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Authors: Carola Chávez

Tags: #Humor

¡Qué pena con ese señor! (11 page)

Las cajas de whisky se vacían más rápido de lo que deben, la comandanta morcilla , dirigiéndose al jefe de mesoneros, da otra orden tajante: Aguante el güisqui y sirvan refrescos y daiquirí. Se ponen nerviosos los bebedores serios que no están dispuestos ni mezclar ni a parar. Sobornan mesoneros sobornables y corre el ambarino líquido otra vez.

El animador de la orquesta sabe que el momento cumbre se acerca y se prepara derrochar picardía. —Las señoritas porrrr favorrrrr, ¡ja, ja, ja! Corrijo, las solteras porque señoritas ya no quedan, ¡ja, ja, ja!— Las bellas ni se inmutan ante el tentador llamado, las menos agraciadas se planchan las faldas con una mano mientras que con la otra se aplacan la pollina sudada y caminan aparentando desinterés pero su paso apresurado delata la ansiedad que produce el haber sido tantas veces dama de honor y nunca una flamante novia.

Delicados codazos incrustan en las costillas de sus solteronas compañeras, la primera fila es para las desesperadas, la segunda también y la tercera y la cuarta. Es una situación angustiante y se torna peor cuando un borracho dice:

—Yo me voy a mi mesa, total, siempre la gorda más fea se lleva el ramo.

Atrapar o no atrapar, esa es la cuestión, pero como de que vuelan vuelan clavan codos otra vez.

La novia amaga y saltan las solteras, una pierde tres uñas postizas, otras dos se agarran por los pelos, salta un tacón partido mientras todos los concurrentes dicen ¡ayyyyyyyyyyy, arrugó! Avergonzadas por haber mostrado sus cartas, regresan a sus posiciones en el preciso momento que un amigote del parásito cruza la sala corriendo vestido sólo con el puro que lleva en la boca. Cae otra vez la morcilla rosada pero esta vez no había chaise longue.

—A la una, a la dos, y a las tresssss —dice el talentoso animador.

Esta vez sí vuelan las phalenopsias atadas con cintas de raso de seda azul. Saltan las damas cual si fueran camioneros y se pelean cuatro de ellas que sienten que sus delicados dedos tocan el bouquet. Lo despedazan y las otras aprovechan el caos lanzándose al suelo para recoger aunque sea un petalito de esperanza.

Con esperanza o sin ella viene el turno de los hombres. La novia, se sienta y, seductora, levanta su falda para revelar un liguero al final de unas piernas cansadas. El novio mira a sus amigotes que corean «con los dientes, con los dientes…» y el picarón le pasa la lengua por la pierna de su amada desde el tobillo hasta…

—Si sigues te mato, gran carajo, no te bastó preñarla que ahora la vas a lambucear en público.

Es un ex novio borracho, despechado y coleado que se le viene encima, pero cae de platanazo gracias a una providencial zancadilla de la comandanta morcilla.

Entre pitas y risotadas, le saca la liga con los dientes a una novia que ya no tiene nada que esconder. Rifan la liga entre los pajecitos porque los amigotes se niegan a tener que ponérsela después a la que agarró el bouquet, que resultó ser tal y como lo predijo el borracho.

Es hora de escapar, los novios se van a hurtadillas dejando la fiesta prendida, los amigotes están bailando con la frágil morcilla rosada y ella parece estar a punto de que le dé otro yeyo. El papá de la novia juega distraído con un yesquero mientras canta una canción de Sabina: «No perdí a una hija, gané un cuarto de baño…».

El padrino los intercepta en la puerta y les da unos sobres.

—¡Los regalos papi! —exclama ella con ilusión—. Corre, mi amor, vamos para el hotel. Sí, mi vida, yo tampoco puedo esperar.

Sentados sobre la cama en su alcoba nupcial, ella con una delicada dormilona de encaje blanco y él con viriles calzoncillos azul cielo, se dan un beso tímido seguido por un hondo suspiro. Sus manos se encuentran entre una montañita que hay encima la cama, sus dedos ávidos atrapan cada uno un sobre, lo abren con impaciencia y comienzan a contar el dinero que recibieron como obsequio por parte de sus generosos invitados. Ella, con ojos brillantes de ilusión, se dedica a anotar quién les dio cuánto en una libretita, y él cuenta y cuenta hasta que el sol les recuerda que su noche de bodas ha llegado a su fin.

Capítulo XVI - ya perdí la cuenta... Tengo y luego existo

Tener es ser y mientras más tienes más eres. Pero para ser hay que mostrar, de nada sirve tener si no se te nota. Es por eso que hay una serie de objetos que se hacen tan necesarios como el aire ya que sin ellos, simplemente, no existes.

De lo pequeño a lo grande vamos haciéndonos gente de bien: anillos de oro, muchos en cada dedo, pero jamás en el índice o el pulgar, eso es muy vulgar. De oro también debe ser la cadena con medallita del santo de tu preferencia, o el de tu mamá. Debe brillar al sol alguna piedra preciosa, ya verás dónde te la pones, preferiblemente en tu mano perfectamente manicureada, y muévela, muévela mucho para encandilar a todo el mundo con los aquilatados destellos de una piedra bien tallada.

De nada sirve comprar ropa cara si no es notorio su precio. Dejar la etiqueta colgando de la manga de tu camisa atenta contra la etiqueta, la moral y las buenas costumbres. El dilema se resuelve con maravillosos logotipos estampados en todas partes que gritan al mundo que esa camisa, ese pantalón, esos calzoncillos son de Christian Dior.

La cartera, antes un objeto netamente femenino que ahora se ha vuelto «bisexual», debe ser el complemento más logotipeado de todos los que lleves encima. Pero no cualquier cartera sirve, por más simbolitos que tenga, debe costar más de ochocientos dólares para que dentro puedas guardar tu billetera sin billetes y tu tarjeta de crédito bloqueada, eso sí, con mucho glamour.

Uno o más teléfonos celulares, de esos con mil botoncitos, mil lucecitas y mil soniditos. De esos que, si logras oprimir el botón correcto, que nunca lo logras, lavan, planchan y hasta sacan a pasear al perro. No olvides los accesorios: una funda a juego con aquella cartera carísima, un aparato que te metes en la oreja y te conecta al mundo exterior y que además te da un aire futurista de lo mas chic. Trata de caminar hablando en voz muy alta sin que se vea el teléfono, aunque parezcas un loco gris, los entendidos entenderán que está a la última con la tecnología de punta.

Nada de lo que uses puede ser nacional.

Una vez vestido y alborotado, hay que salir. ¿Cómo saber que existes si nadie te ve? Para ir a donde sea necesitas una camionetota último modelo. Como la de tu compadre que se la echa de ricachón. Lo de las camionetas es como una pandemia con efecto dominó. Nadie tenía una hasta que el compadre millonario se la compró: con asientos de cuero, DVD adelante y atrás, cuarenta porta vasos para seis sedientos pasajeros, Mata burros, porque nunca se sabe si se te atraviesa uno, y alarma con rayo láser desintegrador molecular.

—Javier, yo no voy ni a la esquina en este carro 2006, no voy a soportar la miradita de superioridad de Cristina, que está «insopor» desde que va en camionetota. «Me importa un pito si esos reales son para la inicial del apartamento, yo me quedo alquilada pero en camioneta, eso es invertir en autoestima».

Encienden los motores, se ponen sus lentes uff, ¿a dónde vamos con esta pelazón? Vamos al Ti Mangio Bene, pero ni se te ocurra pedir vino, nos comemos el pan con ajo, finges un desmayo y yo te saco en volandilla. Es que desde que a la cachifa le dio por cobrar como si fuera persona estamos en la carraplana. Cualquiera cree que cuidar carajitos y limpiar pocetas es un trabajo que requiere mucha cabeza. ¿Que limpie yo? ¡Qué bolas tienes tú! Claro, porque yo fui a la universidad para terminar limpiando mocos y baños...

«Tener» blanquea, alisa chicharrones y aclara ojos, en fin, mientras más tienes, más blanco, mientras más blanco, más gente.

Nosotros teníamos una camioneta Dodge del 75, de esas que se usan como carrito por puesto, era igualita a las que usan los asesinos en serie en las películas gringas. Con ella navegábamos por los mares del este capitalino. Era gracioso como nuestros labios se convertían en bembas, nuestros pelos se encrespaban y nuestra piel se oscurecía una vez que nos subíamos en ella. Si te equivocabas en una maniobra, no faltaba que alguien muy bronceado ¿por el sol? asomara su cabeza por la ventana de su camionetota y te gritara: ¡Negro tenías que ser!

Éramos víctimas de una especie de discriminación racial automovilística, a la cual se sumaban como victimarios los señores encargados de estacionar los carros en los restaurantes. Mientras más oscura era su piel, con más saña nos negreaban.

Una vez nos invitaron a la boda de un amigo que se celebraría en la Quinta Esmeralda, la madre de todas las salas de fiestas de Caracas. Varios amigos decidimos ir en cambote en la Dodge. Así que nos atapuzamos quince personas con tacones, lentejuelas, faralaos, corbatas, gomina, perfumes que se mezclaban hasta hacer el aire irrespirable y casi tóxico.

Al llegar a la fiesta había una cola de carros preciosos esperando ser estacionados por unos amables señores puestos allí para comodidad de los invitados. Nosotros, respetuosos de las normas, nos pusimos en la cola a esperar nuestro turno. En eso vi, entre las luces y el brillo, a un señor con la cara enfurruñada que nos hacía unas señas que casi casi parecían insultos. Se le notaba impaciente y de alguna manera ofendido. Como no le entendíamos, el señor se puso más frenético y se acercó en dos zancadas hasta la ventana del conductor: —¿Traen música o comida? —increpó. —No, lo que traemos es unas ganas de coger una pea... —le contestó insolente un amigo desde los asientos traseros.

El Señor, vestido de almirante, sacudió sus charreteras doradas con indignación y nos mandó a estacionar afuera. Terminamos aparcando a cuatro cuadras del lugar. Taconeamos en bajada hasta la sala de fiestas y, al llegar, como éramos blancas, como brillaba nuestra pedrería, como llevábamos acompañantes con corbata y gomina, el mismo almirante, nos abrió la puerta con un servilismo que él confundía con amabilidad.

En fin, parece que existimos para pisotear a otros más negros, más pobres y menos fashion que nosotros. Apenas los detectas ¡zuas! patada por el culo. Pero nunca debemos olvidar que somos clase media, que nuestros culitos están justo en la mitad y que arriba hay un montón de pies mas blancos, más ricos y más fashion que los nuestros dispuestos a pateárnoslos sin un ápice de compasión.

Último capítulo - Wannabe

A veces algún clase media se puede colear, por casualidad, en un evento de la clase alta. Para muchos esto es un sueño hecho realidad. Recuerdo que hace años había en la tele un programa que se llamaba Ricos y famosos, en el que un gordito afeminado paseaba al televidente por el exclusivo mundillo de la opulencia y el derroche. Era un programa horroroso, allí mostraban a perros finos comiendo un brunch gourmet de cuatrocientos dólares, mientras en el canal de al lado se podía ver a un negrito africano del montón muriendo de hambre, con la cara llena de moscas, que también comían mejor que él.

Carros de colección que cuestan tanto como un edificio de apartamentos, botellas de vino que pagarían varias carreras universitarias, pocetas de oro para mojones de mierda, ropa, joyas, hoteles, aviones, fiestas de caridad donde se gasta más en comida y decoración que lo que al final van a donar, porteros que desprecian a las personas comunes porque ellos tienen el privilegio de pasar todo el día frente a una puerta muy chic, abriendo, cerrando, mirando para abajo, agachadito, con el culo paradito por si acaso alguno de los señores se lo quisiera patear.

El caso es que a pesar de todo esto, el programa fue un éxito; tanto que desde entonces han salido al aire varios canales de cable que transmiten toda clase de programuchos como ése, con títulos repugnantes que atraen a los clase media soñadores como la mierda atrae a las moscas.

Wannabe
, o sea,
want to be
dicho de una manera más
cool
, es un término que usan los gringos que define a este tipo de personas que no pueden contener la salivita cuando ven a un ricachón. Los wannabes abundan en la clase media: ¿Por qué conformarse con quedarse en la mitad cuando todavía hay mucho más allá arriba?

Los empresarios, como siempre, explotan la ilusa necedad de nuestros wannabes inventando un sinfín de productos, suficientemente caros como para que parezcan exclusivos, pero asegurándose de que los profesionales que viven del crédito lo puedan adquirir en incómodas cuotas.

Así les venden un sinfín de símbolos de status que los identifican claramente como clase media mediocres. Ningún multimillonario, de ésos que ellos admiran, osaría llevar, sin cobrar por ello, alguna de esas carteras llenas de logotipitos, ni esos carros con DVD y sin chofer, ni esos trapos
prêt-à-porter
con los que hacen cajas las grandes firmas de alta costura. Son auténticos uniformes de clase media que a los ricos les huelen fo.

A veces las vidas se cruzan de maneras extrañas, a veces la abuela de tu primo se casa con un ricachón o estudias con una heredera y terminas comiendo en su casa. Esas cosas pasan sin que uno las busque, también hay quienes buscan que pasen a toda costa y encuentran lo que no se les ha perdido.

La abuela de mi primo se casó con un señor cuyo padre dio el nombre a una famosa avenida del Este de Caracas. Así entré por primera vez a una casa de cuyas paredes colgaban Picasso, Matisse, y Chagall tan cotidianos como los desconocidos cuadritos de callecitas coloniales y ramitos de crisantemos que acostumbraba a ver en las casas plebeyas de mis amigos. Por aquella casa museo corrían niñitos pálidos que parecían sacados de una película de horror inglesa. Jugaban con las antigüedades como si fueran gurrufíos.

—Es que es Navidad y están muy excitados —comentó la abuela al ver mi cara de espanto.

En verdad mi terror no se debía tanto a los niñitos correlones como al prospecto de reunión familiar que estaba congregándose en el jardín. Kilos y quilates de oro, esmeraldas, diamantes y lentejuelas. Señores de smoking, una vieja con un zorro muerto enrollado en el cuello arrugado, pavos de otoño pegados en la nota del Victorino Peralta, de Cuando quiero llorar no lloro, sus esposas con juveniles colitas de caballo y ojeras estiradas, mesoneros con guantes blancos, una vieja que se llamaba Fafá, una niña que se llamaba Clementina Constanza, viejos cansados de sus esposas, esposas cansadas de sus viejos.

Me tocó sentarme al lado del zorro muerto que mostraba su inconformidad dejando volar sus pelos grises, plateados según su dueña, cual sílfides pajaritos que aterrizaban en nuestras copas, en nuestros ojos, en nuestras crêpes Suzette, en la entrada de nuestras fosas nasales, provocando elegantísimos estornudos que volvían a alborotar a los reposados pelos una y otra vez.

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