Qumrán 1 (2 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Entonces los íntimos del rabí salieron del cementerio para dejar su lugar a las miríadas de fieles que aguardaban a sus puertas y que desfilaron por allí hasta muy tarde, en la oscuridad sin sombras, en aquella noche oscura como todas las demás noches. Tal vez era preciso que escapara de su tumba para ascender a los cielos, pero nadie le vio. O bien, quienes ahí estaban no hablaron de ello. O quizá, la noche de su entierro era simplemente como su día: el cielo no estaba más claro ni más oscuro que otros días; ninguna luz lo iluminaba, como un signo milagroso. La luna, oculta por espesas nieblas, no era llena ni roja. Grisáceas nubes, apenas blanqueadas por el negro fondo, anunciaban una lluvia fina o granizo, que nunca llegó para refrescar el paisaje pesado y terroso. Los cielos no se desvanecieron como el humo ni se enrollaron como un documento. La tierra no se quebró para volar hecha astillas, no vaciló como una borracha, no fue sacudida como una cabaña. El mar no estaba agitado, y sus tranquilas olas no arrojaron lodo ni espuma. Las montañas no se derrumbaron y no se fundieron bajo el fuego. El Sarón no estaba desolado como el Arava; el Bashan y el Carmelo no estaban en absoluto desguarnecidos. Ni nuevos cielos, ni tierra nueva, ni reino alguno: la tierra, aquí abajo, nada. ¿Quién se había encerrado, cautivo en las grutas, quién se había escondido allí durante cuarenta días para leer el documento sellado? La vasija del alfarero no se había roto en mil añicos, y ningún cascote podía servir para prender el fuego del hogar o sacar agua del estanque. La vasija del alfarero estaba llena. Contenía mil tesoros divinos y las excavaciones eran ricas en fragmentos.

El vino nuevo no estaba de luto, la viña no se había ajado y ningún cordero vivo gemía más que de costumbre. El ritmo alegre de los tamboriles no había cesado, el delicioso son del arpa resonaba todavía en las casas. La ciudad no había sido vareada, ni esquilmada como la uva cuando finaliza la vendimia. Jerusalén, puerta de los pueblos, no era la ciudad de la paz, de piedras engastadas con zafiros, de almenas de rubíes y telas extendidas. En su seno, el Templo no estaba reconstruido con madera de ciprés, olmo y boj. Todo estaba tranquilo, sin ruido, sin el estruendoso ruido de la vida, sin ruido procedente del Templo, sin ruido del Eterno, para pagar a sus enemigos con la misma moneda, para soplar contra ellos el aliento de su cólera, para desplegar contra ellos terribles represalias y castigos de furor.

Sin embargo, hubiera podido haber un signo, un ínfimo, pequeño indicio, que manifestara que todo no era normal. Llegado el caso, alguien habría podido hacerlo saber. Pues los médicos se habían equivocado. Era tan viejo, y sin embargo tan robusto, tan vigoroso en los sermones que pronunciaba por todo el mundo, para la gente a la que recibía indefinidamente, para los consejos que prodigaba por teléfono o en su casa, en privado o en público, por escrito o de palabra, cara a cara o por medio de sus discípulos. Era el último de su linaje y no tenía hijos; y daba la impresión de que se agarraba a la vida para que durase. Era tan viejo que no habían hecho caso. Preveían desde hacía mucho tiempo aquel momento, con aprensión o con miedo; lo habían predicho y habían doblegado la realidad a sus declaraciones, a su ciencia profética. ¿Pero quién habría podido saberlo, cuando él mismo anunciaba su próximo fin y su futura resurrección?

Sin embargo, no había muerto de un desfallecimiento acontecido un día antes; había muerto de un choque violento, de un brutal golpe en la cabeza, que le había sumido en el sopor. Pero aquello, nadie lo sabía, nadie salvo yo, que no poseo la omnisciencia. Pues el rabí no había fallecido de muerte natural. Su hora había llegado por la mano del Hombre que le había enviado a Dios. Pues, en verdad, el rabí no había fallecido de muerte natural: le habían matado. Yo le asesiné.

«Pues he aquí que llega un día, inflamado como brasas, y todos los orgullosos, y todos los que cometen maldades serán como paja; y llega aquel día y los inflama, ha dicho el Eterno de los Ejércitos, y no les deja ni raíz ni rama.»

Capítulo 2

Nací en el año 1967 de la era cristiana, pero mi memoria tiene cinco mil años. Recuerdo los siglos pasados como si los hubiera vivido pues mi tradición los ha evocado con las palabras, los escritos y las exégesis pronunciados en el transcurso del tiempo, acumulados y añadidos uno tras otro o perdidos para siempre; pero lo que de ellos queda ahora está en mí, forma un trazo cuyo contorno lineal se dibuja con la gesta de las familias y las generaciones, y se prolonga así, de pariente en pariente, hacia la descendencia. No estoy hablando de la Historia, ese desfile de figuras inmovilizadas en cera y los sepulcrales de los museos que, en una eternidad muerta, hacen girar las páginas impávidas y gélidas de los libros de historia. Hablo de la memoria que se derrama en los recuerdos vivos y los pensamientos insumisos ante el orden cronológico, pues el orden del tiempo no conoce método ni acontecimiento, tenaces prejuicios de la ciencia, sino que es el del sentido, es decir de la existencia. La memoria encuentra su elemento en el presente, por minuciosa introspección y descomposición, descubre la ausencia y la irrealidad de su ser, pues el presente no existe, siendo sólo el enunciado directo de la cosa que pasa y, al pasar, ha pasado ya y
es
, por lo tanto, pasado.

En la lengua que yo hablo no hay tiempo presente para el verbo ser; para decir «soy», debe emplearse un futuro o un pasado y, para iniciar mi historia en vuestra lengua, quisiera poder traducir un pretérito absoluto, no un pretérito compuesto que, en su traición, haga presente el pasado mezclando ambos tiempos. Y prefiero el pretérito indefinido que, simplemente, ha concluido ya en su unicidad y su hermosa totalidad, al igual que en sus cerradas sonoridades. Es el verdadero pasado del tiempo pasado. El presente que se analiza, como el presente que se enuncia en el pasado, se dirige hacia éste como si en él descubriese su condición, pues el pasado es, en efecto, la condición de todo. En la Biblia que leo, no hay presente, y el futuro y el pasado son casi idénticos. En cierto sentido, el pasado se expresa a través del futuro. Se dice que, para formar un tiempo pasado, se añade una letra, la
vav
, al tiempo futuro. Se la llama la «vav conversiva». Pero esta letra significa también «y». Así pues, para leer un verbo conjugado, se puede elegir entre, por ejemplo, «hizo» o «hará». He optado siempre por la segunda solución. Creo que la Biblia se expresa sólo en futuro y que nunca hace más que anunciar acontecimientos que no tuvieron lugar, pero que ocurrirán en los próximos tiempos. Pues no hay presente, y el pasado es el futuro.

Hace dos mil años comenzó una historia que cambió la faz del mundo por primera vez, y por segunda vez hace hoy cincuenta años, tras una sorprendente revelación arqueológica. Cuando digo «sorprendente», no hablo por los míos, que sabían desde el comienzo, es decir desde los primeros tiempos de la era cristiana, sino por todos los demás; y también por ellos hablo de «arqueología» pues, para mí, nada hay menos histórico ni más vivo que esta ciencia. Puedo decir, en cierto sentido, que yo y los míos somos quienes la hacemos y constituimos su objeto, pero más adelante explicaré eso.

Esta historia de la que os hablo, que forma parte de la Historia, pero que no es mi historia, es el cristianismo. No soy cristiano; pertenezco a una comunidad de judíos religiosos que viven al margen, a contrapelo de la actual sociedad, y a los que denominan los hasidim. Como judíos, por una tradición milenaria, estamos destinados a transcribir las palabras y los hechos importantes para que la memoria perdure. Por ello voy a cumplir con mi deber y a escribir esta historia en su verdad y su exactitud; ése es aquí mi objetivo.

Debo decir, en primer lugar, que los hasidim no intentan convencer ni convertir a los pueblos. Así, no escribo para ser leído; escribo para conservar la verdad de los hechos y la perennidad de la memoria. Para ella escribo y para la posteridad: por mis padres y los padres de sus padres supe que era preciso consignar y conservar secretos, en un pequeño rincón del mundo, las cosas y los pensamientos, no con vistas a la actualidad y a los lectores presentes, pues tenemos vocación monástica y vivimos apartados de todos, sino para los lectores futuros, las generaciones por venir que sabrán descubrir y comprender: descubrir nuestros secretos y comprender nuestra lengua. No escribo para mí, pues la escritura no es un exutorio ni un desahogo impío y pagano. Para mí y para los míos, la escritura es sagrada, es un rito al que me entrego casi a regañadientes, como si fuera un deber. Es mi modo de orar; de buscar el perdón; de sacrificar.

Pero debo confesar que no soy un escriba minucioso. No siento amor por el detalle. Camino siempre a grandes zancadas hacia el sentido, como un corredor, como un saltador de vallas. La belleza no es mi fuerte, ni tampoco las cosas de la vista. La escritura no es mi éxtasis. Siento por ella poco entusiasmo, si la comparo con la piedad. Quisiera conservar sólo los movimientos, pues son gestos y verbos, movimientos y no descripción. Me habría gustado dar acceso al sentido, directamente a la interioridad. ¿Pero puede entregarse sin una forma? Esta, al menos, no será el velo engañoso y opaco de la belleza que sólo se revela a sí misma: un esplendor vacío. El Talmud enseña que no deben admirarse los paisajes, las hermosas plantas o los árboles encantadores que encuentras a tu paso cuando estás estudiando: «Quien estudia recorriendo un camino y deja de estudiar para decir "qué bonito es este árbol, qué bella es esta zarza" merece la pena de muerte». Creo que, en el fondo de mí mismo, siempre he conservado este rasgo. Soy miope: para escribir me quito las gafas. Cuando levanto los ojos, ante mí hay sólo un mundo muy borroso, del que se desprenden algunas formas y algunos gestos; otros, más tenues, no son percibidos. Y lo que tengo ante mí es tan vago que lo adivino más que verlo. Tal vez me equivoque. ¿Habré conseguido decir algo más que esa palabra que es mía y sólo mía? Quiero al menos poner en movimiento las letras y, con el fulgor de las palabras, decir no lo que fui, sino lo que voy a ser, lo que seré. Quien sepa leerme, descifrará el futuro a través del pasado, la síntesis a través del análisis, el esbozo a través de la exégesis. Pues me invento con mis interpretaciones, y me comprendo ante mi texto. «Cada letra es un mundo, cada palabra, un universo.» Cada cual es responsable de las palabras que escribe, y de las que lee, pues cada cual es libre ante su lectura.

Como mis antepasados, escribo en una piel de animal muy fina, en la que, antes de empezar, he trazado líneas con un instrumento acerado para impedir que mi pluma se aleje de su camino y vague en baldío, entre las letras, hacia arriba o hacia abajo, fuera de las líneas trazadas por las que, laboriosa, debe proseguir su camino. La línea recta que trazo no es una capa añadida sobre la hoja por la tinta negra, como mi texto, es una incisión practicada en la misma piel, que debe ser lo bastante profunda para que la escarificación sea visible y lo bastante ligera para que nunca agujeree la piel. Es una herida delicada, pues ciertos pergaminos son más frágiles que otros y no todas las pieles han sido curtidas del mismo modo. Así, para evitar perforarlas, debemos saber reconocer las que tienen un color cercano al marfil, más desmenuzables que otras cuyo color se aproxima al del limón o del marfil negro.

Prosigo lentamente mi tarea. Cuando llego al final de un rollo, lo coso sin dañar la piel, e inicio el siguiente. Escribo de un tirón, pues no puedo borrar mi texto ni volver a empezar indefinidamente. Comienzo, ante todo, por reunir mis pensamientos y mis recuerdos, pues sé que no tengo derecho al error. Si, de todos modos, mi pluma me traiciona, si mi recta se inclina y me falla la memoria, puedo corregir mi falta, sin hacerla desaparecer, trazando otra letra encima o debajo de la letra que no hubiera debido escribirse. O puedo insertar la letra correcta o la que falta en el espacio blanco, justo por encima de la línea de escritura. Así, para leer mi texto en toda su precisión, no debe olvidarse leer entre líneas.

La historia que escribo no es agradable de contar. Habla tanto de la crueldad como del amor. Pero la consigno porque no puedo escapar a la ley que prescribe conservar los hechos importantes; y lo que voy a describir es tan inaudito que se olvidará o se negará para borrarlo si no lo plasmo en el papel. Para mí, el escriba, es mi modo de celebrar el Eterno, es mi plegaria. Y para mí, el
hasid
, nada hay más importante que la liturgia, que nos hace fieles a las prescripciones de la ley divina. Me habría gustado que esta tierra se aficionara a la vida de los ángeles que rodean el trono de Dios para cantar sus alabanzas, pero sólo puedo relatar desgracias. Desde hace milenios, aguardamos que se alcance la perfección de nuestro culto bajo la nueva Jerusalén, y en esta penosa espera, sin Templo ni Ciudad Santa, vivimos en la oscuridad y sustituimos los sacrificios por las alabanzas de nuestros labios y la ofrenda de nuestra vida.

Y así transcurre, conforme a nuestro preciso calendario, a sus días y sus fiestas, la vida ritual y monástica de nuestra comunidad, apartada de todos durante estos milenios en los que hemos albergado nuestra existencia en nuestras casas ocultas. Pero teníamos conocimiento del tiempo que pasaba, y sabíamos que, separados de nosotros, nuestros hermanos los judíos se perdían entre las naciones, mientras nosotros seguíamos custodiando el Pergamino. Vivimos así, hasta el momento en que ocurrió un hecho que trastornó nuestra existencia: en 1948, los judíos tuvieron un país, parte de nuestra comunidad regresó a la tierra de sus antepasados, otra permaneció en la diáspora para mejor aguardar al Mesías.

Pero me estoy adelantando, pues ahí empieza el primer pergamino de mi historia; y ahí también mi labor de escriba.

«Por el amor de Sion no callaré en absoluto, y, por el amor de Jerusalén, no reposaré, hasta que Su justicia brote como un esplendor y Su liberación se encienda como una lámpara.»

PRIMER PERGAMINO
El Pergamino de los manuscritos

Anuncio del nacimiento de Isaac

Tras estos acontecimientos, Dios se apareció a Abraham en una visión y le dijo: «He aquí que han transcurrido diez años desde el día que saliste de Harán: has pasado dos aquí, siete en Egipto y uno desde que regresaste de Egipto. Y ahora, examina y cuenta todas tus posesiones, y ve cómo han aumentado, hasta el doble de todas las que llevaste contigo el día que saliste de Harán. Y ahora, no temas: estoy contigo, y seré para ti un apoyo y una fuerza. Yo seré un escudo sobre tu cabeza, y tu aureola, fuera de ti, te servirá de refugio. Tus riquezas y tus bienes crecerán enormemente».

Y Abraham dijo: «Señor mi Dios, inmensos son mis riquezas y mis bienes. ¿Pero qué es todo eso para mí? Yo, cuando muera, desnudo, me iré sin hijos, y uno de mis criados será mi heredero; Eleázar, hijo de […] será mi heredero».

Y Dios le dijo: «Este no será tu heredero, sino alguien que surgirá de [tus entrañas…]».

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