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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (27 page)

—Jodidos veraneantes, se creen que... —Después se cerró la puerta y le impidió oír el final.

Simon se alejó unos cuantos metros de la Casa de la Misión y se dispuso a contemplar el otoño. Los zarzales de escaramujos en las paredes de la Casa de la Misión estaban cuajados de tapaculos, de color rojo vivo. Todas las hojas estaban amarillentas y las tejas de la cubierta brillaban ligeramente a causa de la humedad. En la grava del camino relucía algún destello de silicio cuando un rayo oblicuo alcanzaba el suelo a través las hojas.

El lugar más bonito del mundo
.

No era la primera vez que lo pensaba. Simon se había quedado muchas veces deslumbrado por la belleza de Domarö, especialmente en otoño. Cómo era posible que fuera un lugar despoblado, que no quisiera vivir allí todo el mundo.

Anduvo un poco a lo largo del camino y se dejó impregnar por los milagros del otoño: el agua clara en las oquedades de las rocas, los troncos húmedos de los pinos y el musgo henchido de verde humedad. La torre pintada de blanco de la campana de avisos. No pensó en nada más que en lo que tenía delante de sus ojos. Sabía que podía pensar en otra cosa, en el cambio que quizá estaba a punto de producirse, pero se negó. Quizá aquello fuera una especie despedida.

Llevaba deambulando así unos cinco minutos cuando se abrió la puerta de la Casa de la Misión. Anna-Greta salió y le hizo una seña para que se acercara. No pudo leer en su cara cuál había sido el veredicto y ella se volvió antes de que él llegara.

Cuando Simon volvió a entrar no tuvo que preguntar. Habían acercado otra silla al círculo, entre Johan Lundberg y Märta Karlsson, que había tenido la tienda antes de que su hijo se hiciera cargo de ella. Simon no sabía si era intencionadamente, pero se iba a sentar enfrente de Anna-Greta.

Se quitó la cazadora, la colgó en el respaldo de la silla y se sentó con los codos apoyados en las rodillas. Karl-Erik se encontraba a su izquierda dos sillas más allá y parecía como si tuviera en brazos un barril de nitroglicerina, que si se movía o se le soltaba, él saltaría por los aires.

Anna-Greta miró al grupo y se humedeció los labios. Evidentemente había sido nombrada portavoz. O, quizá, siempre lo había sido.

—En primer lugar —dijo ella—. Quiero que nos cuentes lo que sabes. Y cómo te has enterado.

Simon negó con la cabeza.

—¿Para que tú puedas decidir lo que vas a contarme? Eso no lo acepto. Según parece habéis decidido... —Simon lanzó una rápida ojeada a Karl-Erik—... que me lo vais a contar. Pues empieza.

Anna-Greta volvió a mirarlo de aquella manera. Pero ligeramente diferente. A Simon le costó un poco descubrir lo que era. Luego lo entendió: ella se avergonzaba. Todo esto era culpa suya puesto que era ella la que estaba con Simon. Él era responsabilidad suya.

Elof Lundberg se golpeó las rodillas con las manos y dijo:

—No podemos pasarnos aquí todo el día. Vamos. Empieza con Gåvasten.

Eso hizo Anna-Greta.

Gåvasten
[7]

Ser pescador era antiguamente una empresa arriesgada. Entonces no había ningún pronóstico al que recurrir, nadie que pudiera decir con seguridad si el mar planeaba mostrar su lado bueno o si pensaba desatarse en temporales que podrían aplastar tanto a la gente como a las embarcaciones.

Si las cosas iban mal, si los frágiles barcos que habían salido para recoger las redes quedaban atrapados en un fuerte vendaval, ¿qué posibilidades tenía la tripulación de pedir auxilio? Ninguna. A lo sumo, Dios podría oír sus gritos, y su disposición para ayudar era caprichosa.

Harían todo lo que pudieran. Pero cuando ya no cabía esperar nada, cuando la tripulación estaba alineada en la borda para evitar que las olas inundaran la cubierta, entonces se hacía la lista de las promesas de colectas que iban a hacer cuando llegaran a tierra, si es que llegaban a tierra. A veces, Dios se dejaba convencer y las listas se podían leer en la iglesia el domingo siguiente y hacer la colecta.

Pero no era un método fiable. Muchas listas con grandes promesas de servir a mayor gloria de Dios se fueron al fondo junto con quienes las habían hecho. Puede parecer incomprensible. Pero Nuestro Señor, una vez más, no es un comerciante.

Sí, antiguamente la pesca del arenque era una empresa arriesgada, pero a veces rentable. Todas las familias se trasladaban unos meses durante el verano hasta las islas exteriores para echar, arrastrar y vaciar sus redes. Se sazonaba en cubas y se guardaba para transportarlo a casa en el otoño y venderlo.

Suecia se ha levantado a base se arenques en salazón. ¿De qué se alimentaba el ejército, qué se les daba de comer a los trabajadores extranjeros que construyeron las iglesias y al resto de los trabajadores?

¡Arenques, les daban! ¿De qué se mantenía la gente del mar durante los oscuros meses de invierno?

A base de arenques, claro está.

Tenían tanto miedo a incomodar a aquel pez tan valioso, que en el gremio de pescadores ponía: «Quien mal hable de un pez y con desprecio lo llame por nombre falso pagará una multa de 6 marcos».

La plata del mar. Había que sacarlo y correr el riesgo. Pero empezaron a buscar qué posibilidades había de, digamos, garantizar el sustento. Aminorar los riesgos y sentirse seguro.

Lo que Anna-Greta tenía que contarle había ocurrido hacía muchos siglos. Algunas partes de lo que hoy forma el archipiélago de Nåten se encontraban aún bajo las aguas. Domarö y las islas adyacentes eran las más alejadas. Aquí estaba también el bloque de piedra que desde tiempos inmemoriales recibía el nombre de Gåfwasten. Ese era el lugar donde se solían depositar las ofrendas al mar, por ejemplo tras un exitoso viaje de ida y vuelta hasta Åland.

Cómo se pasó a la fase siguiente es algo que no se sabe con certeza. Es posible que alguien encallara en Gåvasten y que después fuera arrastrado por las olas o desapareciera sin más. Fuera como fuese, la gente notó que después de aquel suceso las capturas de pescado fueron incomparablemente mejores y el mar se mostró complaciente durante todo el verano.

Aquello dio que pensar.

Al verano siguiente un joven bravucón que no creía en esas tonterías se declaró dispuesto a que lo abandonaran en Gåvasten. Se le proporcionó comida y bebida para una semana, y si no había pasado nada durante ese tiempo irían a rescatarlo.

Abandonaron al joven en la piedra desnuda, remaron de vuelta al pueblo pesquero a una milla de distancia y continuaron poniendo las redes como si nada hubiera pasado. Ya al día siguiente consiguieron el récord de capturas de aquel verano y el arenque siguió llenando las redes durante los siguientes días.

Cuando volvieron a Gåvasten después de una semana el joven había desaparecido. Inspeccionaron lo que quedaba de sus provisiones y descubrieron que no las había tocado siquiera. No pudieron ser muchas las horas que pasó en Gåvasten antes de que el mar se cobrara su tributo y diera arenques a cambio.

La cosa estaba clara. El problema era qué iban a hacer en el futuro.

Aquel verano las ganancias fueron grandes y en el mercado de octubre se vendió más del doble de pescado que los años anteriores. Durante el invierno se llevaron a cabo las discusiones y esto fue lo que decidieron: puesto que ya nadie estaba dispuesto a ofrecerse voluntariamente como ofrenda al mar, pues, sencillamente tendría que ser por votación. Las mujeres y los niños no tenían ni voz ni voto, pero al mismo tiempo no corrían el riesgo de ser elegidas. Aquello era un asunto entre hombres.

Nos gustaría poder hablar de la heroica resignación con que el elegido aceptaba la decisión. Desgraciadamente no era así. La votación se realizaba sin piedad y se convirtió sencillamente en un sistema que designaba quién era el menos apreciado entre los pescadores. Generalmente el elegido era alguien de mal carácter y poco razonable, y aquel más que dudoso honor no le volvía más amable.

A golpes y por la fuerza tenían que llevar su ofrenda a Gåvasten y luego alejarse de allí rápidamente remando mientras sus maldiciones resonaban en la bahía. A veces antes de alejarse de la zona desde donde se podían oír sus imprecaciones, estas dejaban de oírse. Nadie levantaba la mirada.

Llegó a convertirse en una costumbre atar o encadenar sencillamente a la víctima antes de abandonarla en Gåvasten. Con los años aquella costumbre se fue racionalizando cada vez más. La gente no quería de ninguna manera poner un pie en Gåvasten, y se demostró que bastaba con encadenar a la víctima y arrojarla al mar. El efecto, de todos modos, era el deseado. La pesca era abundante y el mar no se cobraba más ofrendas.

Para entonces ya había asentamientos permanentes en Domarö. El pacto con el mar hizo que la población prosperara todo lo que uno puede prosperar con la pesca, y sus casas no eran peores que las de la península. Con todo, Domarö no era una isla feliz.

La ofrenda anual exigía su tributo en vidas humanas. No pasaron muchos años antes de que dejaran de hacer una excepción con las mujeres y los niños respecto a su contribución en la ofrenda. Puesto que los hombres seguían siendo los únicos que votaban, para vergüenza de los votantes, eran las mujeres y los niños los que corrían mayor riesgo de ser elegidos.

A nadie le gustaba precisamente tener que atar a un niño y luego, entre llantos y súplicas, tirarlo por la borda y dejar que se hundiera. Pero lo hacían. Lo hacían, pues esa era la costumbre. Y aquello iba minando a la gente.

Nadie disfrutaba de la primavera, porque la primavera solo era la antesala del verano. Cuando los árboles se vestían de verde en la foliación tardía del archipiélago, entonces no faltaba mucho para el solsticio de verano y toda Domarö tenía pánico a que llegara ese día, pues era el día en que según la tradición tenía lugar la votación.

Cabría pensar que el miedo a ser votados podía hacer que los vecinos fueran más condescendientes y menos proclives al uso de palabras gruesas, por miedo a que les consideraran molestos. Sí, cabe pensarlo. Pero no era así.

En lugar de la cordialidad se sembró el disimulo, en lugar de sinceridad floreció la falsedad. Las palabras amables desaparecieron y se convirtieron en cuchicheos y conspiraciones, la gente se unía en grupos secretos y se asociaba. Bastante malo había sido ya que en la votación se eligiera a la persona que menos gustaba al grupo. Pero ahora eso había cambiado. Ahora se echaba al agua al que había fracasado en ese juego de intrigas.

Seguro que se daban casos de gestos heroicos, nacidos de algún tipo de cariño. Una madre o un padre que ocupaba el puesto de su hijo, un hermano que se dejaba encadenar para salvar a su hermana. Pero después de un tiempo desapareció incluso el altruismo. El que se había librado un año podía ser la víctima al siguiente. La gente cayó en la apatía, sacaba las redes llenas de arenques y no disfrutaba de nada.

En aquellos tiempos la isla de Domarö estaba completamente aislada. El único contacto que mantenía con el exterior era el que se producía en otoño con la venta del pescado. A pesar de ello, con el paso del tiempo, fue inevitable que se extendiera el rumor. Los escasos visitantes que acudían a la isla hablaban de la presión que reinaba en el ambiente de la isla y de que los habitantes de Domarö siempre se mantenían alejados de los demás en el mercado. No hablaban con nadie si no era de negocios, no se permitían ni esbozar una sonrisa. Y, claro, la gente desaparecía. A la larga aquello no se podía ocultar.

Finalmente, en el año 1675 se llevó a cabo una investigación minuciosa de lo que estaba pasando en Domarö. Una delegación de jueces, sacerdotes y comisarios de Estocolmo viajó hasta la isla para comprobar si la epidemia de herejía y adoración al diablo que se había extendido en la capital también se había propagado en los límites exteriores del archipiélago.

Descubrieron que así era. Acostumbrados como estaban a conspirar y a hablar mal los unos de los otros, los habitantes de Domarö no tardaron en delatarse cuando se sintieron presionados. No había límites a las confesiones que se hacían a puerta cerrada, pero siempre para denunciar al vecino. Siempre el vecino.

Incapaces de aclarar el enredo de acusaciones y contraacusaciones que la delegación había escuchado, decidieron que de momento solo iban a enviar a prisión a algunos de los hombres que parecían más comprometidos. Los condujeron a Estocolmo y los encarcelaron.

En el interrogatorio los hombres reconocieron que habían realizado ofrendas con el propósito de conseguir beneficios materiales, pero se negaron a admitir ningún pacto con el diablo. Tras dos semanas de duros interrogatorios con tenazas y torniquetes, la mayoría cambió de actitud. Pensándolo bien, sin duda, habían adorado y bailado con el diablo.

Torturadores y escribanos al alimón consiguieron finalmente presentar un extenso documento que se hallaba totalmente en la línea de lo que desde el principio temían encontrarse. Domarö era una olla en la que se cocían los jugos malolientes del diablo y la isla era un peligro para todo el archipiélago.

Se quedaron algo sorprendidos cuando volvieron a Domarö para llamar al resto de la población a juicio y se encontraron con que nadie había huido. Interpretaron aquello como empedernida y herética creencia en que los poderes del mal les iban a asistir. Por lo tanto, no había que tener clemencia con esa gente. Domarö quedó despoblada y se puso en marcha una larga investigación.

Después de un año aproximadamente se hizo público el juicio. En este caso contaban con mejores pruebas que en muchos otros de los procesos que tenían abiertos. Aquí no se trataba solo de blasfemias que manchaban el honor de Dios, ni de declaraciones dudosas procedentes de niños y de criados. No. Aquí habían tenido lugar, sin ningún tipo de duda, sacrificios humanos, y el mal flotaba como una nube alrededor de los acusados. Había que aplicar un castigo ejemplar.

Todos los hombres de Domarö fueron condenados a muerte, así como unas cuantas mujeres. Por razones poco claras, algunas personas fueron indultadas, aunque de un modo peculiar: fueron degolladas. Quizá habían sido particularmente activas en sus denuncias. Los demás fueron quemados vivos.

Las mujeres fueron enviadas a hilanderías
[8]
, los niños, repartidos en orfanatos. En Domarö las redes se pudrieron en los secaderos y los hielos del invierno hicieron trizas los barcos. Nadie quería saber nada de aquella isla y con gusto la hubieran borrado de las cartas de navegación, de la faz de la tierra.

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