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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (28 page)

Y sus ruegos fueron atendidos en parte. El verano siguiente, unos días después del solsticio de verano, una tormenta azotó el archipiélago. En todas las islas e islotes habitados se pudieron sentir sus efectos, pero en ninguna parte la devastación fue tan grande como en Domarö.

Nadie estaba dispuesto a poner un pie aquí, pero cuando amainó la tormenta y la gente se atrevió a salir de nuevo con los barcos, se pudo ver desde lejos lo que había ocurrido. Las sólidas casas que los habitantes de Domarö habían construido a costa de su abominable comercio habían desaparecido, así como sus barcos y los embarcaderos en los que estos estaban amarrados.

No es que hubieran desaparecido sin dejar rastro, no. Quedaban los cimientos de las casas, pero los materiales que habían soportado se encontraban esparcidos entre las rocas. Algún madero aislado de los postes del muelle sobresalía aún del agua. Pero ya no quedaba ningún edificio en pie.

Aquello solo podía ser interpretado como que Dios sufría ante la vista de Domarö. Esta isla había sido como una paja en su ojo y ahora él había permitido que el mar pasara sobre ella su raedera para liberar al archipiélago de aquella abominación.

Durante todo aquel verano y hasta bien entrado el otoño los habitantes de las zonas costeras de la península y las islas de alrededor vivieron angustiados por la madera flotante procedente de Domarö. La madera de las casas y de los embarcaderos llegó a otras playas y la recibieron con tanta alegría como la ropa de alguien que hubiera muerto de la peste. Quemarla era el único remedio y de vez en cuando ardían hogueras en las rocas, donde se quemaban los restos de las casas de Domarö, hasta la astilla más pequeña.

Así termina el primer capítulo de la historia de Domarö.

Alarma

Simon se sentía molesto. Anna-Greta no había contado aquella historia como si fuera una leyenda del pasado, sino como si estuviera recitando un texto sagrado. Con la mirada ausente y esa voz velada y grave por la solemnidad con que las palabras habían salido de su boca, Simon no reconocía en absoluto a su Anna-Greta.

De todos modos, él no podía despachar aquello como una leyenda que por algún motivo se había convertido en un evangelio. Su propia experiencia se lo impedía. Lo que le sucedió en el muelle cincuenta años antes encajaba bien con lo que Anna-Greta acababa de contar.

La sala se quedó en silencio. Simon cerró los ojos. La exposición había durado mucho tiempo, seguro que ya era de noche. Si prestaba atención podía oír el mar afuera. Se había levantado viento. Simon sintió un cosquilleo en la espalda.

El mar. No está listo con Domarö.

Cuando abrió los ojos, se encontró con que todos le estaban mirando. Nada de miradas angustiadas, impacientes, nada que pudiera interpretarse como «¿tú nos crees, verdad?». No, solo esperaban tranquilos a ver qué decía él. Simon decidió responder con la misma moneda, se aclaró la garganta y contó lo que había pasado durante su número de escapismo. Cuando terminó de contarlo, Margareta Bergwall comentó:

—Sí, ya nos lo había contado Anna-Greta.

Así que Anna-Greta, que no le había dado la más mínima importancia al asunto cuando él se lo explicó, resulta que se lo había contado a los demás.

—¿Lo que has contado son datos históricos? —preguntó Simon volviéndose hacia Anna-Greta.

—Sí. Hay actas de los interrogatorios. Incluso de interrogatorios antes... de que el diablo entrara en escena.

—¿Y vosotros no creéis que sea él, el diablo?

Una agradable y benéfica oleada de risitas y resoplidos recorrió la concurrencia. Algunos se sonreían, otros se revolvían, meneaban la cabeza. Su reacción fue suficiente respuesta.

A la derecha de Simon se sentaba Tora Österberg, una señora mayor y activa en la Misión que vivía casi totalmente aislada en el sur de la isla. Ella le dio una palmadita en la rodilla y le dijo:

—El diablo existe, no te quepa duda. Pero él no tiene nada que ver con esto.

Gustav Jansson, contra todo pronóstico, había permanecido en silencio hasta entonces. En sus tiempos mozos había sido el mejor acordeonista del pueblo, un borrachín de mucho cuidado, y un bromista consumado. No pudo contenerse por más tiempo.

—Tora, a ti igual ha ido a hacerte alguna visita.

Tora entornó los ojos.

—Sí, claro que ha ido, y se parecía mucho a ti. Aunque no tenía la nariz tan roja.

Gustav se echó a reír mirando a su alrededor como si no le preocupara en absoluto que le metieran en el mismo saco que al diablo. Simon advirtió que estaba entrando en funcionamiento un mecanismo muy normal entre las personas. Aquel era un grupo cerrado en el que cada uno hacía su papel. Ahora se había incorporado un espectador nuevo y todos empezaron inmediatamente a representar su papel hasta la exageración. O, a lo mejor, estaban intentando salirse del tema.

—Pero ¿por qué este secreto? —preguntó Simon—. ¿Por qué no pueden saberlo todos los que viven aquí?

El ambiente distendido que había estado a punto de instalarse en el grupo se frenó en la puerta. Volvió la gravedad, como una fuerza física que hizo que los presentes agacharan los hombros y se encogieran en sus sillas. Anna-Greta respondió:

—Creo que has comprendido que esto no es algo que pertenezca al pasado. Que es algo que sucede ahora.

—Sí, pero...

—Ya no le entregamos vidas al mar, pero él se las cobra de todos modos. Quizá, no una por año, pero muchas. Tanto en invierno como en verano.

La objeción que había estado bullendo en la cabeza de Simon mientras Anna-Greta contaba la historia, y que le hizo rebelarse con la población indígena de la isla, también tenía validez para aquel grupo que ahora estaba allí encogido en la Casa de la Misión y, por fin, pudo decirlo.

—¡Pero solo es cuestión de mudarse! Ellos podían haberlo hecho y vosotros... nosotros podemos hacerlo. Si en realidad es así, que el mar se cobra vidas humanas de una forma que no es natural, y si todos tienen miedo a ser la próxima víctima, ¿por qué no mudarse sencillamente y dejar esta isla?

—Por desgracia, no es tan sencillo.

—¿Por qué no?

Anna-Greta respiró profundamente y estaba a punto de contestar, cuando Karl-Erik se enderezó y dijo:

—Corregidme si me equivoco, pero creía que hoy nos habíamos reunido para hablar de lo de Sigrid y de lo que eso puede significar, no hablar de lo que ya sabemos todos. —Miró su reloj de pulsera—. No sé vosotros, pero quiero llegar a casa al menos para ver las noticias de
Rapport
.

Todos echaron una ojeada a sus relojes. Algunos se quejaron de que se les hubiera hecho tan tarde y Simon recibió un par de miradas aviesas ya que había sido su presencia lo que había hecho que todo se alargara tanto.

Simon se quedó sorprendido de que estuvieran allí reunidos hablando de fuerzas terribles, de cómo habrían de manejarlas y de su propia supervivencia. De cómo aquello podía carecer de importancia ante la posibilidad de perderse las noticias en la tele. Luego se dio cuenta de que solo era él quien lo veía de esa manera. Para los demás la amenaza se había convertido en algo cotidiano, en una triste realidad, nada a lo que seguir dándole vueltas. Como la población en zonas afectadas por la guerra o en ciudades sitiadas, ellos se aferraban a los pequeños motivos de alegría que pese a todo siempre hay en la vida. Si es que las noticias pueden considerarse un motivo de alegría.

Simon levantó las manos a la altura del pecho para dar a entender que se rendía, que no iba a robarles más tiempo. De momento.

Anna-Greta hizo una señal con la cabeza dirigiéndose a Elof, que pareció sorprendido y luego comprendió que esperaban que continuara donde lo había dejado un par de horas antes:

—Sí, bueno, como iba diciendo... antes de la interrupción... pues, yo solo puedo pensar que lo que ha pasado es algo positivo. —Simon vio que muchos de los presentes negaron con la cabeza, pero Elof continuó—. Esto nunca había pasado antes, que alguien haya... vuelto. Yo diría que esto apunta a que... se debilita. De alguna manera.

Reflexionó un poco gesticulando pero no vio la manera de continuar. Anna-Greta le echó un cable.

—Y ¿cómo te parece que debemos reaccionar frente a eso?

—Bueno, pues el caso...

No tuvo tiempo de decir más antes de que lo interrumpiera una alarma. Al principio Simon pensó que se trataba de alguna sirena, pero luego reconoció el sonido. Era el mismo que sonó aquella vez en que un idiota de la capital se puso a quemar la broza a finales de junio y a punto estuvo de arrasar todo Kattudden.

Todos se pusieron inmediatamente en pie.

—¡Hay fuego!

Se pusieron inmediatamente los abrigos y las cazadoras y el local quedó vacío en un minuto. Solo quedaron Simon y Anna-Greta. Se miraron el uno al otro sin decir nada. Después Simon se dio la vuelta y salió.

Al salir de la luz en el interior del local la oscuridad del otoño era compacta. El pequeño altavoz de la torre de la campana de avisos difundía su tañido, pero no se veía ningún foco de fuego en la parte baja del pueblo. Y puesto que el viento soplaba del sureste, el humo tenía que estar en el aire.

Había un dispositivo contra incendios, pero estaba destinado a la zona del puerto, al casco antiguo del pueblo. Se trataba de una potente bomba junto al muelle conectada a una manguera de cuatrocientos metros con la que, en casos de necesidad, se podía bombear agua del mar hasta la mayor parte de las casas del centro.

Pero ahora el fuego no ardía en el centro del pueblo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Simon pudo ver las siluetas del resto de los asistentes a la reunión. Se dirigían a Kattudden. Hacia el este las nubes bajas se veían coloreadas ligeramente de rosa pálido. Cuando había avanzado un poco en aquella dirección, Anna-Greta se puso a su lado. Ella buscó a tientas la mano de él pero Simon la retiró.

Después de caminar unos cincuenta metros dieron alcance a Tora Österberg. El roce lento de sus botas de goma sonaba en la oscuridad mientras ella avanzaba con la ayuda de su andador. Tora se acercó peligrosamente al borde del camino y de la cuneta. Anna-Greta le agarró del brazo evitando que se cayera.

—Tora, vete a casa —le dijo Anna-Greta—. No es necesario que vayas allí.

—Necesario, necesario... —soltó Tora—. Quiero ver lo que pasa.

Simon aprovechó la ocasión para alejarse de Anna-Greta. Aligeró el paso todo lo que pudo y solo cuando oyó la voz indignada de Tora lo suficientemente alejada, aminoró la marcha. Su decepción con Anna-Greta era tan grande que no sabía ni qué hacer.

La suma simbólica que había pagado por el alquiler durante tantos años le había permitido ahorrar algo de dinero y posiblemente le daría para comprar una casa. ¿Quizá podía comprarle a Anna-Greta la casa donde vivía?

Sonrió con amargura. No. Por un lado, él no tendría suficiente para pagar lo que vale una casa tan cercana a la playa y, por otro, puede que ya no quisiera vivir tan cerca de Anna-Greta y, además... además, sería como pagarle el alquiler que en realidad le debía.

Que le den por el culo. Que les den a todos por el culo
.

De repente el suelo se hundió bajos sus pies y se cayó. La oscuridad de los abetos y la negrura de sus pensamientos le habían llevado a la cuneta. Al ir a levantarse se arañó la mano contra una piedra. Se le saltaron las lágrimas de dolor y de rabia y gritó en voz alta:

—¡Me cago en la leche!

Luego se serenó y comprobó si se había hecho algo. No se había roto ni dañado nada y no quería que Anna-Greta lo viera así. Se arrastró por la cuneta y se puso de pie, se apretó la herida de la mano contra el borde de la camisa. Estaba a punto de empezar a caminar de nuevo cuando oyó acercarse el ruido de un motor. Venía del bosque, del sendero que conducía a la playa por el norte de la isla.

El sonido era forzado, histérico, como el motor de una motocicleta a demasiadas revoluciones. Miró hacia el bosque entornando los ojos y, efectivamente, vio que el faro de una moto se acercaba dando tumbos por el estrecho sendero con un ruido ensordecedor.

¿Quién irá en moto por ahí? Si apenas se puede ir en bicicleta
.

La única casa que había en aquella dirección era la de Holger, y Holger no tenía moto. Además, nunca se le habría ocurrido conducir un motocarro —porque era un motocarro, eso podía notarlo Simon por el ruido— por aquel camino tan malo.

La moto apareció en el camino diez metros delante de él y Simon quedó cegado por la luz potente del faro. Pensó que la moto giraría hacia el otro lado, hacia el fuego, pero en vez de eso giró a la derecha y condujo directamente hacia él. Él estuvo a punto de echarse a un lado, pero se dio cuenta de que aún estaba en el borde de la cuneta.

El reflejo de la luz no le dejó ver nada. Él solo pudo oír el ruido cuando la moto pasó a su lado y sentir la débil sacudida del aire que provocó aquel artefacto metálico. La moto siguió a toda velocidad en dirección al pueblo.

¡Anna-Greta, Tora!

Se volvió y vio el haz de luz del faro de la moto deslizándose aceleradamente por el camino. Entonces vio también la sombra borrosa del conductor. No podía distinguir quién era, solo que iba inclinado sobre el manillar y que llevaba algo en el carro, algo del tamaño de un niño de pie.

Al momento vio también a Anna-Greta y a Tora bajo la luz del faro. Ellas también habían tenido la prudencia de echarse a un lado y la moto pasó a una considerable distancia de ellas. Simon respiró aliviado. Puede que Anna-Greta le hubiera decepcionado profundamente, pero, la verdad, no quería ver cómo la atropellaba un loco con un motocarro.

¿Quién sería?

Simon hizo un repaso mental de los pocos jóvenes que había en la isla y no encontró ni un solo candidato. Por lo que sabía, todos eran buenos chicos que jugaban demasiado delante del ordenador esperando que llegara el día en que pudieran abandonar Domarö. A lo sumo, hacían alguna pintada contra los de Estocolmo mientras esperaban el barco de pasajeros.

No tenía sentido seguir pensando eso. Había que apagar un fuego y no servía de nada quedarse allí parado razonando solo. Pero se sentía cansado y mareado, en absoluto predispuesto para colaborar en ninguna acción de rescate.

Había participado la vez anterior. Habían conseguido unir dos mangueras de los jardines para echar un poco de agua sobre los cimientos en llamas, pero la mayor parte del agua la habían subido desde el mar a cubos formando una cadena humana, y entonces, además, eran más gente en el pueblo.

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