. Una buena peonada
.

Tras el esfuerzo tenía más hambre que un lobo y se preparó la comida a base de macarrones y medio kilo de salchicha de Falun. Después de comer y de fumarse un cigarrillo, se quedó un buen rato sentado mirando por la ventana. Le dolía todo el cuerpo y se sentía casi como un hombre de verdad.

Estuvo pensando en dar un paseo a casa de Elin y ver si quería compartir un poco, o un mucho, de vino auténtico, pero no se decidió, en parte porque ella llevaba ya dos días fuera y lo más probable era que no estuviera en casa y en parte porque él previsiblemente no iba a necesitar vino para dormir esa noche. Por primera vez en mucho tiempo.

Reunión

Simon estaba harto.

El hallazgo del cuerpo de Sigrid y todo lo que vino después habían hecho rebosar el vaso. Ya no podía seguir cerrando los ojos a lo que le había rondado por la cabeza durante cincuenta años. Ya estaba bien.

La historia de su número, de cómo se liberó de las cadenas en el muelle, la habían ido perfilando con los años, quitando y puliendo entre Anna-Greta y él, hasta dejarla como la joya de historia que era ahora y que tan solo cuatro días antes le habían contado a Anders, el último en la lista de oyentes. Una historia de heroicidad y el despertar de un amor.

Naturalmente, también fue una historia así. Pero faltaba algo esencial. Algo que él entonces le había comentado a Anna-Greta, pero a lo que ella no había querido prestar atención, y había quedado suprimido de la versión oficial. Molestaba.

Pero Simon recordaba muy bien qué era lo que había pasado realmente.

Liberarse de las cadenas fue más fácil de lo normal, al principio. Solo se habían utilizado cadenas, y las cadenas no solían dar problemas. Mientras estaba aún esperando dentro del saco, se había liberado de la mayoría de ellas y, además, había abierto con la ganzúa la cerradura de las esposas.

Cuando el empujón que lo lanzó al agua finalmente llegó, él había calculado que necesitaría como máximo medio minuto para liberarse de las últimas cadenas y del saco. Luego no tenía más que nadar hacia los embarcaderos y esperar un minuto o dos para aumentar la expectación.

El saco golpeó el agua y él se hundió. Había aprendido a cerrar el paso del aire por la nariz de manera que podía equilibrar la presión sin ayuda de los dedos. En su caída hasta el fondo presionó dos veces, consiguió que la membrana del tímpano se curvara correctamente, amortiguando así el zumbido y el dolor de cabeza. Cerró los ojos para concentrase mejor mientras el agua fría penetraba a través del saco y empezaba a agarrotarle las extremidades.

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