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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1

 

En el Jerusalén de 1999, año 5759 según el calendario judío, el obispo ortodoxo Oseas aparece crucificado en una gran cruz de madera en el interior de una vieja iglesia. El sigilo con el que las autoridades israelíes intentan ocultar el macabro crimen prueba que el suceso va más allá de la obra de un psicópata, la victima había tenido en su poder los manuscritos del mar Muerto, que acabaron en manos de Pierre Michel y Paul Johnson, ambos seminaristas de la Escuela Americana de Investigaciones Orientales de Jerusalén e integrantes, junto con otros eruditos no vinculados al catolicismo, de un comité internacional encargado de recopilar y traducir los pergaminos. Sin embargo, el manuscrito donde presumiblemente se habla de quién fue Jesús en realidad había desaparecido.

La tarea de recuperar tan valioso escrito será encargada al prestigioso paleógrafo judío David Cohen y a su hijo Ary. El joven había roto su relación con su padre para convertirse en un auténtico hasid, comunidad que a través del estudio y la rigurosa observación de las enseñanzas de los textos sagrados espera el advenimiento del Mesías. No obstante, abandonará su vida monacal para acompañar y proteger a su padre. Juntos se embarcarán en una peligrosa búsqueda, pues sobre ellos pende una siniestra amenaza: una mano oscura e implacable que no cejará en su empeño de evitar, a cualquier precio, que la verdad salga a la luz.

Eliette Abécassis

Qumrán

Qumrán - 1

ePUB v1.1

libra_861010
27.07.12

Título original:
Qumrán

Eliette Abécassis, 1997.

Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor original: libra_861010 (v1.1)

ePub base v2.0

A Rose Lallier,

este libro nacido

de una de sus visiones.

Quienquiera que nunca haya llegado a especular

sobre estas cuatro cosas:

¿Qué hay encima?

¿Qué hay debajo?

¿Qué había antes del mundo?

¿Qué habrá después?

más le hubiera valido no haber nacido.

Talmud de Babilonia, Haguigah, nb

Prólogo
Capítulo 1

El día en que el Mesías entregó su alma, el cielo no estaba más claro ni más oscuro que otros días; ninguna luz lo iluminaba, como un signo milagroso. El sol se había ocultado tras una espesa niebla, pero sus rayos lograban atravesar aquel opaco techo. Las nubes anunciaban una lluvia fina o granizo, que nunca llegó para refrescar el terroso paisaje. Las tinieblas no eran profundas en la región y el cielo daba todavía una débil claridad.

Era un día como otros, en suma, ni triste ni alegre, ni oscuro ni claro, ni extraordinario ni siquiera ordinario por completo. Pero tal vez aquella normalidad fuera un presagio de esa ausencia de presagio, no lo sé.

Su agonía fue lenta, difícil. Su respiración se eternizó en un largo lamento, de inmensa desesperación. Sus cabellos y su barba sin color no expresaron ya el ardor de la sabiduría, dispensada en todas partes como un desvelo, como una curación. Su mirada se vació de la llama que la encendía siempre cuando, con pasión, entregaba a todos sus buenas palabras y sus profecías, cuando anunciaba el advenimiento del nuevo mundo. Su cuerpo retorcido como un trapo, destrozado, sólo fue ya sufrimiento, contusión y abierta llaga. Los huesos sobresalían bajo la carne, macabras estrías. Su piel ajada, como un hábito desgarrado, hecho jirones, un sudario roto, era un rollo de papel desplegado y, luego, profanado, un vetusto pergamino cuyas letras de sangre merodeaban en torno a las líneas escarificadas, entre tachaduras y remordimientos, un garabato. Sus estirados miembros, perforados por las púas, maculados de manchas violáceas, parecieron derrumbarse. De sus agujereadas manos, retorcidas por el dolor, manó la sangre; del corazón brotaba una lava tibia que subía hasta la seca boca, árida de las palabras de amor que tanto le gustaba pronunciar, abatida en una muda expresión de temor y sorpresa, la postrera, justo antes del ataque. Su pecho, un cordero caído en la trampa del lobo, se levantó de un salto, como si el corazón fuera a salir tal como estaba, desnudo, deslumbrante, sacrificado.

Luego, se inmovilizó, embriagado por su propia sangre como un vino que brotara de la prensa. El horror y cualquier otra expresión abandonaron los descompuestos rasgos de su pálido rostro, donde se dibujó ciertamente, con ojos pasmados y boca entreabierta, la inocencia. ¿Corría hacia el Espíritu? Pero el Espíritu le abandonaba, en el preciso instante en que, como última esperanza, parecía invocarlo y llamarle por su nombre. No hubo signo para él, el rabí, el maestro de los milagros, el redentor, el consolador de los pobres, el sanador de los enfermos, de los alienados y de los tullidos. Nadie podía salvarle, nadie, ni siquiera él mismo.

Le dieron un poco de agua. Enjugaron sus penas. Algunos afirmaron que un relámpago trazó en el horizonte una luminosa raya, otros pensaron haberle oído llamar a su padre con fuerte voz que resonó por largo tiempo, como si descendiera de los cielos. Inevitablemente, sucumbió.

Era ya un hombre de edad y, sin embargo, no estaba enfermo. Los miembros de la comunidad pensaban que tal vez fuese inmortal y estaban divididos entre la espera de un acontecimiento —su muerte, su reaparición, su resurrección— y la del no-acontecimiento que implicaba su longevidad —la eternidad—. Así, muriera o viviese, habríase tratado de un milagro.

Era una tarde de abril. Según los numerosos médicos que lo atendían, el coma producido un día antes se debía a un desfallecimiento cardíaco. Entre las tres y las tres y media de la tarde, suspendieron las transfusiones. Se llevaron su cuerpo en ambulancia del hospital, lugar de su agonía, a su domicilio. Entonces lo depositaron en tierra, cubierto con una sábana, de acuerdo con la tradición. Abrieron luego el despacho donde el rabí oraba, estudiaba y leía, y los fieles recitaron allí los textos sagrados. Quienes le amaban, numerosos, acudieron a rendir un postrer homenaje a su maestro. Pues tenía en el mundo miles de discípulos, que tenían fe en él, que creían, que era el Rey-Mesías, el apóstol de los nuevos tiempos, el precursor de otro reino, aquel a quien esperaban desde hacía tanto tiempo, desde la noche de los tiempos.

Las visitas se prolongaron hasta el anochecer. Luego colocaron el cuerpo en un ataúd fabricado con la madera de la labor y la plegaria, la de la gran mesa de roble en la que tantas horas de estudio había pasado el rabí. Junto a la casa mortuoria, un dispositivo policial apenas conseguía contener, a la muchedumbre. En la ciudad, la circulación estaba bloqueada; ningún coche podía abrirse paso entre aquella masa compacta de hombres de negro, de mujeres desconsoladas y niños de corta edad que, por centenas de millares, se habían reunido para llorar al rabí. Algunos, abrumados, se sujetaban la cabeza con las manos. Otros aullaban por la calle su dolor. Otros, aquí y allá, bailaban melodías hasídicas, nostálgicas o alegres, y cantaban al son de músicas populares: «Nuestro maestro vivirá, nuestro rabí, el Rey-Mesías». No iban a un entierro; aguardaban la Resurrección, la época en que concluiría el Éxodo y, luego, comenzaría la de la liberación. Entonces podrían admitir que estaban en la tierra de Israel y llamar suyo a aquel país. ¿Acaso no lo había dicho, con parábolas y alusiones? Lo habían comprendido. Tanto sufrimiento y tanta dispersión. Tantas vejaciones y tantas ejecuciones.
Más tarde
ya no existía.
Más tarde
estaba demasiado lejos. Era él, aquí y ahora; era él a quien esperaban más tarde, después de tanto tiempo.

Los funerales fueron pospuestos hasta el día siguiente de su muerte, para permitir que todos llegaran. El aeropuerto Ben Gurion estaba lleno de los
hasidim
de todos los países, que habían tomado precipitadamente el avión en Nueva York, París o Londres.

Cuando los discípulos salieron de la casa, los asaltaron quienes querían aproximarse al rabí por última vez. Iniciaron la procesión hacia el cementerio, seguidos por una negra y pensativa muchedumbre, como una inmensa viuda tocada y velada, transida de sollozos. Luego el cortejo inició el ascenso hacia el cementerio de Jerusalén, encaramado en el monte de los Olivos.

Lentamente, en silencio, le llevaron hasta la piedra que indicaba el emplazamiento donde descansaban, desde hacía trescientos años, los precedentes rabinos del mismo linaje. Enterraron allí su cuerpo desnudo, envuelto en un sudario. Los tres secretarios del rabí pronunciaron el
kaddish
. Se recitaron las oraciones de costumbre.

Luego, el discípulo favorito del rabí, el amado entre todos los demás, tomó la palabra y se expresó así:

«¡Hermanos y hermanas! —exclamó—. Jerusalén, puerta de los pueblos, hoy está hecha pedazos, sus murallas han sido destruidas y sus torres demolidas, se ha aventado su polvo: y he aquí que se parece a una piedra seca. El rabí, nuestro maestro, no está ya con nosotros como lo estaba antaño. Somos huérfanos en esta tierra, nuestras moradas están desoladas, nuestro ánimo, abatido, nuestras lágrimas nos sirven de pan, nuestros ojos se consumen y nuestro gaznate se seca. Pero el pueblo que camina en tinieblas verá muy pronto una gran luz. ¡Mirad a vuestro alrededor! La caballería de Dios se cuenta por veinte mil, por múltiples millares. Se preparan en todas partes; cada uno a su ritmo y según sus creencias, pero todos se arman y se unen en el gran hormigueo de los nuevos tiempos.

»A nuestro alrededor, el arruinado mundo se consume. Nuestros barrios son armaduras que nos protegen contra las innumerables bajezas de las ciudades tentaculares, Sodoma y Gomorra de rostros de acero y de plexiglás. Cerramos los ojos ante la depravación, el estupro y la lujuria, las dinastías malditas de humanos estragados, bestias descarnadas que aullan al claro de luna, merodean por las calles desiertas y, con ojos desorbitados y largos cabellos pegados a su húmeda nuca, matan sin motivo la fácil presa, el niño indefenso y la mujer sola. Fuera de nuestras casas, la enfermedad se propaga y llega a todos los continentes. Como una nueva lepra, aisla a los hombres unos de otros, y abandona a los enfermos en los hospitales, postreros templos mortuorios donde se oficia, más que la curación, contra la Redención, lejos de la Resurrección, la espera del fin, profética, irrevocablemente anunciada por los sacerdotes de blancos ropajes. A su alrededor, la tierra maldita, nauseabundo vertedero, asolada por la técnica y sus desechos, desecada, abrasada por el sol, invadida por el desierto, abandonada por las aguas, la tierra vomita y escupe, con enfermizas convulsiones, el montón de huesos enterrados y la sangre, fresca todavía de la última guerra, matanza o genocidio. ¿No lo veis acaso? Asciende la humareda, cae la flor, se seca la hierba. Esta tierra será pronto dominio del buho y del erizo, de la lechuza y del cuervo. Hermanos míos, estamos en otro tiempo, estamos en el fin de los tiempos.

»El día se lo dice a otro día, la noche se lo murmura al alba naciente, las gotas de rocío palpitan bajo el viento nuevo y traen la noticia: pues he aquí al rabí, he aquí al Mesías que despierta de su sueño secular y se levanta y resucita a los muertos para salvar al mundo y se sienta ya como aquel que refina y purifica la plata, y se acerca ya a nosotros para juzgarnos. He aquí que se acerca el día, encendido como un horno, y todos los orgullosos y todos quienes cometen maldades serán como paja y ese día que llega les inflamará con su inextinguible fuego. Y sobre quienes temen su nombre se levantará el sol de la justicia, y sus ojos lo verán, y dirán: magnificado sea el Eterno. Y quienes no lo vean serán demolidos por la inmensa venganza del Eterno y así será glorificado su nombre.»

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