Recuerdo a mis amigos mayameros hablando
spanglish
a sus pequeños delante de unos abuelos desorientados por la distancia lingüística. Tengo un sobrino que no sabe español y me produce mucha angustia ver a mi papá delante de su nieto repitiendo como un loro la única frase que domina en inglés:
How are you, Ben?
. El niño le dice «abuelou» y le sonríe con cariño y quizá con ganas de conocerlo mejor. Mi mamá, más parlanchina, le suelta sus lenguaradas haciendo hincapié en dos frases:
I love you, baby
y
I miss you, Be
n.
Al final, al desplazarse de su cultura se desplazan también de su realidad y por ello necesitan instalarse sólidamente en el aire.
Luego pretenden hacernos creer que son ellos los verdaderos venezolanos, que son ellos quienes representan lo mejor de nuestra cultura, los refinados, los elevados, los escogidos por no sé quién, los que bajan de las alturas de a raticos y deciden que, por momentos, los pescadores de Manzanillo pueden ser gente muy nice.
Si los arqueólogos de una civilización futura encontraran los restos de una de nuestras ciudades, seguramente creerían que los centros comerciales eran nuestros templos de culto. Y no estarían del todo equivocados. Los centros comerciales son el eje de la vida de muchas personas que creen que pueden satisfacer todas sus necesidades a punta de American Express.
Nuestros amigos de la clase media son fervientes feligreses que acuden cada día en peregrinación a recorrer los pasillos de sus templos en una especie de romería que resulta más gratificante en la medida que sea más costosa.
Antes acostumbraba a tomar café en casa de alguna amiga. Sentadas en el tope de la cocina, descalzas y sin una garra de pintura en la cara, conversábamos y reíamos a gritos. Aquellos cafecitos se prolongaban por horas sabrosas llenas de nada. Otras veces nos pintábamos los labios y tomábamos café en una terraza mientras intentábamos pescar al algún incauto que podía ser, sin saberlo, el amor de nuestras vidas.
Ahora acudimos a los centros comerciales para tomar el café, que ya no se llama café sino latte, espresso, cappuccino, double mocca o de cualquier manera menos guayoyo. También puedes ir al mall para encontrar pareja, cosa que es muy práctica, porque según en qué tienda te tropieces con tu futuro amor podrás inferir sus gustos y posibilidades financieras, entre otras cosas. Para embellecerte vas a la peluquería François Ciseaux, donde te corta el pelo Luís, porque François no existe, lo inventó Carlos González, un cumanés que es el dueño de la franquicia. Tus niños juegan en el Bosque Maravilloso, donde los árboles son de cartón piedra y la única maravilla que ofrece es que, por una suma exorbitante de dinero, te cuidan a tus niños para que tu experiencia de shopping sea lo más prolongada y placentera posible.
Comes New York Cheese Cake
hecho en Charallave, compras zapatos italianos hechos en Pakistán, camisetas del Real Madrid filipinas, carteras colombianas con nombre en francés, y todo tipo de mercancía que sugiere venir de una ciudad esplendorosa y soñada, cuando en realidad vienen de algún galpón asfixiante y oscuro, ubicado en medio de un pueblo destartalado por la miseria, donde personas sin cara y sin esperanza manufacturan ilusiones sin tener la menor idea de lo que es una ilusión.
Los centros comerciales se hacen parte de sus vidas de tal manera que ya no saben como pasar su tiempo libre sin estar encerrados dentro de sus múltiples paredes. Son como peces en acuarios gigantes con las narices pegadas a los cristales, que no pueden ver bien hacia afuera porque lo que logran mirar está distorsionado por un denso velo de agua y cristal que deforma la realidad dándole un aspecto pavoroso.
Cómo no hacerse adicto a un lugar seguro, donde los parques no tienen hormigas piquijuye, donde los niños no se llenan de barro porque no hay tierra aunque tampoco haya flores. Un lugar donde el clima no te arruina el paseo, donde no se siente ni frío ni calor, donde el sol no determina el comienzo ni el final del día. No se puede estar más seguros que en un sitio lleno de vigilantes que, en lugar de protegernos, nos vigilan convirtiéndonos en potenciales sospechosos.
Cómo no entregarse a la gratificación inmediata, si Francisco tiene una amante, yo le vacío vengativa su chequera en Bijoux For You. Si estoy despechada, me atapuzo de chocolates en Bom Bom Sabrosón. Si me siento en poco fofa hago spinning en Rock you Butt. Que Pablito está insoportable, le compro un Gameboy en Desconected Kidz. A mi perrito Yanki, que ya huele a perrito, que lo bañen y le pongan dos lacitos para que parezca una perrita que huele a jabón. Y al muérgano de Francisco, que no lo vea por aquí, que no se le ocurra tener la desfachatez de traer a la otra al mall donde nos besamos por primera vez.
A mí me ha tocado recorrer centros comerciales idénticos en países diferentes. Cuando vivía en Mayami hice un intensivo en malls lo que me convirtió en casi una erudita en la materia. Cada vez que llegaba un amigo de visita me tocaba hacer turismo mayamero, que no es más que ir de shopping hasta acabar aturdido, sin saber si compraste lo que querías o lo que te quisieron vender.
Una vez llevamos a mis suegros a almorzar en un restaurante temático que había en un centro comercial. El lugar pretendía reproducir la experiencia de comer en medio de la selva amazónica, o de una versión de ésta al mejor estilo de Hollywood, en la cual los elefantes convivían con orangutanes, gorilas, guacamayas, anacondas y tigres siberianos. El techo estaba cubierto de vegetación plástica y las sillas tapizadas con peluche imitando piel de cebra peluda.
El mesonero, vestido de explorador victoriano, nos guió a la mejor mesa disponible en un local vacío. Nos sentamos junto a una manada de tres elefantes amazónicos. Pedimos Piraña Burgers de carne de res, papas fritas servidas sobre una hoja de plátano de papel, y un nutritivo jugo de papaya-mango que sabía a piña Hit.
Conversábamos sobre cualquier cosa cuando, de repente, la matriarca de la manada levantó la trompa y dio un alarido de esos que pegan los elefantes justo antes de huir en estampida. Todos saltamos de nuestros asientos víctimas de nuestro más primitivo instinto de supervivencia. Los elefantes movieron trompas y orejas durante unos segundos y volvieron a su estado inerme y decorativo.
Mi suegro que tiene muy buen paladar y muy mala leche volvió a su silla y a su Piraña Burger sin mucha convicción. Reanudamos la conversación sólo para ser interrumpidos por los gorilas de más allá y luego por una guacamaya que cantaba como un pavo real. Fuimos obligados a comer en silencio mientras presenciábamos un errático concierto robotizado que se reiniciaba cada tres minutos después de un breve intermezzo de tormenta artificial con truenos y relámpagos aterradores. Sufrimos una indigestión colectiva que nunca supimos si achacársela a la comida, a los animales, a los truenos o a la cuenta, que fue exorbitante.
Con cada visita nos metíamos en un mall y, en agradecimiento, nuestros amigos nos invitaban a comer en uno de esos lugares. Los conocí todos: el de cine, donde tenían expuesto el lente de contacto que usó Terminator y el pañuelito percudido de Rambo, donde la Piraña Burger se llamaba Juicy John Wayne. En el de rock ’n roll había una lentejuela de Elvis, y una baqueta del baterista de los Beatles que no era Ringo Starr, allí comí Rolling Stones Burger con un toque de
Sgt. Pepper
que estaba asquerosa como todas, por lo que salí cantando: «
I can get no, tan, tan, tan, satis- faction, tan, tan, tan…
». Y mis amigos encantados con su almuerzo mayamero no entendían que los habían estafado por lo que prometían invitarme de nuevo en su próxima visita.
Después, a bajar la barriga en las tiendas, todas especializadas en vender las misma mercancía pero con diferentes nombres. Kilómetros de tiendas olorosas a nuevo con música de fondo diseñada para hipnotizar al comprador que compra y compra sin saber que compra y paga y paga con dinero plástico con la pueril sensación de que no está pagando.
Salimos para encontrarnos sorprendidos por la noche que había llegado hacía horas mientras en el mall brillaba el sol de neón. Yo, cargando bolsas que no eran mías, con ampollas en los pies y los ojos irritados, subo en mi carro con un grupo de personas que me hacen cuestionar mi capacidad de elegir amistades.
Cuando vivía en Barcelona, la de Catalunya, era peor. Allí sí había cosas que ver y mis amigos se empeñaban en pasar el día en el Corte Inglés. Yo los arrastraba a La Sagrada Familia y en más de una ocasión me preguntaron si teníamos que quedarnos mucho rato allí mirando ese poco de ángeles y cosas raras porque en una hora cerraban las tiendas.
Sólo sintieron curiosidad de conocer el Barrio Gótico cuando les comenté indignada que las tienditas maravillosas que habían estado allí desde que el mundo es mundo, poco a poco habían sido desplazadas por grandes cadenas y franquicias. ¿Entonces hay Benetton allá? ¿Y Sara? ¿Y Nike? ¡Que bueno! Igualito que en Mayami, pero en euros. ¿Viste mi amor? Te dije que Barcelona era una ciudad cosmopolita.
Y no les parece horrible la uniformidad que crean estas grandes cadenas de tiendas al invadir El Passeig de Grácia, La Via Veneto, Serrano, o cualquier calle importante de cualquier ciudad disfrazándolas a todas de Quinta Avenida de Nueva York. Por el contrario, les reconforta saber que, vayan donde vayan, podrán comprar sus marcas favoritas y comer en sus lugares habituales, es un fastidio llegar y pedir algo que nunca has probado y que luego no te guste, lo que soy yo, me quedo con mi Hard Rock.
Un día llevé a una amiga al Passeig de Grácia, quería mostrarle La Pedrera, La Casa Batlló, los postes, las aceras, la gente que por allí camina, pero antes de empezar a subir por Gracia, mi amiga se detuvo en un kiosco en
Plaça Catalunya
y compró una guía turística que fue leyendo entre vitrina y vitrina. Fue en la pésima foto de la guía donde vio a La Pedrera con sus chimeneas que parecen templarios. A otra la metí a empujones en La Casa Batlló que estaba abierta al público sólo por unos días. Mi amiga alquiló un telefonito que le iba explicando todo lo que se veía en aquel lugar. El aparato estaba medio defectuoso, así que ella se empecinó en repararlo mientras hacíamos el recorrido. No pudo ver más que un vitral que le obligué a mirar con insistencia, levantó la vista de los botoncitos rebeldes y en seguida volvió a sus botones y, con una sonrisa triunfal, me anunció: el telefonito dice que este es un vitral elaborado en tonos ámbar y tierra.
Todavía me faltaba tener que ver la cara de éxtasis que puso mi amiga al encontrar una tienda Disney en plena Barcelona. —¡No puede ser! Tengo que comprarle un
Güini Pú
a Cristinita, ella adora a
Güini
. ¡Se va a morir! —decía sin imaginar que era yo quien estaba muriendo lentamente con un ataque salivoso de náuseas.
Quince días de shopping intensivo en la ciudad de Gaudí y luego de vuelta a Caracas, a los lattes y double mocca, a François Ciseaux, a su vida en vitrinas en las cuales siempre hay un detallito caro y lindo que la hará bien feliz.
La guía de Barcelona la olvidó en mi sofá.
Nada como el olor a nuevo y si es de un apartamento mejor. Aún cuando sea viejo, si está recién pintadito, recién compradito, recién hipotecadito, tu apartamento huele a nuevo. Si viviste alquilado y ahora eres propietario has subido un grandísimo escalón, píntalo y cambia el sofá de lugar y ¡zuas! tu vida ha cambiado y tú debes cambiar.
Esto lo digo, no porque haya conocido el placer de ser copropietaria, junto con el banco y a treinta años, de un techo que, según como se mire, puede ser el piso del vecino de arriba o un piso que puede ser el techo del de abajo.
No lo he vivido, pero mi techo ha sido el piso de felices propietarios, lo mismo que mi suelo. Yo he sido por años el jamón de ese sanduchito que llaman propiedad horizontal.
No he tenido el placer de tener derecho al voto, ni siquiera el derecho de opinar en ese selecto club de dueños de sus destinos. Los miro con cierta envidia cuando cualquier noche de luna se reúnen en juntas de propietarios, nunca de vecinos, porque no es lo mismo ni se escribe igual.
En esas exclusivas y excluyentes reuniones se toman decisiones de primer orden. Se prohíbe vivir en paz, nadie se pone de acuerdo en el lugar idóneo para plantar las cayenas, o si el conserje barre bien la escalera o no, o si los nuevos vecinos son gente decente. Se libran luchas de poder entre pequeños debiluchos que sienten que al ser honrados con una hipoteca, se han convertido en líderes defensores de la pequeña propiedad.
Yo tenía un vecino que vivía alquilado. Como entonces no tenía dinero para poner aire acondicionado, de esos modernos que se pegan a la pared, el colocó uno anticuado en la ventana. Lo tuvo allí por más de dos años. Un buen día volvió a casa conduciendo una camionetota seguido por el carro nuevecito que le acababa de regalar a su mujer. Dentro de la camioneta llevaba un aparato de aire acondicionado de última generación, de esos que cocinan el desayuno y te lavan la vajilla con solo apretar un botón.
Con asquito, quitó su viejo armatoste de la ventana, se lo regaló generosamente al conserje y anunció al mundo que era propietario no solo del nuevo aparato, la camioneta y el carro, sino también del apartamento.
Yo, que siempre he tenido un airecito de esos viejos, cumplidores y ventaneros, me alegré mucho por el conserje que en adelante dormiría más fresquito junto a toda su familia.
A la semana siguiente nos llegó una notificación de la junta de condominio: supimos por medio de la misma que nuestro aparato no solo afeaba la fachada, sino que también era una potencial arma de destrucción masiva. Nos daban plazo hasta el domingo, y era sábado, para quitar ese cacharro de la ventana. Firmaba el ex alquilado, recién pequeño propietario, que estrenaba cargo de secretario de la nueva junta electa el viernes.
Esas reuniones se hacen de noche, generalmente, yo creo que no es por la conveniencia de que a esas horas la mayoría de los vecinos pueden asistir. Yo creo que hay algo oscuro en esos encuentros y que la oscuridad de la noche los arropa.
Se siente una especie de excitación perversa en el aire, se escuchan pasos y murmullos afuera. Los propietarios se visten con sus mejores galas de junta, así se va estableciendo el status de cada quien. Aunque todos sean dueños no todos tienen lo mismo. Siempre hay uno que solo pudo comprar el apartamentico tipo estudio y allí metió a toda la familia, incluyendo a la abuela, ese no puede ser «igual».