El menú, escalofriante: escuetas raciones de tequeños y pizza servidas en la piscina con la lentitud característica de un
all you can eat
. Escaso y lento para que no abuse el huésped y la banca gana. Además, ofrecían un
buffet
internacional en el comedor al que no se permitía el acceso en traje de baño y del que no salía ni un pedazo de pan hacia la piscina. Nos parecía una necedad sacar a los niños del agua, subir a la habitación a vestirnos, para bajar a masticar el almuerzo inodoro, incoloro e insípido que incluía delicias nacionales como empanada de cazón sin cazón y arepas de carne mechada rellenas de carne molida. Lo dejamos para la noche...
Nos mudamos a la playa a las cuatro de la tarde y solicitamos un toldo. Cuál fue nuestra sorpresa cuando a las cinco en punto un empleado vestido de fiscal de tránsito caribeño, silbato en boca, nos ordenaba el inmediato desalojo del lugar. Consternados y curiosos pedimos una explicación. Era simple, el empleado tenía órdenes de la gerencia de desalojar a los huéspedes a la cinco con la ridícula excusa de que la playa era peligrosa después de esa hora. El peligro no estaba en el oleaje, por el contrario, acechaba en la arena. Los despiadados lugareños suelen asaltar a los turistas y los despojan de las pocas monedas que trajeron, ya que el viaje todo incluido fue «todo pagado» en sus países de origen. Esa es la imagen del venezolano que un danés se lleva a su casa. Los venezolanos, según el Hesperia, somos una especie de vampiros que a partir de cierta hora nos dedicamos a atracar a quienes tienen la deferencia de viajar a nuestro país.
Nuestros desvenezolanizados amigos se tragaron por completo en cuento. Desde que llegó Chávez la delincuencia esta desatada, recoge rápido y vamos a cenar.
Sí, Luis, a cenar en tu casa, dijo la recepcionista del comedor, mi pulsera morada me delató. Yo sin saberlo pretendía comer sin pagar. ¿Como que sin pagar? Si pagamos ochenta mil bolívares cada uno esta mañana. Para mi asombro, nuestras pulseras caducaban a las cinco y si queríamos cenar teníamos que comprar otras por cincuenta mil bolívares más.
Chao, pescao, dije, y enseguida me vino a la mente un parguito frito, con tostones y ensalada, que venden en Pampatar por veinte mil bolos. Salivando, agarré mis macundales y abandoné a mis amigos a su suerte en aquel infierno disfrazado de paraíso. Jamás olvidaré la mirada suplicante y resignada que me clavaron mis panas cuando los dije adiós. Todavía tenían ocho días de resort por delante, todo pagado, poco incluido.
Cuando era pequeña, era el bicho raro de mi colegio. En realidad éramos tres bichos raros mis hermanos y yo. Todo comenzaba el día de vuelta a clases cuando la maestra nos pedía a todos hacer un dibujo de nuestras vacaciones. Mientras los niños se peleaban por usar el creyón negro, yo tenía toda la gama de verdes, azules, rojos y amarillos para mi solita. Yo pintaba el jardín de la casa de mis abuelos donde había pasado, como cada año, mis vacaciones escolares. El disputadísimo negro era el color indispensable para ilustrar las orejas del ratón que hizo las veces de abuelos en las vacaciones de mis amiguitos. Todos habían estado en Disney World. Todos menos yo.
Yo traía de mis vacaciones recuerdos nacionales y muy cotidianos. Las aventuras que vivíamos mis hermanos y yo en el jardín de mis abuelos no podían ser comparadas con las aventuras de los otros niños en la tierra de la fantasía. Mientras mi abuelo, con un machete, cortaba unas raíces para que nos tiráramos en lianas como Tarzán, mis amiguitos se lanzaban con un cohete por la Montaña Espacial. Si nos bañamos en los surtidores que regaban la grama cada tarde, ellos habían tragado agua de lo lindo en la piscina de olas del
River Country
. Mi abuela nos hacía cotufas para la merienda y mis compañeritos comían pop corn con butterflavor pero sin butter. Mi abuelo nos llevaba al Museo de Ciencias Naturales y a la Galería de Arte Nacional, hasta nos vistió de niños decentes un 5 de Julio y fuimos a Los Próceres a ver el desfile. Todo eso no se puede comparar con el esplendor artificial del
President’s Hall
, donde muchos juran haber visto a Abraham Lincoln sufrir más de un corto circuito.
Me miraban feo en mi salón porque no forraba mis cuadernos con envoltorios de chicles Juicy Fruit, porque no traía franelas de Mickey debajo de la ya sofocante camisa del uniforme, y porque dibujaba escenas incompresibles de felicidad familiar como testimonio de mis vacaciones.
La presión fue creciendo a medida que pasaban los años. ¿Ya tienes doce años y no has ido a Disney World? Que gafaaaa. Parecían resentir que yo tenía aventuras nuevas que contar cada comienzo de año escolar, mientras que ellos solo podían perfeccionar la redondez de las orejitas negras que dibujaban. Por eso creo que comenzaron a agregar detalles a sus vacaciones inventando atracciones nuevas que nunca existirían. Mickey volaba con ellos, regalaban helados de sabores espaciales recién traídos de Plutón por Pluto. Durmieron en casa del pato Donald, y el mismísimo señor Disney se derritió una noche para poder llevarlos a conocer una serie de túneles y sótanos mágicos reservados sólo para visitantes frecuentes. Yo, como siempre he sido medio pendeja, me creía todo lo que contaban y comencé a soñar con el lugar soñado.
Por fin, cuando cumplí catorce años me llevaron mis papás a Disney World. Debo admitir que quedé fascinada por tantas cosas que no eran lo que parecían. Personas disfrazadas de mis antiguos personajes favoritos, un castillo de la Bella Durmiente que sólo servía de pasillo y a cuya torre, con rueca y bruja, no podías subir porque el acceso estaba bloqueado por una puerta de oficina que decía
employees only
. Las cotufas sabían horrible y los helados de Plutón eran de mantecado, pero estaba tan ilusionada que me juré una y mil veces que no había lugar en el mundo más increíble que ése, me lo juré tantas veces, antes, durante y después que me lo creí.
Me tocó desde entonces y por los próximos cinco años vivir cerquita del
Magic Kingdom
. Volví no sé cuántas veces más. Cada vez que llegaba alguien a visitarnos de Venezuela nos encasquetábamos las orejas y a Disney se ha dicho. Fue terrible descubrir las escenas repetidas una y otra vez con una sincronización robótica espeluznante. La fantasía estaba planificada milimétricamente de tal manera que dejó de ser fantástica. La gota que derramó el vaso fue cuando vi el parque desde arriba. Me subí al teleférico que lo atraviesa y lo vi desnudo: Ductos de aire acondicionado, cajetines eléctricos, rejas, letreros de alta tensión sobre los techos asfaltados, dejados con descuido por lo cuidadosos
imagineers
que nunca imaginaron que las fantasías también tienen techo.
Nada de eso ha notado, aparentemente, ninguno de mis amiguitos del colegio, que hoy, cuarentones, hacen lo que sus padres y les enchufan a sus retoños sus vacaciones en playback. Al parecer, es deber de todo padre llevar a sus hijos antes de que cumplan cinco años a conocer a Mickey en persona. De no hacerlo las consecuencias psicológicas pueden ser irreversibles.
Yo lo he vivido en carne ajena. He visto a mis amigas desesperadas, acosadas por el tiempo, que pasa volando y la niña ya tiene tres años. Si no la llevamos ahora ya no sería lo mismo. La angustia de una madre no deja de conmoverme, pero más hondo me llega el estoicismo y perseverancia de una mujer que sabe lo que es bueno para sus crías.
La carrera de obstáculos comienza un año antes con la obtención de la visa. Siempre me ha parecido insólito que tengan que someterse nuestros compatriotas a una cadena de abusos y humillaciones, con la única finalidad de obtener un permiso para ir a un lugar a gastarse los ahorros de toda una vida. Es como si para entrar en una panadería el portu te detuviera en la puerta, te diera dos patadas en el culo, que tu has puesto a la altura adecuada para que la patada sea certera; te revisara la cartera para ver si tienes suficiente para comprar muchos cachitos; te pidiera un certificado de buena conducta, por si acaso; te hiciera abrir la boca para ver que tipo de dientes pretenden masticar sus canillas y no contento con eso, te obligara a hacer una cola de seis horas bajo el sol, mientras que él decide arbitrariamente si te deja, o no, entrar a comprar.
Pues es eso, más o menos, lo que hacen en la Embajada americana pero con un poco más de saña. Para ir a Disney World hay que seguir las siguientes indicaciones, por fantásticas que parezcan: Pagar más veinticuatro dólares para obtener el derecho a una llamada telefónica, en la cual el operador te dará unas instrucciones que bien podían haber sido publicadas en la página Web de la Embajada, te informan que debes pagar para obtener más datos incompletos y te ganas una cita para dentro de seis meses. Luego, por cien dólares más, compras una planilla, que hay que rellenar con cuidado, no vale dejar de contestar, por absurda que sea la pregunta. Yo creía que era joda la parte que decía: Marque con una X Sl_ NO_: ¿Es usted comunista? ¿Pertenece o ha pertenecido a una organización comunista? ¿Es usted nazi? ¿Es usted narcotraficante? ¿Es usted amigo de Bin Laden? Yo no, pero dicen que George W. si, pero él no tiene que llenar esa planilla y si la tuviera que llenar, seria el único gafo que contestaría si a cualquiera de estas preguntas.
Para hacer el cuento corto: Llega el día de la cita, tienes un virus horrible pero no puedes faltar porque de hacerlo tendrías que comenzar todo el proceso de nuevo. Llegas moqueando, con tu planilla en una mano y el corazón en la otra. Te acercas a la ventanilla donde un funcionario, que es venezolano, pero te mira feo porque no naciste en Mayami como él, hace lo imposible por negarte el ansiado sí, y lo logra. Resulta que dejaste una pregunta sin responder, esas preguntas que llamamos concha de mango, que no tienen ni pie ni cabeza, y tú, tontito incauto, no sabías que había que escribir N/A (no aplica) y te rasparon. De vuelta al principio...
Después del vía crucis consular comienza otro calvario: Las reservaciones. No hay cupo es la consigna pero llegar es la meta, así que con empeño, perseverancia y una pizca de jaladera de mecate consigues boletos para toda la familia, con horarios incomodísimos y sopotocientas escalas: Caracas, Argentina, Brasil y Bolivia, Colombia, Chile y Ecuador, Uruguay, Paraguay, Venezuela (pero esta vez en el aeropuerto de La Chinita), Guatemala y El Salvador, Costa Rica, Haití, Nicaragua, Honduras y Panamá, Norteamérica, México y Perú, Cuba y el Canadá, son hermanos soberanos de la li-ber-tad... Perdón, me dejé llevar.
Total es que aterrizan en el
Miami International Airport
cansadísimos, lo que los pone en desventaja ante el cubano que hace de agente de inmigración en dicho aeropuerto.
Al funcionario lo ponen ahí para que haga lo que mejor sabe hacer: Ser un «come miedda». Te pone a sudar mientras revisa tus documentos con una ceja arqueada al mejor estilo argentino. Hace ruiditos ininteligibles, te pregunta a dónde vas, revisa de nuevo todo y menea la cabeza de un lado a otro mientras exhala un suspiro. Cuando estás al borde del colapso emocional, te planta dos sonoros sellazos en tu pasaporte y te dice
goodbye
; eso sí, con la misma cara de burro amarrado que perdió su sonrisa el mismo día que le dieron la green card, la tarjeta de crédito y ese trabajucho de «miedda» que no le da ni para el café.
Superado el mal trago del aeropuerto, alquilan su sedán para subir cuatro horas por la
Turnpike
hasta
Kissimee
, un pueblito que alberga al parque de ensueños, además de algunas células anacrónicas del Ku Klux Klan. Se alojan en un
Howard Johnson
de carretera, porque los hoteles del parque son muy caros y total si sólo van a dormir... Nadie duerme esa noche, los niños se atragantaron de Milky Ways y están excitadísimos. ¿Mamá, ya es de día? preguntan los pequeños en medio de la oscuridad eterna de una noche en vela.
Ya es de día por fin. Llegan al parque con ojeras amoratadas por el insomnio. Felices toman un simpático trencito que los conduce desde el puesto Goofy 356 de un enorme estacionamiento hasta la entrada del Reino Mágico. El papá preocupado se pasa la mañana repitiendo Goofy 356, Goofy 356, Goofy 356, por temor a olvidar el lugar donde dejo el carro.
La entrada del parque anuncia cómo será la tónica del resto de la visita: Una cola gigantesca recibe a los ansiosos turistas. Filas de obesos sonrosados, con bermudas quemando arroz y zapatos deportivos que nunca hicieron deporte, recién casados de todas las edades que juegan a ser niños por el día y estrellas porno por la noche, japoneses con camaritas, negros, blancos, altos, bajos y venezolanos a montones, que se les reconoce a leguas por su estudiada elegancia casual: Ropa planchadita de fábrica, de aspecto crujiente y fresco, marcas y logos por todas partes, alguna etiqueta colgando por descuido con un precio exorbitante, lentes nuevos y cachuchas para todos, zapatos que todavía no tienen arrugas de uso y una sonrisa de éxito que produce cierta envidia.
Pero volvamos con nuestra agotada familia, después de la cola de la entrada, a la cola del monorriel, a la cola de las atracciones, a partir de este punto, dice un orejudo cartel, noventa minutos de espera sin esperanza de que sean menos porque estos gringos son un fenómeno y no se pelan nunca. Noventa minutos para subirte a una atracción que dura solo tres. Noventa minutos en cada atracción que suman tres días de colas en un parque que pretenden conocer en sólo 12 horas. Cola para subir al monorriel de regreso al Goofy 356 y cola para llegar al hotel con sonrisas desencantadas como las que se suelen poner después de que un muy esperado polvo termina en gatillazo. Ha sido inolvidable, mi amor...
Para descansar un poco de tanta fantasía al día siguiente se van para un Mall. Nada como ir de compras con los niños todo el día para lograr las vacaciones perfectas. Mientras mamá compra sostenes en Victoria’s Secret los niños bostezan en un mullido sillón victoriano, se caen a golpes en la Sears, lloran en Bloomingdale’s, patalean y gritan abrazados a varios juguetes en Toys R Us, se sacan mocos en J .C. Pemley’s, y se antojan de hacer pupú en Gap. Extenuados, endeudados y cargados de bolsas y reproches vuelven al hotel. Aún les quedan doce días por delante para intercalar parques que parecen malls y centros comerciales que parecen parques.
Tristemente todo lo bueno tiene su fin. Se regresan por donde fueron, con todas las mismas escalas; renovado el vestuario, renovadas las deudas, renovada la certeza de que los carajitos son una ladilla. Al aterrizar en Maiquetía, un nudo en el estomago anuncia que el ciclo se ha cerrado y que comienza de nuevo. Ataca la depresión post vacacional en el mismo momento que ven que hay una colita en las taquillas de la Onidex y frustrados murmuran: