—Eso es imposible. La Torá tiene estilos demasiado distintos para ser de un único autor. Se han enumerado tres escritores principales: el sacerdote, el elohísta y el yavehísta.
—Pero si estos textos los escribió la mano del hombre, no son revelados.
—Son obra de una mano humana, pero son revelados puesto que descansan sobre un sustrato de arte verbal, de palabras dichas. Al principio, el escrito no se destinaba al uso propio y autónomo de la lectura; sólo servía de soporte, de recordatorio para preservar la integridad de la obra oral. Sólo varios siglos más tarde, cuando se constituyeron las bibliotecas de la época helenística, comenzó a liberarse de la lengua hablada. Finalmente, cuando se inventó la imprenta, se reunieron las últimas condiciones para conferirle una autonomía completa. Por eso la transmisión de los textos por los primeros escribas de la Biblia se parecía mucho a la lengua oral. Por desgracia, no poseemos pergamino alguno de la época de Moisés, ni de la salida de Egipto, ni siquiera de Esdras a su regreso del exilio en Babilonia. Los pergaminos que poseemos están escritos, por lo general, con caracteres paleo-hebraicos, que los hebreos utilizaron a partir de su entrada en Canaán. Tras la conquista de Alejandro Magno, en 333 antes de Cristo, nació la escritura hebraica cuadrada o asiria, que sigue en vigor. Las dos escrituras, paleo-hebraica y hebraica, la antigua y la nueva, estuvieron compitiendo hasta la era cristiana. La antigua, la de los sacerdotes, simbolizaba la independencia de la nación y perpetuaba su historia: la nueva era la de los fariseos, que ocupaban una posición importante en la vida social y política. Pero, hasta entonces, sólo los escribas y los sacerdotes aprendían a leer y escribir. La Ley divina se enseñaba de otro modo: los sacerdotes se la leían al pueblo, el padre de familia repetía a sus hijos lo que había aprendido de memoria. Se inició un nuevo período cuando se recomendó el estudio de la ley para el pueblo en su conjunto. La alfabetización predicada por los fariseos fue una auténtica revolución: en poco tiempo, los hebreos adoptaron un nuevo alfabeto, y aquello fue el fin de la tradición oral.
»Ya ves —añadió—, los rollos de la Torá, tal como tú los conoces, sólo se leyeron en la sinagoga a partir del siglo II antes de Cristo. Sólo tras la destrucción del templo y el cese de los sacrificios, el pergamino de la Torá se convirtió en el libro inmutable que asociaba un texto, una escritura y una lengua, del que no podía cambiarse ni una iota.
Cuando mi padre me enseñó a leer, no quiso que utilizara letras escritas en un libro. Deseaba que lo supiera todo de memoria, sin necesidad de soporte material. Decía que mejor era meterse los textos en la cabeza que transportar cuadernos y que, para comprender, primero era preciso saber. ¿No era ése el pensamiento de un talmudista que se consideraba un paleógrafo? Como Yehuda y su padre, se sabía de memoria los antiguos pergaminos. Y aquel método me permitió hacer fulgurantes progresos cuando comencé a estudiar el Talmud trabajando con Yehuda, el mejor alumno de la yeshiva.
Sucedió sin embargo que en el año 1999 de la corriente era, es decir en 5759 de la nuestra, se cometió un crimen en condiciones tan extrañas y abominables que el ejército se metió en el asunto.
No se había visto nada igual en Israel desde hacía más de dos mil años.
El pasado parecía brotar como un diablo de su caja, para venir a burlarse de los hombres con su risa falsa y siniestra: el hombre había sido hallado muerto en la iglesia ortodoxa de la ciudad vieja de Jerusalén, colgado de una gran cruz de madera, crucificado.
Y sucedió que mi padre recibió una llamada del jefe del ejército de Jerusalén, Shimon Delam, que le pidió que se reuniera urgentemente con él.
Ambos hombres habían hecho la guerra juntos y, aun habiendo elegido caminos opuestos, el de la acción, política y estratégica, el uno, el de la reflexión y el conocimiento el otro, eran viejos compañeros de armas, siempre dispuestos a ayudarse. Shimon era un verdadero combatiente y un astuto espía. Aquel robusto hombrecillo no había vacilado, durante una misión en el Líbano, en vestirse de mujer para infiltrarse en un grupo terrorista. Yo mismo había pertenecido a la misma unidad de élite que su hijo, valiente e impetuoso como el padre; y el combate y la adversidad nos habían unido, también, sólidamente.
Cuando se encontraron en el cuartel general del ejército, Shimon tenía un aspecto preocupado y molesto que mi padre desconocía.
—Necesito tu ayuda —le dijo—, para algo especial, que nuestros hombres no acostumbran hacer. Un asunto delicado, relacionado con la religión. Necesito un sabio, alguien prudente y culto; y también un amigo en quien pueda confiar.
—¿De qué se trata? —preguntó mi padre, intrigado.
—De algo peligroso… Tan peligroso como el problema palestino y la guerra contra el Líbano y tan importante como las relaciones con Europa o con Estados Unidos. En cierto sentido, eso engloba a la vez todos estos problemas. Es una misión delicada que quiero confiarte, y que implica tanto conocimientos universitarios como experiencia militar. Están en juego sumas enormes, y algunos sólo buscan el dinero sin escrúpulo alguno por la vida… Pero deja que primero te enseñe algo.
Entonces se marcharon en coche y se dirigieron hacia el mar Muerto. Tomaron juntos la carretera de Tel Aviv a Jericó, que desciende por debajo del nivel del mar y, sumida en un horno ardiente, sigue serpenteando durante algunos kilómetros por un desierto nivoso, entre las dunas del Jordán y las orillas del mar Muerto. Llegaron por fin a los alrededores del mar, desnudos y opresivos. En aquel anochecer crepuscular, el viento cesaba y flotaba en la llanura un olor azufrado.
«El viento sopla hacia mediodía y gira hacia el aquilón; gira aquí y allá, y vuelve a sus circuitos. Todos los ríos van al mar y el mar no se llena; los ríos vuelven al lugar de donde habían salido, para regresar al mar.»
Sólo algunas ondas sonoras llegadas de las profundidades del desierto turbaban el silencio. El sol que, sin tregua, como un ardiente hogar, calcina con sus brasas todas las criaturas animales o vegetales, no renunciaba todavía a su implacable dominio. Bajo un cielo impasible, recorrieron las playas lodosas en lo más bajo de la tierra, se dirigieron luego hacia una terraza que se recortaba contra una cadena de acantilados rocosos.
A lo lejos, el mar Muerto brillaba sombríamente bajo el sol. A su derecha se destacaba una mancha verde: el oasis de Ain Feshka, la tierra de Zabulón y de Neftalí, la que eleva como una luz, la tierra de Zabulón, y la de Neftalí, la dura ruta del mar, Galilea de las naciones.
Qumrán se extiende desde el mar Muerto hasta la cima de un abrupto acantilado con tres pisos separados por empinadas y recortadas pendientes, y se extiende por la margosa terraza, cruzada por una pequeña corriente de agua. A la derecha, el Wadi Qumrán prosigue su descenso hacia el mar de Sal. La terraza alberga las ruinas de Qumrán y, desde hace poco tiempo, un pequeño
kibbutz
. Entre éstas y la playa que dominan ampliamente, las pendientes son empinadas y la dura caliza que parece caer de la montaña lamina lentamente la blanda marga.
Al pie del acantilado pasan la antigua pista y la nueva carretera de Sodoma a Jericó. Es el nivel más accesible, aquel cuyas pistas son más practicables, los caminos menos tenues, las rocas menos duras de escalar, pues las ablandan las arcillas de la tierra todavía próxima. Algunos, cargados de buenas intenciones, no prosiguen más allá, pues creen haber terminado su viaje y no desean continuar su esfuerzo. Se detienen, allí, para contemplar la tierra baja, con simple adorno de bronce y oro, apenas inclinada, tangible, muy real bajo sus pies.
La segunda terraza inclinada contiene ya una parte de la historia. Es testimonio de un antiguo nivel del mar Muerto, muy superior al de hoy. Se inclina de manera uniforme, de manera que es posible establecerse allí y circular sin dificultad. Es la que alberga las ruinas de Qumrán y los edificios del kibbutz, que custodia el paraje y cultiva el palmeral que rodea los manantiales. El camino, escarpado, es difícil, pero te puede guiar la mano del hombre que, en su tiempo, trazó algunos senderos y cubrió las grietas de las frágiles rocas, para que todos pudieran interpretar los signos que les ayudarían a ascender, cada vez más arriba, hacia las cavernas. Así, los más ágiles pueden alcanzar el tercer nivel, constituido por una terraza calcárea que domina a gran altura la precedente. Ahí la historia cede el paso a la prehistoria. Varias aberturas superpuestas atestiguan el progresivo descenso de las aguas. Sólo es posible llegar allí a costa de grandes esfuerzos: hay que escalar la dura roca, a veces bajo un ardiente sol, arriesgarse a saltar por encima de las torrenteras, trepar muy arriba pese al vértigo, encontrar el menor hueco, meterse en él sin tener miedo a perderse. Entonces, en el acerado banco, dividido en grandes bloques macizos de paredes casi verticales cuyas pendientes de canchales permiten, a veces, que se deslicen las lluvias, escasas y violentas, pueden descubrirse algunas de las grutas, a veces tan escondidas, de tan difícil acceso que nadie ha sospechado todavía su existencia. El sendero parece proseguir, cada vez más arriba, hasta la cima del gran acantilado. No es posible continuar más allá del último nivel, pues el gran salto hacia lo desconocido aguardaría a quien quisiera proseguir, y quienes lo intentaron se llevaron, sin duda, el secreto con ellos.
Qumrán no es ciertamente el jardín del Edén. En verdad, el lugar está en pleno desierto, en lo más profundo de la desolación. Pero al parecer el tiempo es allí más suave, y el aire menos ardiente que en las riberas del mar Muerto. El agua dulce, intermitente pero abundante, permite alimentar un estanque permanente en la segunda terraza, reserva suficiente para la vida del hombre. Los manantiales salobres abrevan los palmerales. Los profundos barrancos son una muralla natural que aisla casi por completo el promontorio donde está el asentamiento. Por ello, a pesar de las apariencias, la vida allí es posible. Los esenios eligieron establecerse en ese lugar cercano a los orígenes, como si, aproximándose al comienzo, pensaran alcanzar el fin. Por ello construyeron su santuario no lejos de ese lugar, en Khirbet Qumrán, en una de las regiones más desoladas del planeta, más privadas de vegetación y más inhóspitas para el hombre, en esos acantilados calcáreos, abruptos y anfractuosos, entrecortados por barrancos y perforados por las grutas, en esas guaridas blancas, cicatrices rugosas e indelebles, estigmas de las convulsiones del subsuelo, de las ardientes presiones tectónicas, de las lentas y dolorosas erosiones, en esa guarida de rebeldes, de bandidos o de santos. Allí llevó Shimon a mi padre, ante el monasterio en ruinas. Recogió del suelo un pedacito de madera y comenzó, tranquilamente, a masticarlo. Al cabo de unos minutos, se decidió por fin a hablar.
—Ya conoces este lugar. Sabes que se encontraron aquí, hace más de cincuenta años, manuscritos de un monasterio esenio: los pergaminos del mar Muerto. Al parecer datan de la época de Jesús y nos enseñan cosas ocultas y difíciles de admitir sobre las religiones. Sabes también que algunos manuscritos se perdieron o, más bien debería decir que fueron robados. Los que están en nuestro poder, los conquistamos por la astucia o la fuerza.
En efecto, mi padre conocía bien aquel lugar donde había efectuado numerosas excavaciones. Lo sabía todo, claro está, de la epopeya de los pergaminos, desde aquel 23 de noviembre de 1947, cuando Eliakim Ferenkz, profesor de arqueología de la universidad hebraica de Jerusalén, había recibido una llamada telefónica. Era un amigo armenio, comerciante de antigüedades, que vivía en la ciudad vieja de Jerusalén. Quería verle lo antes posible. El asunto era serio y demasiado delicado para tratarlo por teléfono.
Ya en aquel tiempo el país estaba en guerra. La Asamblea General de las Naciones Unidas tenía que pronunciarse sobre la división. Los árabes amenazaban con atacar las ciudades y los pueblos judíos. La región era como un desierto justo antes de una tempestad de arena: todo estaba tranquilo, pero todo susurraba sordamente bajo el soplo de un tenue viento precursor del huracán. Alrededor de Jerusalén, sitiada, cordones de centinelas británicos vigilaban al enemigo y los pasos de uno a otro lado. Y el profesor Ferenkz, de un lado, y su amigo el armenio, del otro, no podían obtener salvoconductos. Acordaron encontrarse al día siguiente, en la frontera. Hablaron pues, separados por alambradas de púas.
—Bueno ¿por qué tanta prisa? —preguntó el profesor.
—Verás —contestó el armenio—. Recibí la visita de un colega árabe de Belén, anticuario como yo, que me trajo unos fragmentos de cuero cubiertos de una escritura antigua. Creo que son documentos de gran valor.
—¿Qué colega árabe? —inquirió Ferenkz con desconfianza, pues varias veces habían intentado venderle objetos antiguos que eran sólo imitación.
—De hecho, él mismo los recibió de los beduinos. Le dijeron que eran fragmentos de rollos de cuero encontrados en una gruta junto al mar Muerto. Según ellos, hay centenares como éste. Deseaban que evaluara su precio. Por esta razón he venido a verte, para conocer tu opinión.
—Enséñamelos. Si los fragmentos tienen valor, me encargaré personalmente de adquirirlos para la universidad hebraica.
Entonces el armenio se sacó del bolsillo un pedazo de pergamino, lo levantó y lo extendió contra la reja, para que el profesor pudiera examinarlo. Ferenkz se acercó tanto como le fue posible para intentar identificar el texto escrito en el pedazo de pergamino ocre, quebradizo, sorprendentemente frágil y muy mellado. Lo que vio le pareció familiar como este país del que los pergaminos son el humus, como los rollos hallados en ciertos sótanos y ciertos parajes y, sobre todo, como las inscripciones funerarias del siglo I, que él mismo había descubierto en los alrededores de Jerusalén. Sin embargo, estaba intrigado. Nunca había visto semejante inscripción en cuero, un soporte perecedero al revés que la dura piedra. ¿Sería antiguo? ¿Sería falso? Ferenkz era arqueólogo. Estaba acostumbrado a analizar vestigios de construcción, hábitats, fortificaciones, instalaciones hidráulicas, templos o altares, y los objetos descubiertos en estos parajes, armas, útiles y utensilios domésticos, pero no los escritos, no los pergaminos. Una arqueología sobre pergaminos era absurda. Y no obstante, sin saber realmente por qué, Ferenkz creyó en ello. Aquel día, a aquellas horas, ante la alambrada, supo que el fragmento de cuero no era una falsificación.