—Qué mierda este país, colas por todos lados, cola para entrar, cola por la autopista, colas en al banco, colas en la cantina del colegio, mientras todavía resuena en la cabeza de papá Goofy 356, Goofy 356, Goofy 356...
Entre las costumbres de la clase media, destaca la huida al exterior. Crecimos mirando para afuera, donde la grama siempre es más verde, así que cualquier excusa es buena para imponernos un exilio forzoso. Yo huí cuando Caldera mientras se derrumbaban los bancos como fichas de dominó. Muchos huyeron como yo a un destino familiar y cercano: Miami, o Mayami (en argot venezolano), una ciudad cálida, zurcada de avenidas que parecen autopistas, llenita de urbanizaciones de casas clonadas, pintadas todas de rosado Pepto Bismol, color que allá estiman que es muy tropical. Una ciudad de esquinas idénticas, cou su Walgreen's, con su McDonald’s que se repiten una y otra vez a tal punto que más de un novato se pasa de largo y no nota que se ha perdido hasta que se topa con el cartel que le da la bienvenida a la opulenta Palm Beach.
Algunos pocos, como yo, se largan con una mano adelante y la otra por detrás. La mayoría lo hacen con casa, carro, chequera, Visa Platinum y una matrícula en alguno de los tantos institutos de algo, donde pagando mucho te acreditan como estudiante para los efectos de visado. Todo esto cortesía de papá.
Nadie dijo que el exilio es fácil, pero los venezolanos son pilas. Ellos se mudan todos al mismo sitio. Urbanizaciones completas, compradas en pre-venta, que acaban siendo tan venezolanas que en el supermercado de la esquina consigues harina Pan.
Nunca comí tantas arepas como en Mayami. Es el plato más apreciado por niños consentidos que después de despreciarlas en Caracas, prefiriendo el croissant; se sientan a la mesa a sobar su cálida redondez y a recordar con nostalgia su apartamentico en Altamira, su casita en El Peñón.
Otro producto que cotiza en el mercado de la nostalgia es el Toronto. Poseer un Toronto en Mayami te convierte en el foco de deseos y envidias. Pero una cajita de Belmont te eleva a calidad de Dios, por muy poco tiempo, eso sí, porque se la espalillan los panitas, fumadores o no, que entran en una especie de trance que se hace más profundo con cada bocanada y repiten como poseídos, «un Belmont, chamo, un Belmont».
Mantener sus tradiciones los ayuda a soportar la agonía del exilio. Por eso, año tras año, celebran religiosamente dos de las más tradicionales fiestas del Este de Caracas y sus sucursales de provincia: el Halloween y el Thanksgiving, haciendo mas hincapié en esta última por ser una fiesta de corte familiar. A falta de familia, están los panas que a punta de compartir nostalgias se convierten en hermanos.
Una vez me invitaron a una cena de Thanksgiving y cometí el error de ir. La cena se celebró en Westonzuela, o Weston para los gringos forasteros, en la casa de una simpática parejita de profesionales recién casados, que escogieron fijar residencia en tan elegante vecindario de la hermana ciudad de Ft. Lauderdale, para continuar sus estudios de postgrado en una renombrada universidad. O por lo menos eso es lo que había reseñado Roland en El Universal.
Llegué a la cuarta casa rosada a mano derecha, de la calle Indian Trace. Toqué el timbre y alguien gritó cortésmente: «Pasa, que está abierto». Una vez adentro me volvió a gritar desde el sofá la misma voz masculina «Chama, que te quites los zapatos que vas a joder la alfombra». Como dudé por un momento entre salir corriendo y obedecer, el amable anfitrión me indicó desde su mullido lugar que pusiera los zapatos junto con los de los demás invitados, allá, ¿no los ves?
Claro que los vi, me quedé haciendo un estudio completo de la noche que tenía por delante. Aquel rinconcito parecía al armario de Imelda Marcos. Zapatos de las más distinguidas marcas, donde Armani estaba talón con talón con Versace, sandalitas veraniegas para el otoño mayamero, recostadas sin pudor de unos deportivos y masculinos Timberland que, se notaba, eran de estreno. Me quité mis gastados y cómodos zapatos de lona roja y cuando me disponía a dejarlos tuve una aterradora visión: allí, al lado del último lugar disponible estaban la botas de Terminator.
Sí, eran las botas rudas, negras, llenas de pinchos y cadenas plateadas del implacable y desalmado cyborg de la pantalla grande. Dirigí la mirada al grupo de invitados temerosa de encontrarme con el ojo de bombillito rojo apuntando hacia mi. Terminator se había mezclado hábilmente en el grupo, porque pasé toda la noche tratando adivinar a cuál de esos pies pertenecían tan violentos zapatos. Era una tarea imposible que me obsesionó al tal punto que decidí quedarme hasta el final de la fiesta, pasara lo que pasara, con tal de descifrar esa incógnita.
Por culpa de aquellas botas y de la curiosidad que me caracteriza, tuve que padecer una cena tan larga como indigesta, esto no lo digo por la comida sino por todo lo demás: Los hombres apoltronados en el sofá sostenían conversaciones de hombres plagadas de interesantísimos comentarios como por ejemplo: «El San Ignacio era más de pinga cuando no había jevitas, porque entonces se jugaba más al fútbol» o «el guón de mi hermano ayer escoñeto la burbuja viniendo de Choroní. Es la cuarta burbuja pérdida total en su récord» seguido por un «qué arrecho, guón», que entonaban en coro los cautivados oyentes.
En la cocina, una tropa de pavitas recién casadas jugando a las perfectas amas de casa sin tener la menor idea de por dónde empezar. Un pavo hormonado se achicharraba en el horno mientras las nuevas señoras, con sus delantalcitos almidonados que hacían juego con los pañitos y agarra ollas, se peleaban con las verduras y perdían en el intento de hacer una ensalada super original porque tiene trocitos de manzana. Yo tenía muchos años de casada y como ya había matado la fiebre, lo que menos me provocaba era ir a una fiesta a cocinar.
La tertulia en la cocina era el equivalente femenino al debate en el salón: que quien se operó qué; que cuál tienda vende tal; que yo me muero por ver a mi mami (que se fue hace dos días y volverá dentro de un mes); que nada como tener cachifa pero aquí como quieren vivir como gente y cobran un ojo de la cara; que se quema el pavo, ¡corran!
Al sacar el pavo medio chamuscado del horno los ex alumnos del Loyola se apresuraron a sentarse en las seis únicas sillas que había alrededor de la mesa. Sus recién adquiridas esclavas comenzaron a desfilar con platos repletos de chicharrón de pavo, ensalada super original y, la perla de la noche, batatas con mantequilla y marshmallows derretidos. Todo un festín para los paladares más exigentes.
Yo no comí porque hacía rato que me había ido al jardín a jugar con Otelo, un labrador negro, o Chocolate lab, como decía su dueño. Otelo y yo hicimos buenas migas inmediatamente. El pobre perro había sido adoptado por el hijo de una ex secretaria del Ministerio de Hacienda, una mujer emprendedora que aprovechó al máximo su fugaz y lucrativo cargo. Gracias a la pericia de esa madre, su hijo gozaba del privilegio de vivir en un lugar privilegiado al que llegaba cada noche en un BMW plateado igualito al de James Bond.
Bad Dog, así bauticé al hijo de la buena madre ya que se pasó toda la noche gritando por la ventana órdenes en inglés a un perro que se empeñaba en hablar español, por lo tanto no obedecía y seguía ladrando para que le trajeran un pedazo de pavo y una bebida cualquiera.
—
Otelo sit
! —Y mi amigo como si nada.
—
Otelo stop
! —menos.
—
Bad dog Otelo, bad dog
!...
Bad Dog vestía con clase, llevaba tantos logotipos en sus robustos metro sesenta, que parecía un arbolito de Navidad rechoncho. Pero él no era el único. De hecho, la sala se parecía al Times Square. Logos en las camisas, pantalones, medias y hasta en las gomas de los calzoncillos, que se dejaban a la vista para que se supiera que también eran carísimos. Pero Bad Dog destacaba entre toda esa fauna porque era el único que se negaba a quitarse los lentes de sol con montura negra y dos escudos de Versace en cada lado. Si hubiera querido suicidarse dándose un tiro en la sien, los dorados escudos milaneses le habrían salvado la vida.
Después de la cena vino el tradicional juego de fútbol americano y la fregadera de platos. Ellos en el sofá con los ojos fijos en la pantalla gigante, dando alaridos en inglés cada vez que se movía ese objeto puntiagudo que los gringos se empeñan en llamar pelota.
—
Go, go, go, go
! —gritaban emocionados moviendo los brazos, como lo hace un raspadero cuando gira el molinito que convierte el hielo en copos de nieve tropical. Ellas, maravillosas, después de haber comido de pié, recogían la mesa y metían la Vajilla en el lavaplatos automático, teniendo cuidado de no romperse una uña.
Otelo y yo nos divertíamos con la escena mirando por la Ventana hasta que los ladridos de mi amigo, esta vez más fuertes, delataron a unos mapaches que pretendían robarse las sobras del festín.
—Fernando Alberto —gritó la anfitriona—. Esos son los
racoones
. ¡Corre, mi amor, que riegan la basura por todo el porche!
Salieron como energúmenos a perseguir a las criaturitas con un bate de béisbol firmado por un Miami Marlin, todos descalzos menos Bad Dog que, mientras corría, intentaba calzarse las botas de Terminator para no ensuciar las medias que eran Calvin Klein.
Mucho más refinado es el venezolano que cruza el charco para buscar refugio en el viejo continente. Yo lo hice, pero no por refinada, sino porque parece que la huida se me da muy bien. Después de aquel Thanksgiving, y algunos saraos más, me sentí fuera de sitio y decidí seguir buscando un lugar donde poder ponerme vieja sin que se me atrofiara el cerebro con tanto mall, tanto fashion y tanta paja.
Así llegué a Barcelona, la de Catalunya. Me sumergí en un pueblo colindante a la ciudad de mis amores y amé por cinco años y para el resto de mi vida cada minuto de lo bueno y de lo malo que viví en catalán. Mi blaugrana estancia aderezada con ventanitas torcidas y rebuscadas de Gaudí, un puentecito tenebroso que cruza de la Catedral a la casa parroquial en el Barrio Gótico, la Plaza del Pi, con sus ventas de queso y miel, y ni hablar de las librerías, sucuchitos escondidos en calles estrechas y malolientes y una venta de nueces tostadas en El Borne, detrás de Santa María del Mar, a la que llegabas como hipnotizado por el olor que desprendía, los músicos callejeros en Las Ramblas, los titiriteros, las farolas del Paseig de Grácia, la Barceloneta con sus mariscos bien servidos y bien baratos, y el Mercado de la Boquería, una paleta de colores y olores que incitan a la glotonería más desenfrenada. Barcelona de mis pecados y de mis amores… Perdón, me fui por el camino de los recuerdos…
Como iba contando, mi blaugrana estancia se veía interrumpida por momentos cuando, por desgaste, aceptaba unirme a alguna de las celebraciones de una especie muy refinada de venezolanos que por allá pulula.
Este linaje de compatriotas descubrió el joropo un día en el Corte Inglés, lugar de encuentro obligado puesto que allí vendían la harina Pan más barata de tot Els Països Catalans. Se hicieron supervenezolanísimos añorando cosas que acababan de conocer. Sufrían de bajas de carne mechada, se desvivieron por el guarapo de papelón que probaron, por primera vez en sus vidas, en una taguarita criolla escondida en el Barri de Grácia. Allí se hermanaban con compatriotas nostálgicos y se tomaban de las manos con los dedos empegostados de melcocha. Venir tan lejos para morir en la puerta…
Organizaron un día una parrilla criolla con yuca sancochada y demás contornos. Me invitó un amigo de un amigo de un amigo, y yo, como dije antes, por desgaste, acepté.
Tan singular evento se celebró en una masía del siglo dieciséis, una magnífica casa de piedra incrustada en medio de un viñedo de Villafranca del Penedés. Era la casa del abuelo del amigo, del amigo, del amigo que emigró a Venezuela en sus años mozos, se forró en billetes y compró aquella magnifica propiedad para asombro y envidia de familiares y amigos pobres, que no tuvieron el coraje de cambiar, en su momento, las butifarras por el chorizo carupanero.
Llegamos en caravana oyendo a Simón en el repro. Éramos un grupo pequeño pero bien escogido: una pareja muy joven que fungía de anfitriones, los homenajeados que venían de Londres, mi amigo con su esposa, más morenos y sencillos, y yo.
Los expertos anfitriones tenían todo bien planificado: llegada a las once y media, tour por la casa después, encender el carbón a las doce; y allí se complica la cosa porque ni el anfitrión ni el homenajeado lo habían hecho jamás. Mi amigo Carlos, ex habitante del pueblo del Hatillo y que era un experto en dichas artes, había ido a comprar más cervezas ya que los anfitriones calcularon dos cervezas por persona y aquello no iba a cuadrar.
El retraso con las brasas nos dio un ratito de nada que la anfitriona aprovechó para marcarse un joropo. Yo estaba sentada sobre una piedra mirando a los caracoles de tierra cuando, de repente, rompe un joropo cerrao. Levanté la vista extrañada solo para encontrarme con Kiki, ése era su nombre, con los ojos en blanco cayendo en un trance llanero, Cunaviche adentro. Tomose la damita el borde de una falda imaginaria y comenzó a zapatear cual si estuviera poseída por la mismísima Yolanda Moreno. Zapateaba y zapateaba y sólo yo le paraba. Ella abría un ojito de vez en cuando para verificar si su arte era apreciado, constataba que no, pero con una perseverancia casi heroica seguía en su zapateo.
Cuatro joropos después, con las batatas engarrotadas, decide cambiar la tónica y le da por declamar.
—Justo Brito y Juan Tavares —dijo inspiradísima.
—Dos hombres de pelo en pecho —corearon los demás sin dejar de hacer lo que estaban haciendo.
Y luego el silencio…
—¿Alguien sabe qué más viene?
Pues nadie lo sabía.
—¡Llegó Carlos con las birras! —exclamaron aliviados y encendió Carlos las brasas y la carne se quemó.
Comimos hasta hartarnos. La yuca voló de los platos, la carne estaba muy dura, pero las morcillas con arepa y guasacaca salvaron la situación. Para cerrar con broche de oro nos brindaron un guayoyo, muy aguado para mi gusto, hecho con café El Peñón. No faltaron los Belmont ni el Toronto, pero las estrellas de los postres fueron unas Suzys y Cocosettes acartonados que guardaban para la ocasión. Y aquí, sin mucho esfuerzo, podría haber hecho un verso.