—Mami, ¿verdad que yo soy una huevoncita?
Y mi mamá preocupada me preguntó por qué decía eso, a lo que contesté:
—Porque me encantan los huevitos.
Debe ser por eso que mis amigos me ven como me ven, es que a pesar de mis años, mis estudios y mis viajes, sigo y seguiré siendo una huevoncita.
Existe una palabra que aprendí en España que me caló hasta los huesos y cuyo uso se ha hecho indispensable en mi quehacer diario. Es un españolismo o malandrismo español, diría yo. Este vocablo define a un tipo de gente que, desde que tengo memoria, me ha perseguido no importa cuán bien y lejos me esconda. Por eso entre todos los malandrismos que he aprendido incluí en mi vocabulario, de manera irrevocable, la palabra cultureta, que se refiere a aquel que se las tira de culto.
Debido a mi vasta experiencia con este tipo de personajes, he notado que se pueden clasificar en varios grupos (todos ellos insoportables) según sus inclinaciones y sus maneras de restregarle en la cara a los ciudadanos de a pie su evidente superioridad.
Los culturetas wow, por ejemplo, son personas que no visten a la última sino a la próxima, que van adelantados en todo, que marcan tendencias, que son únicos aunque todos ellos sean igualitos. Una vez, en una galería de arte, me explicaba uno de ellos que él vestía de esa manera tan negra, tan lineal y extravagante a la vez, como resultado de una búsqueda en su interior (y no se refería a sus calzoncillos). Su manera de vestir era una especie de grito de rebelión, un aquí estoy yo y soy diferente. Diferente a mí sí que lo era, pero igualito a todos los culturetas que estaban alrededor. Supongo que todos ellos habían buscado dentro del mismo interior.
Estos pájaros nocturnos parecen sufrir de fotofobia, llevan sus lentes pequeños, oscuros y de diseño (¿cómo decirlo?) diferente. Mientras más feos les queden mejor, sobre todo a las mujeres, ya que para parecer intelectuales no dejan escapar ni un ápice de sex appeal. Asexuados culturetas que encuentran el amor a través de conexiones intelectuales obviando cualquier distracción carnal que los equipare con personas comunes y corrientes, de ésas que se miran, remiran y se tocan.
Son expertos en bellas artes. Pululan en las galerías, no se pierden un
vernissage
. Con su presencia realzan la importancia de cualquier evento. Las galerías se los disputan como elementos decorativos. Con poses estudiadas analizan las obras expuestas, se hurgan el interior buscando una frase hecha y después de una pausa, un suspiro y otra pausa, encienden un cigarrillo a modo de bombillo y sueltan su veredicto que suele ser una perorata de palabras inconexas como profundidad, intención, propuesta, etéreo, estética, infinito, búsqueda, fusión, alma, renovación, límite, iconoclasta, sublime, cósmico, pletórico, yuxtapuesto, inmortalidad… Y yo como buena mortal me muero de la risa.
Una vez le tocó a un pintor amigo mío exponer en una galería finísima de Las Mercedes, la galería más in del momento. Como buen primerizo provinciano, cometió el faux pas de invitar a su círculo de amigos y familiares, todos plebeyos, todos vestidos de gente normal y corriente, incluso alguno un poco exagerado para la ocasión pretendiendo estar a la altura del evento. Los culturetas llegaron elegantemente tarde. Muchos de ellos retrocedían al ver la fauna tempranera que vino con el artista y salían a la calle a verificar si estaban en el lugar correcto.
La galerista angustiada, con un cortés empujón los hacía entrar. Una vez dentro caían en una especie de estado hipnótico, un sublime trance inducido por la profunda estética iconoclasta producto de la yuxtaposición de brochazos pletóricos de intención policromática. Las conversaciones estridentes se redujeron a susurros que se fueron extinguiendo a medida que el silencio contemplativo se apoderaba del lugar apagando chismes, chistes y cualquier otro parloteo irrelevante. Todo giraba en torno a la belleza de la creación.
El novato y talentoso pintor, abrumado, se sentó en el único asiento disponible, un minimalista banco de madera ubicado en medio de la galería. Su padre, un hombre mayor y tosco, buscó refugiarse del silencio al lado de su hijo y le recordó con la mirada que él nunca estuvo de acuerdo con esas mariconadas del arte. Entonces se escuchó el primer suspiro, se encendió el primer cigarrillo y comenzó el análisis endoscópico de una de las pinturas. Nadie entendió nada, ni siquiera quien analizaba, pero sonaba tan profundo, tan convencido, tan culto, que el progenitor, temblándole el puchero y luchando como un hombre contra la incontinencia de sus lagrimales, abrazó a su ex pichón de fracasado que, repentinamente, se había convertido en maestro.
—No joda, papá, eso es pura paja. Yo pinté ese cuadro con tremenda pea encima. Sí estaba inspirado, lo admito, pero no por partículas creativas que se fusionaron en galaxias remotas y viajaron entre el polvo cósmico a través del tiempo y el espacio desafiando las leyes de la física para servirse del hombre, en este caso yo, como vaso comunicante entre lo infinito y lo humano. Yo sólo estaba gozando un puyero con mis pinceles, mis pinturas y la luz del amanecer.
Respiró aliviado el viejo y dijo:
—Coño, yo me cagué, por un momento me sentí tan bruto…
Por otra parte, tenemos al cultureta encubierto, que es uno de los peores. Estos personajes se confunden entre la multitud vestidos de paisanos, acechando a los incautos como un depredador hambriento a la espera de la más mínima oportunidad para lanzarse sobre su presa y destrozarla a punta de sapiencia. Yo tengo la suerte de tener mi cultureta encubierto particular, ya lo conozco bien, sé dónde se esconde y lo busco y lo cebo para ver cómo se embarra.
Mi querido cultureta, a quien llamaremos Larousse, sabe de todo nada pero habla con tal convicción que vale la pena escucharlo. No tolera mi pequeño Larousse el conocimiento ajeno y mucho menos si proviene de una mujer.
Un día estaba en la playa leyendo tranquila.
No noté su presencia hasta que fue demasiado tarde (para él).
—¿Qué lees? —preguntó salivando.
—A Jorge Amado —contesté sin levantar la mirada del libro.
—Amado, ¿eh? —suplicaba una pista, así que se la di.
—Jorge Amado, el escritor brasileño, de San Salvador de Bahía.
—¡Ahhhhh! A mí, de literatura carioca, me gusta Paolo Coelho.
—Amado no es carioca —agregué.
—¿No me acabas de decir que es brasileño? —rebatió
—Sí —le hice una zancadilla.
Aturdido por no entender y por estar trastabillando delante de una mujer arremetió con toda su alma.
—Esas novelitas rosa que leen las mujeres ni me van ni me vienen.
—Claro, a ti te van y te vienen los libros de Coelho, y otros best sellers de la lista de New York Times.
—Así es -dijo inflando su el pecho orgulloso.
—Por cierto, mi pequeño Larousse, ¿cómo se deletrea Coelho? —pregunté a modo de patada en el culo.
—C - O - H - E - L- L - O -H —dijo con cara de veinte puntos.
—Gracias —contesté con vocecita inocentona y seguí leyendo mientras que, con el rabo del ojo, vi cómo se marchaba rascándose la cabeza.
Mi pequeño Larousse también sabe de teatro, le encantan los monólogos de Laureano Márquez, a quien define como uno de los escasos intelectuales que quedan en Venezuela. Entre su escasa lista de intelectuales escasos figuran también Claudio Nazoa. ¿Cómo que Aquiles? No, no seas bruta, se llama Claudio. Y Emilio Lovera. Si de opera se trata, él comenta orgulloso que vio Cats en Nueva York y que no se pierde la gala de los tres tenores auspiciada por la FIFA una vez cada cuatro años. Oh sole miooo, la piuma al vento —canta con voz de soprano, es decir, como un tenor.
Vamos ahora con el cultureta cotidiano: este tipo de individuo sabe todo lo que a nadie le importa, salvo a otros cotidianos como él. Es un declamador de lujo, recita los diálogos de El señor de los anillos impresionando a quien lo quiera oír, casi nadie quiere, deslumbrando con su perfecta pronunciación de los idiomas élficos. Al referirse a las estrellas de Hollywood, lo hace usando sus nombres reales y se queda esperando, con su sonrisa de yo vivo por y para la cultura (pop) a que algún pendejo le pregunte ¿quién?
Por otra parte, ocupa dos tercios de sus neuronas en recordar estadísticas de béisbol, los goles de todos y cada uno de los mundiales de fútbol, records olímpicos, chismes de farándula, fechas irrelevantes, marcas de moda y la cotización actual del dólar, entre otras cosas.
Eso sí, todos, no importa a que categoría pertenezcan, son culturetas ciudadanos del mundo. Ellos adoran viajar y viajan. Les basta con que su avión haga una breve escala en cualquier aeropuerto, para que se sientan expertos conocedores de la ciudad que alberga dicho terminal. Y si logran bajarse y salir del aeropuerto, peor. Cuando algún cultureta conocido regresa de uno de sus viajes yo tiemblo. No vale la pena esconderse, no hay escapatoria posible. Se inicia una especie de juego el gato y el ratón, en el que el gato, no cesa hasta quebrar la voluntad del pequeño y cansado roedor.
El minino se adorna con franelas alegóricas, como para que le preguntes algo; si eso no funciona, te regala un souvenir: algo horrible con el nombre de su última ciudad adoptiva escrito en letras doradas y retorcidas. Te lo trae a tu casa, con los colmillos afuera, y para colmo, te dice donde lo vas a colocar y lo pone en mi biblioteca, al lado de mis novelitas rosa, aquellas del carioca de Bahía. No hay que preguntarle nada, te lo vomita en la cara, describiendo, con acento extranjero y familiaridad de local, cada esquina, cada bar, cada detallito cotidiano, te va explicando todo poquito a poco, consciente de tus limitaciones.
Mi pequeño Larousse va todavía más allá. El viaja a través de los viajes de sus conocidos, no tiene que ir a ninguna parte para absorber culturas lejanas e inaccesibles. Él me narra cómo fue mi vida en Barcelona mientras yo, asombrada de haber vivido lo que no viví, me dejo morder por el gato sintiendo un poco de lástima por él. Al final, Laroussito se relame los bigotes y se marcha satisfecho creyendo haber apabullado a una rata de alcantarilla disfrazada de ratona ignorante y medio pendeja; que lo despide muerta de la risa, se sirve un traguito y se sienta a escribir su historia.
No todos podemos ser iguales. No hemos sido concebidos ni criados de la misma manera. No es lo mismo engendrar una nueva vida en un polvo desaforado, sudoroso y rico, bajo un techo alquilado o prestado, en una cama sin edredón de plumas y rodeada de un reguero de ropa con bolsillos vacíos, a hacerlo con calma antiséptica, bajo un techo propio, olorosos a perfume caro, sobre un plumero insoportable que aporta el calor que no son capaces de generar quienes intentan amarse.
No me malinterpreten, yo estoy a favor de la planificación familiar, pero de una manera más laxa que la mayoría de mis amigos. Para ellos, pensar en aumentar la familia requiere de una serie de logros previos, todos ellos muy costosos. Mientras la mayoría de las especies preparan un nido o una madriguera para traer a una cría al mundo, los especímenes de la clase media no se conforman con tan poco.
Lo primero es tener casa propia, cortesía de papá, esto preferiblemente antes de contraer nupcias. Después se necesitan cinco años para disfrutar en pareja, viajando, saliendo de noche, desfogándose sobre el sofá, la lavadora o el tope de mármol de la cocina. Esto último no dura más de una semana porque la comodidad impera y la tapa de la lavadora es muy fría, el tope de la cocina tiene migas que puyan y la tapicería del sofá se puede ensuciar.
Por fin el reloj biológico comienza a sonar: hay que comprar la camioneta. Una grandota cuatro por cuatro, donde quepa el perolero que necesita un chamo para ir a cualquier lado. Una vez estacionado el suntuoso transporte familiar en el garaje de la suntuosa madriguera, la pareja se dispone a procrear.
—¡Estamos embarazados! —anuncian al mundo emocionados con las manos llenas de catálogos de productos para bebés.
Comienza la cacería, hay tanto que comprar y sólo nueve meses para hacerlo. Es imperativo viajar a Mayami, allá venden todo lo que necesita un bebé moderno: las mejores marcas, las cosas más innecesarias, pero vistosas que toda mamá debe ofrecer a su recién llegado a este mundo tan competitivo.
La competencia comienza entre las futuras mamás: gana quién compre más y más caro. Cochecitos italianos con porta vasos, frenos hidráulicos, con porta bebé y toldo quita y pon; teteros ingleses, con su respectivo esterilizador; ropita con marcas impresas por fuera y en letras grandotas; columpios, tapa enchufes, pañaleras, calentador de pañitos limpia culitos, equipo casero para escuchar latidos de corazón fetal, cámara de video, peluche con sonidos de útero, móvil con rayos láser y control remoto, y toda la colección de Baby Einstein.
Esto de Baby Einstein es esencial. Al parecer, alguien descubrió que si a un bebé lo sientan sopotocientas horas frente a la tele y lo obligan a ver una serie de objetos feísimos moviéndose al son de piezas de Mozart, sus neuronas sufrirán una serie de transformaciones que convertirán al niño promedio que salió de tu vientre en un pequeño genio, un Baby Einstein. ¿Qué sería de nosotros sin la ciencia y el mercadeo?
Mira tú, yo que pensé que no había mejor estimulo para un bebé que el contacto con sus progenitores. Yo que he pasado años hablando, contando, leyendo y jugando con mis hijas, ahora me entero de que he sido negligente con el desarrollo cognoscitivo de mis pequeñas. Las pobres cargarán con mis culpas y tendrán que lidiar en el colegio con geniecillos televisivos. Yo sólo espero que algún día sepan perdonar mi terrible omisión…
Todos quieren niños genios y venden mil métodos para lograrlo. Allá aquellos que no los puedan pagar, que se aguanten más adelante con sus niños promedio. Cuando quedé embarazada de mi primera hija me regalaron un libro de estimulación temprana, tempranísima diría yo. Se trataba de enseñar al feto las vocales, los números del uno al diez, las notas musicales y ciertas palabras de vital importancia para su supervivencia al llegar a este mundo. Todo eso con el propósito de ir ganando tiempo y que cuando el niño llegue al Kinder y la maestra diga A, él la deslumbre con su precoz genialidad y le diga E - I - O - U de un solo golpe. Así se va distanciando del resto de los mortalitos, así empieza la competencia con dos palmos de ventaja.