¡Qué pena con ese señor! (5 page)

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Authors: Carola Chávez

Tags: #Humor

Llegó la hora del brindis y nuestro anfitrión, el mismo que calculó dos cervezas por persona, se había tomado seis. El discurso, que traía ensayado, se anunció con unos golpecitos a una copa que nadie oyó, carraspeaba el ansioso muchacho ávido de brindar, nos fuimos callando todos menos la homenajeada, que cual El Chavo del Ocho se quedó hablando sola, cosa que molesto a quien pretendía distinguirla con sus emotivas palabras. Se le subieron las cervezas al chico y se puso colorado, se le inflaron las venas del cuello a punto de reventar. ¡Cállate, coño! Que voy a hacer un brindis. ¿Acaso tú eres pendeja?…

Yo pensé, se jodió este muchacho, el amigo importado de Londres segurito que se lo suena. Cuán chabacana he sido, qué vida tan baja he vivido; los de la high no se pegan: se sientan y escuchan embelesados cada palabra del brindis y luego chocan sus copas sin derramar ni una gota (de sangre en este caso). ¡Salud! Y a jugar dominó se ha dicho.

Algunos meses después, los encontré en Grácia, abrazados a una Frescolita colombiana, que no es lo mismo pero algo es algo. Ellos no me reconocieron y yo no los quise reconocer.

Capítulo VI - Da-le, da-le

Las piñatas de mi infancia eran fiestas sencillas y familiares. Torta de cajita, gelatina, quesillo, sanduchón, bambalinas de cadeneta hechas con papel de seda y unos globos que tenían impresos unos payasitos deformes que, al inflarlos se deformaban todavía más. Todo casero, todo sabroso y bien bonito. Todo menos el payaso de los globos, claro está.

En casi nada se parecen a las piñatas de ahora. Los padres de hoy se hipotecan para celebrar los cumpleaños de sus retoños. Yo lo viví en carne ajena hace unos meses cuando estuve en Caracas en casa de una amiga. Por esos días su hijito cumplía años y mi amiga estaba estresadísima. Los preparativos de la fiesta de su querubín no le dejaban tiempo para nada, ni siquiera para saludarme. Apasionada activista de oposición, hasta dejó de ver Aló Ciudadano las dos semanas previas a la celebración.

Se dedicó en cuerpo, alma y chequera a seleccionar cuidadosamente cada detalle. Todo iba sobre ruedas, la fiesta era de Nemo y había conseguido de todo: Las tarjetas, los vasitos, el mantel, las bambalinas, la piñata, por supuesto, y unos recuerditos que eran unos peces que se parecían a Nemo después de la quemazón. Mandó a hacer una torta de esas que están de última moda. —En todas las piñatas hay que poner una así. También ordenó decoraciones de anime pintadas por una artista que no sabía que lo era.

Satisfecha y cansada, tres días antes del ágape, se sentó a chequear punto por punto los objetivos logrados. Al llegar al final de su lista, un alarido de horror: ¡¡¡Faltaba la chupetera!!! Yo, que no tenía idea de lo que era eso (pensé que sólo era recipiente donde se colocaban chupetas), traté de calmar a mi amiga diciéndole que no importaba, si ya tenía de todo.

—¿Una piñata sin chupetera? —me increpó enloquecida—. No sabes la raya que es eso. Tooooodas las piñatas finas tienen su chupetera.

—Y ¿para qué sirven? —quise saber.

—Para poner chupetas —respondió con impaciencia—.

—Claro —agregó—, no debes dejar que los niños se las coman antes del final de la fiesta porque entonces se ven peladas y horrorosas. Qué raya, por Dios, ¿dónde voy a conseguir quien me haga una de Nemo a estas alturas?

Llamadas telefónicas fueron y vinieron. Cual ejecutiva de transnacional delegó, amenazó, ofreció, gritó y logró. Le costó un ojo de la cara, pero era esa misma cara la que se le caería de vergüenza si llegaban los invitados y no había chupetera.

Llegó el día tan ansiado por todos, incluso por mí que me moría de curiosidad. Tanta anticipación terminó por contagiarme.

Al llegar al local que alquilaron para la ocasión, ya que el apartamento donde viven no es ni grande ni lujoso, me quedé paralizada. Al traspasar la puerta me sumergí en un fondo mar tan Disney que me empecé a ahogar. No había un milímetro, ni cúbico ni cuadrado, que no tuviera un pececito, un coral, unas algas. Cadenetas de globos en azules turquesa, marino, cielo, Belmont, zafiro y Prusia. Una mesa con mantel de faralaos repleta de pasapalos, canapés, chocolates mayameros, dos tortas, gelatinas turbias y lechosas, quesillo de piña y normal, Pepitos importados anaranjados fluorescentes, mousse de parchita, mousse de atún con forma de ídem, había de todo menos sanduchón.

Contrataron los servicios de una agencia de festejos: mesas, sillas con faldones, mesoneros, barman y hasta un carrito de perro calientes de lo más cuchi —no como esos asquerosos que hay en la calle —, me explicó la orgullosa mamá.

Mi amiga, frenética, regañaba al cumpleañero que estaba empeñado en ensuciar su look Nemo antes de que llegaran los invitados. El niño terminó sentado en un rincón de la sala, durante una hora y media, mientras su madre se entregaba de nuevo a dar los últimos toques para que la tarde fuera perfecta.

Comenzaron a llegar los invitados gota a gota a gota al principio y en cambote después. Por cada niño venían dos adultos y un regalote. El homenajeado, para dolor de cabeza de su mamá, en vez de saludar al doctor Fulano de Tal, le preguntaba, ¿qué me trajiste? La amorosa anfitriona, recurría a un mal disimulado pellizco y decía:

—Pueden colocar el presente en el rinconcito que dispusimos para ello.

El rinconcito era un espacio de varios metros cuadrados delimitado con cintas y un cartel que decía «Gracias glu glu glu». El homenajeado frustrado por no poder hurgar dentro de los festivos envoltorios, montaba una pataleta cada vez que llegaba un nuevo invitado a su fiesta.

Los padres se sentaban en las sillas faldonas dejando a los niños a la deriva. En seguida los mesoneros se pusieron a repartir whisky para los caballeros y, para las damas, coctelitos de colores dizque de mango y parchita que sabían a Yukerí.

Los niños desatados y sudorosos; la anfitriona, celular en mano, gritando a las payasitas porque aún no habían llegado. Las payasitas animadoras, más que animar y hacer payasadas, debían encargarse de que los carajitos no jodieran tanto. Su retraso podía echar por el suelo semanas de planificación.

—¡Hooooola, amiguitos!

Suspiros de alivio. Llegaron las payasitas y a ritmo de reggaeton. Desde ese momento en adelante la piñata pareció transformarse en una despedida de solteros. Las talentosas animadoras infantiles hasta sabían coreografías copiadas de video clips. Se desbarataron bailando, batiendo el trasero a más no poder, mientras que invitaban a los pequeños a unirse a su rumba.

Las niñitas más safriscas, ésas que parecen enanas porque sus progenitoras se empeñan en ponerles taconcitos, «que se ven tan bonitos» tops con el ombligo afuera, y mini faldas ajustadas, igualitas a las de mami; y un poquito de colorete en los cachetes y brillo en la boquita, es que es una señorita, aunque tenga cinco años. Como decía, las niñas más safriscas se lanzaban a bailar imitando a las payasas y superándolas en su tongoneo. Los varoncitos huían furiosos insultando al cumpleañero por esa fiesta tan chimba. Otras niñas que parecían muñecas antiguas, con vestidos llenos de lazos, por arriba y por abajo, por delante y por detrás, y por si no es suficiente un par de lazos a juego en cada parietal, con crespitos Shirley Temple, medias blancas hasta arriba y zapatos de charol. Esas pobres niñitas también tenían lo suyo y lo demostraron con mucha determinación. Con los ojitos en blanco, como poseídas, se retorcían sin gracia mientras cantaban: «Me gusta la gasoliiiina, dame más gasoliiina».

Las payasas, empresarias con futuro, teniendo bien claro quién pagaba la cuenta, decidieron proponer concursos de baile con un toque picante para involucrar a los papás en la fiesta de sus niños. Todo por el bien de la unión familiar. Como los papás ya tenían unos tragos encima aceptaron participar en buena medida.

—Por aquí los señores —les decían seductoras las ¿payasitas? y formaban parejas de hombre con hombre para que bailaran sosteniendo un globo a dos barrigas.

Las mujeres se hacían pipí de la risa: ¡Se ven mariquísimos, mira! Pero ellas no se salvaron de las voluntariosas muchachas. Les tocó ¡ay que ocurrentes! Jugar a pasarse un globo con forma de salchicha de una a otra, pero no con las manos, no; tenían que sostenerlo entre las piernas, las picaronas, y pasarlo a la mamá de al lado que, a su vez, lo cogía ¿Dije cogía? ¡Aaayyyy! entre sus piernas. Fue un bonche que ni te cuento…

Estaban gozando tanto que tuvo que venir el cumpleañero a recordarles, con otro berrinche, que eso era una piñata y que había que tumbarla a palazos ¿Dijo palazos? ¡Aaaaayyyyy!

La piña-ta, la piña-ta, los niños se empujaban buscando el mejor lugar para agarrar mas juguetes que nadie. Sus padres los asesoraban y las mamás se colocaban en posición de partida. Da-le, da-le. Mordiscos, empujones, gritos y llantos, niños y niñas, mamás y papás, todos arrebatándole al de al lado chucherías pegostosas y juguetes que sólo sirven para rellenar piñatas. Pasado el furor, sudando y jadeando, revisa ron sus botines de guerra y se dispusieron a cantar como si estuvieran felices.

Ay que noche tan precioooooosaaaa,

es la noche de tu díiiiiiaaaaaa….

Arrasaron con la mesa, destrozaron la chupetera, se llevaron a sus casas un platito, envuelto en papel de aluminio, con un pedazo de torta y otro de quesillo que está divino. La mamá del cumpleañero, feliz como una recién casada, se despidió hasta del último invitado con un cultísimo beso en cada cachete, como acostumbran a hacerlo en el viejo continente.

Cansada y satisfecha regresó a la sala vacía. Su mundo se vino abajo al descubrir que, entre tanto jaleo, se había olvidado de repartir los pescados choretos y virolos que iba a dar de recuerdito.

¡Nooooooooo!!!!

Capítulo VII - Yo quiero ser una Miss

Ser mujer en Venezuela puede ser muy complicado. Yo no sé si siempre fue así, pero a mí me tocó pasar por la adolescencia coincidiendo con la coronación de Maritza Sayalero como Miss Universo. Ese evento insignificante en un mundo lleno de noticias provocó cambios profundos en la manera de ser y sentir de millones de compatriotas. Miss Sayalero fue la primera de una cadeneta de misses que hizo que aquellos concursos se hicieran mucho más monótonos de lo que ya eran. Siempre ganaba la venezolana.

Los años ochenta parecían favorecer a la belleza nacional. Las hombreras, la moda recargada, el rimmel en exceso, colorete fucsia desde la pata de la oreja hasta la comisura de los labios y peinados abombados con copetes tiesos de laca, todo aquello como que iba muy bien con el tipo criollo. Yo, aún siendo criollita, pertenezco a ese grupo de mujeres a las que Osmel nunca voltearía a mirar. Pero a diferencia de muchas de mis compatriotas jamás sentí ese impulso, casi visceral, de desfilar mi cuerpazo, a paso de yegua fina, al son del «Himno del Miss Venezuela».

Para muchas de mis congéneres era un sueño llegar a ser descubiertas por Osmel, que era para ellas una especie de Rey Midas con un toque de hada madrina que, en lugar de varita mágica, llevaba un cetro y un bisturí. Creyeron, gracias a ese mago, que todas podían ser bellas, que lo que sobra se quita y lo que falta se agrega. Las mujeres podían ser rediseñadas y con la asesoría adecuada «cualquiera de nosotras podría triunfar… y así sus sueños realizar».

De repente, nos vimos frente a un espejo gigante y despiadado que nos ponía y quitaba centímetros en los sitios mas inadecuados, que nos mostraba celulitis, rollitos, narices, manchitas... Nos veíamos rechonchas, pelonas, simplonas. Pero siempre llegaba alguna historia, de una María del montón que fue tocada por Osmel y ahora está en televisión, es actriz, locutora, periodista instantánea, tiene su propio programa y un novio del Country Club. Eran historias de esperanza que inspiraban y alentaban a miles de mujeres a mirar hacia lo más alto y empezar a escalar.

La fiebre miss contagió a mujeres de todas la edades: las más jóvenes, posibles candidatas, soñaban con ser. Las más viejas soñaban con que sus hijas fueran, y las niñas soñaban que serían.

Para lograr metas tan altas se necesitaba preparación. Esto originó el boom de las academias y agencias de modelaje. En estas instituciones, de opulenta fachada, se paga para que te digan que eres preciosa, mi vida. Explotan tu ángulo bueno y si no lo tienes, te lo inventan, aunque sea para que solo tú te lo creas y, por supuesto, sigas pagando.

Mientras pagues serás bella. Con tu dinero te pulen; te enseñan a ser chic, a poner una mesa perfecta, a comer sin chasquear la lengua, a decir alguna palabra en francés para que crean, a pretender que sabes de vinos, de ópera y de todas esas cosas que deben saber los que saben. Te revelan los secretos más sagrados de la moda: Qué zapato va con cuál cartera, si llevas o no cinturón, que las rayas con pepas no pegan, a menos que salga en Vogue. Se cruzan las piernas así, se sonríe de modo insinuante, adormece tu mirada y pon la boquita fruncida, como si vas a tirar un beso acompañado de pucherito. Mete la barriga, saca el culito, clases de flamenco para la postura.

En torno a las academias giraban como satélites otros negocios más pequeños, pero muy lucrativos también. Todo el mundo era fotógrafo, estilista o maquillador. Todas querían una imagen y ellos las vendían muy bien. Bastaba con ponerse una franela oficial del concurso para convertirse en especialista de la belleza.

Yo tuve la suerte al final de los ochenta de compartir mi espacio de trabajo con unos fotógrafos de verdad-verdad, quienes cargaban sobre sus espaldas legiones de arribistas que pedían cámaras prestadas para hacer portafolios. Matando tigritos, según decían, redondeaban su arepota fotografiando pavitas con cara de esperanza, jurándoles que tenían algo, un no sé qué especial, que llegarían lejos, que esa pose es perfecta, que hazle el amor a la cámara y pon la mano aquí, no, allá.

Los estilistas convertían a las morenas en pelirrojas y rubias, mientras les contaban los chismes «de adentro» del evento. Tacones serruchados, empujones, celos y hurtos. Humilladas anoréxicas que perdían la batalla contra la báscula, ordinarias provincianas que no daban pie con bola en las clases de etiqueta y protocolo. Y las aspirantes a aspirantes soñaban con llegar un día a caerse a empujones fashion, a serruchar tacones lindos, pasar la semana en ayunas y rematar con el bisturí, por aquí por allá y un poquito por atrás; para poder decir entonces: ha sido un experiencia maravillosa, todas merecían ganar, pero gané yo que soy mas linda y me hice liposucción.

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