El negocio de las misses se fue expandiendo para satisfacer anhelos de todas las edades. Nació así el Señora, el Mini, el Mini Mini y hasta el Nano Venezuela. La belleza es para todos y no deja a nadie afuera, sólo a los feos claro, así que también tenemos, desde hace algunos años, el Míster. Un concurso ¿masculino? en el que sus concursantes se despojan de todo atributo que los identifique con su genero: pelos en el pecho, en axilas y piernas, cejas pobladas, uñas cortadas con clip, barba gris y carrasposa de hombre que se baña y listo.
La venezolanidad para los bellos es belleza y nada más. El afán de ser preciosos penetró a todas las clases sociales, cada uno se compra la beldad que pueda pagar. Las ricas se operan con el Dr. Fulano y pagan chinchín, compran ropa en Nueva York y tienen entrenador personal. Las más pobres no se operan, pero gastan el sueldo en champú, baños de crema y maquillaje, se visten a la última con ropa de imitación y se mantienen en forma a punta de caminatas, ida y vuelta, de su casa al trabajo, subiendo y bajando escaleras en cerros sin ascensor.
Las más sacrificadas, a mi parecer, son las amigas de la clase media. Ellas aspiran a la belleza máxima, tienen la vista fija en la alta moda de París y Milán, pero la chequera la tienen comprometida en la panadería y el mercado. Apuntan alto y hacen maravillas pellizcando de aquí y de allá para llegar a ser una belleza venezolana con estilo. A falta de Nueva York, el Sambil de Margarita. Las mejores marcas a los peores precios. Saben distinguir los artículos más distinguidos, no aceptan imitaciones, salvo que sean muy buenas y solo en casos de emergencia. Se deshidratan en el gimnasio compartiendo entrenador con veinte fisiconas más. Calman su sed bebiendo infusiones y revistas de moda, sin olvidar el crucigrama de última página para cultivar un poco su lado intelectual. Lijan sus imperfecciones a punta de bisturí pagando con los ahorros del fondo de retiro: retiro de las arrugas, retiro de los pellejos, de la celulitis y del tabique nasal.
Un día normal para una mujer bella puede ser complicadísimo. Se levanta tempranito, antes que cualquiera en la casa, se lava los dientes y la cara. Se unta de cremas que prometen y no cumplen. Con brochas, pinceles y cepillos se convierte en obra de arte. Despierta al marido que la ignora con un bostezo. Luego levanta a los niños mientras se calza los zapatos de goma, corre, en su carro, al gimnasio, pedalea como loca a ninguna parte, suda mientras piensa en la lechuga del almuerzo. Descansa un poco con sus amigas mientras se cuentan kilos, canas y arrugas. Corre y recorre los centros comerciales, practica la escritura firmando cheques y recibos. Si es miércoles, se retoca las raíces y se poda las horquetillas; si es jueves, se hace la manicure. Cada tanto se retoca el botox, sin saber que su marido en ese mismo momento le toca y retoca el botox a la vecina del frente. Recoge a los niños, los deposita en el kárate o el ballet y sigue ajetreadísima a su sesión de masajes. Olorosa a algas y sales regresa por los niñitos, que mi amor hueles a mono después de que te bañes me besas. Ya entrada la noche espera en el sofá vestida y alborotada a que llegue su consorte, que abre la puerta, sigue de largo y se mete en el cuarto a ver televisión. Bueno, a dormir, mañana será otro día, mañana seré más vieja y las pavas más bonitas. Se desmaquilla, desconecta y ya.
Ante esa perspectiva y siendo cara común, decidí ser una venezolana que no busca ser preciosa; pero, al parecer, eso atenta contra el interés colectivo. Pretender llevar mis canas sin tapujos es ofensivo, y salir sin maquillaje es una afrenta al orgullo nacional. Mis amigas, todas patriotas, me suplican que reconsidere, me mandan dietas y tips de belleza por e-mail, me suscriben a revistas, y la cosa empeora cuando vamos por la calle y un muchacho de treinta y pico comete la imprudencia de llamarnos doñitas. Eso es culpa tuya, me dicen desesperadas, tus canas resaltan las nuestras, yo me voy a poner más botox, yo voy a levantarme a un pavo, y tú, Carola, te vas al carajo porque con nosotras no sales más…
Hace años, cuando estaba recién casada, me gustaba cocinar. Era una cocinera dedicada que experimentaba con recetas nuevas cada día, cultivaba hierbas aromáticas en mi balcón y seleccionaba ingredientes frescos para luego mezclarlos como una especie de alquimista. Mi marido engordaba feliz y yo encantada lo cebaba.
Durante aquellos días post luna de miel, nos solían visitar casi a diario los amigos despistados que de alguna manera pensaban que también se habían casado conmigo. O tal vez pensaban que Óscar no se había casado, que sólo se había alquilado un apartamento con mucama resbalosa incorporada. No lo sé con exactitud ahora que lo pienso, pero de lo que sí estoy segura es que me estaban complicando mi primer año de casada mucho más de lo que ya era.
Se decían expertos en todo, hablaban de lo que sabían y de lo que no sabían de manera apabullante. Discutían sobre libros que jamás habían leído. Sabían de cine porque vieron La guerra de las galaxias y se aprendieron todos los diálogos. Si de fútbol se trataba, habían driblado a Pelé, a quien, como si hubieran ido al Kinder juntos, solían llamar «O Rey». No había tema que no dominaran a la perfección: música, teatro, arte en todas sus modalidades, economía, medicina, astronomía, física cuántica, pero su verdadera pasión era la gastronomía.
Cada vez que nos sentábamos a comer en mi mesa estropeaban mi ya maltrecho sistema digestivo con comentarios sagaces y cultos de perfectos sibaritas. Encontraban defectos en todo lo que probaban sus refinadas papilas, mucha albahaca decían, sin saber que esa mañana, había encontrado de mi albahaca solo el tallito, ya que una oruga más glotona que ellos se la había despachado durante la noche. Debiste usar sal marina, a los champiñones un chorrito de limón no les vendría mal, ¿no hay vino para pasarme el gusto a cilantro? Bla bla bla bla… pero no tanto.
Una mañana al verlos llegar por poco sufro una crisis de ansiedad. Me metí en el baño a mirarme al espejo a ver si encontraba en su reflejo la cara de pendeja que, evidentemente, nuestros amigos notaban sin dificultad. La imposibilidad de hallarla me dio un segundo aire y me lancé sobre el fogón a cocinar mi venganza.
Hice unos tallarines, pero en lugar de pasta fresca utilicé pasta Milani. Destapé una lata de sopa Campbell’s con glutamato de champiñones y la vacié con desprecio sobre los pegostosos tallarines que habían hervido en la olla hasta casi hacerse puré. Agregué dos cucharadas soperas colmadas de Cheese Whiz de Kraft y una pizca de diablitos que se había fosilizado en la nevera. Revolví con furia, serví una mesa preciosa y grité: ¡A comer!
Se sentaron los pichones de Orson Welles y se sirvieron primero que yo. Mi esposo ya estaba sobre aviso, aproveché un momento cariñoso y simulando secreticos dulzones le conté la amarga verdad. Los Orsons se llenaron el plato mientras nosotros nos servimos con sospechosa moderación. Era evidente que esperábamos que sucediera algo, pero ellos, ciegos de gula, ni cuenta se dieron de que los mirábamos fijamente, aguantando la risa y sin probar bocado.
Por fin como que has aprendido, esto está delicioso. Los sabores se funden y se confunden deleitando el paladar. ¿Qué le has puesto? Pásame la receta para dársela a mi mamá. Secreto de familia, mis amigos, me limité a contestar porque si seguía hablando podía soltar una carcajada o dos o caer al suelo riendo, lo que me dejaría en evidencia.
Nunca les contamos el ridículo que hicieron. Es uno de esos secretos de pareja que guardamos Óscar y yo. Así nos da más risa porque los incautos nunca se inhiben de abrir sus bocotas sabihondas para darnos lecciones de ciencia, arte, cocina y vida.
Les cuento esto a modo de preámbulo porque pasados unos años, nos hemos vuelto a encontrar. Ahora somos cuarentones con cierta experiencia a cuestas. Los Orsons, que ahora son un poco Bill Gates, llenan sus horas libres visitando restaurantes exclusivos para personas exitosas que gustan del buen yantar, pero dados los antecedentes cualquier cosa puede ser buena.
Las franquicias americanas de restaurantes temáticos les sirven para el día a día, almuerzos apretados en agendas gordotas, para comidas rápidas e informales pero siempre deliciosas: costillitas barbecue; fajitas mexicanas made in USA, vasotes de Coca-Cola toda la que puedas beber; ensaladas César gigantes que alcanzan para que coman dos personas y hasta tres, pero, si la pides para compartir, el mesonero te mira feo; chicken fingers, mozzarella sticks, freíd zuchinni,
suck my dick
. Todo frito, todo salado, todo exagerado. La cuenta, una minimusia, un realero por persona, delicioso, paga con la dorada, la de Mayami del Nations Bank.
Llega el viernes, sus papilas presentan síntomas del síndrome de abstinencia. Ha sido una larga y grasienta semana. Piden a gritos texturas, aromas y gustos lejanos, exóticos, nuevos, caros y escasos. Comienza la cacería: recorren las guías gastronómicas buscando una foto rara, un no sé qué, una velita, un cebollín, un tenedor, algo que le indique a su instinto entrenado dónde pagar mucho para comer poco y bien.
La
nouvelle cuisine
y la cocina de autor son sus debilidades. Deliran cuando les sirven raciones pichirrísimas en platos grandes, cuadrados, triangulares o de cualquier forma caprichosa que no sea circular. Recuerdo que hace varios años, en Miami alguien tuvo una idea brillante: abrir un restaurante de comida «latina» en South Beach. ¿Que tiene esto de brillante?, se preguntará el lector. Nada, que el chef era un genio que lograba alimentar a diez persona con un solo plátano, un pedacito de yuca y quince caraotas negras.
Yuca’s era el sitio perfecto para aliviar el estrés de un viajero agotado que salió de Caracas tempranito, sobrevoló Las Antillas, bajó en Miami, hizo cola en inmigración con cara de yo no fui, después de ser escrutado con rabia por un funcionario cubano, que se las echaba de gringo que «no comprendo espaniol», obtuvo el sello anhelado, quince días de permiso para endeudarse hasta el cuello aquí en los «iu es ei».
Nouvelle Cuisine
Latina, eso es lo que necesita un aventurero moderno, audaz y triunfador. No hay nada más sublime que una entrada de lunas nuevas de cebollas con pinceladas de salsa de guayaba y ají picante, de segundo plato, una especie de pabellón escuálido, nunca mejor dicho, compuesto de cinco caraotas negras rodeadas por finas tiras de plátano frito y una mechita de yuca bañada en salsa de arroz con mango. Luego un postre celestial: una polvorosa remojada en helado de elotes de Zihuatanejo coronada con semillas de parchita pintona. Semejante manjar sólo debe ser presentado en platos largos, tipo curiara, con dos hojitas de cilantro o yerbabuena, según lo sea el caso, decorando proa y popa. Servido todo por un amable mesonero que haría cualquier cosa por una suculenta propina.
En un lugar como ése te sientes como un faraón, pero no todo se compra. El poderoso dinero no pudo salvar a nuestro sibarita del mal rato que tuvo que padecer cuando el mesonero, amablemente, le ofreció un poquito de pinga, cortesía de la casa.
—¿Tú como que crees que soy un maricón? ¡Métete tu pinga por el culo! —aulló indignado, mientras sus nudillos se empotraban en el ojo del insolente.
Yuca’s se había transformado súbitamente en arepera de la esquina. Grititos exquisitos escaparon de las bocas rojo Chanel de las damas.
Call the police
, socorro, un borracho,
nine-one-one
,
s’il vous plaît
.
Aquella memorable noche desbarató su presupuesto. Los gastos de la cena, sumados a la multa que tuvo que pagar al condado de Dade, más los honorarios de un abogado trasnochado que lo único que hizo fue explicarle al juez que pinga en Venezuela es una mala palabra, mientras que en Brasil es una bebida espirituosa parecida al aguardiente.
—¡Coño, qué pena, Mauricio! Ese mesonero tan nice merecía una propinota y tú por bruto le propinaste un carajazo en el ojo —dijo su mujer furiosa al verlo en libertad y sin cargos—. La próxima vez me haces el favor de decir
yes, thank you
a lo que sea, o sea. ¿Sí?
La cocina de autor, según los entendidos, es lo máximo en gastronomía. Platillos, y lo digo por el tamañito, maravillosos elaborados con «la utilización de una técnica esmerada, profesional y exquisita, con el conocimiento pleno de las bases culinarias, y una profunda investigación, en la que además de concebir platos trata de que éstos adquieran una razón de ser, no mezclando ingredientes porque sí sino tratando de darles un sentido real» (eso me lo copié de una revista). Conceptos como la «deconstrucción» de platos, que consiste básicamente en modificar las texturas, temperaturas y el modo de combinar los ingredientes para acrecentar las sensaciones gustativas que nos producen. Es éste el origen de las fantásticas espumas, granizados, gelatinas frías y calientes, las croquetas líquidas, etc… Ponen al alcance de la boca del comensal increíbles omelettes que saben a reina pepiada, merengadas de empanada de cazón, mousse de tequeños y un sinfín de delicias limitadas sólo por la capacidad creativa del autor.
Y ¿con qué se come todo eso? ¿Con pinga? Sí, en algunos casos, pero lo más recomendable es acompañar con vino. El vino es algo complicado para las almas simples como yo. Me gusta el vino y ya. Hay unos que se dejan colar, me imagino que son buenos y otros que van como quedándose en la copa, que para mí son los malos. Esto es un herejía producto de mi carácter irreverente. Al parecer, hay que ser un enólogo para poder disfrutar de una copa de vino. Mis amigos beben las etiquetas de las botellas antes de beber su contenido. Como poseídos por un arrebato sensual degustan palabras como éstas: …vino con aroma intenso…, con aroma a ciruelas maduras, cerezas complementado con un fondo levemente especiado, dice una etiqueta de Gato Negro. O sea, que me lo quieren vender bajo el argumento de que el vino, ni remotamente, sabe a vino, pero eso lo entienden los exquisitos y los que no saben tienen que seguir el juego para no quedar mal. Como en el cuento del rey que iba desnudo por la calle. Luego el descorche, con el corcho hecho migajas, dejar reposar, servir, jamaquear la copa, mirarlo como buscando una miguita de corcho escondida tras el cristal, olerlo, darles otras vuelticas y no sé qué más, porque para entonces ya me he ido a la nevera a buscar una cerveza.
A mí me gusta comer y beber. Me gustan las cosas ricas, si saben bien, entonces son buenas. Los huevos fritos con pan recién horneado me parecen un manjar y lo digo a voz en cuello para dolor de cabeza de los Orson Gates. Cuando era pequeñita, le dije a mi mamá: