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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (7 page)

Hubo un silencio. Durante varios minutos, Shimon mordisqueó pausadamente su cachito de madera, como si, también ahora, necesitara sopesar los pros y los contras, evaluar la importancia de las informaciones que iba a proporcionar, calcular los riesgos y los costes.

—Porque el Vaticano está buscándolo en estos momentos —acabó diciendo—. Lo busca desesperadamente.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Has oído hablar de la Comisión Bíblica Pontificia?

—Sí, un poco. Pero dime algo más.

—Es una institución creada a comienzos de siglo, por el papa León XIII, como antídoto contra la invasión del modernismo. Tiene la misión de vigilar los estudios católicos sobre las Escrituras. Originariamente, estaba compuesta por una docena de cardenales nombrados por el papa, así como por cierto número de consultores, todos expertos en sus respectivos campos. La función oficial de la comisión era la de vigilar todas las disidencias con respecto a los textos sagrados oficiales. Se encargaba, sobre todo, de comprobar que las universidades no cuestionaran la autoridad de las Escrituras y de promover la interpretación católica oficial. Desde el último medio siglo, podría pensarse que las cosas han cambiado, sobre todo después del Concilio Vaticano II. De hecho, no es así. Hoy, la Escuela Bíblica de Jerusalén, a la que pertenecen la mayoría de los miembros del equipo internacional, sigue tan unida a la Comisión Pontificia como lo estuvo en el pasado. La mayoría de los alumnos de la escuela son colocados por la comisión, como profesores, en seminarios y demás instituciones católicas. Así, concretamente, los consultores de la comisión son los que determinan qué debe saber o ignorar el público sobre los pergaminos del mar Muerto. Cuando, en 1955, se descifró en Manchester el
Rollo de cobre
, bajo el control de Thomas Almond, el Vaticano reunió a la comisión en sesión extraordinaria para remediar las revelaciones que pudiera aportar. Esta comisión es increíblemente retrógrada. ¿Sabes que ha producido ya textos afirmando que Moisés es el autor literal del Pentateuco o defendiendo la exactitud literal e histórica de los tres primeros capítulos del Génesis? Más recientemente, la misma comisión firmó un decreto sobre los estudios bíblicos en general y, de modo más específico, sobre la verdad histórica de los Evangelios, según el cual quien los interprete debe hacerlo con un espíritu de obediencia a la autoridad de la Iglesia católica.

—¿Y entonces? ¿Te parece que ese rollo es tan importante para ellos? ¿Hasta dónde crees que pueden llegar para apropiárselo?

—Bastante lejos, creo. Hay otro organismo que depende de la Comisión Bíblica Pontificia: la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es principalmente un tribunal, con sus propios jueces. Los consultores que trabajan para estos últimos tienen la tarea específica de señalar los puntos delicados sobre los que la comisión debe decidir. Estas investigaciones se consagran, por lo general, a todo lo que pueda amenazar la unidad de la Iglesia. Como en la Edad Media, se llevan a cabo en el mayor secreto. Hasta 1971, la Comisión Bíblica Pontificia y la Congregación para la Doctrina de la Fe debían ser organismos separados. Hoy, la ficción se ha abandonado y ambas organizaciones, aunque sigan siendo distintas, se alojan en las mismas oficinas y la misma dirección de Roma. Para los miembros de estas comisiones, los principios son muy simples: sean cuales sean las conclusiones a las que lleguen o las revelaciones a las que conduzca la lectura de los pergaminos, su escritura y su enseñanza no debe contradecir la autoridad doctrinal de la comisión. Pero te diré más: la Congregación para la Doctrina de la Fe tiene una historia que se remonta al siglo XIII. En 1542, se la conocía con el nombre de Santo Oficio, o también… Santa Inquisición. El de la Congregación para la Doctrina de la Fe es, de todos los departamentos de la curia, el más poderoso. En opinión de sus miembros, las recientes evoluciones teológicas amenazan con corromper la Iglesia y producir su declive. Sólo la supresión de todas las disidencias doctrinales, podrá asegurar el renacimiento de una fe y un dogma unificados. Estos hombres consideran que quienes no comparten sus ideas son ciegos o, peor aún, malignos. Pues bien, resulta que el antiguo doctorando Paul Johnson, uno de los primeros que trabajó en los manuscritos con Pierre Michel y, como él, miembro del equipo internacional, es el actual director de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sabemos que tuvo en sus manos el rollo; y lo leyó sin duda, cuando estaba todavía en la Escuela Bíblica de Jerusalén. Sin embargo, ya no lo tiene y lo busca. Sabemos que Paul Johnson está actualmente dispuesto a intentarlo todo para encontrar el rollo. Hemos seguido sus huellas y las de sus emisarios, desde hace meses, por varios países.

—¿Quiénes son?

—Miembros del equipo internacional, especialmente su brazo derecho, su más fiel compañero, el padre Pierre Michel. También el padre Millet, otro de los miembros del equipo internacional.

—Y eso significa…

—Que son los grandes inquisidores de la Iglesia católica actual.

Shimon quería, a toda costa, convencer a mi padre y ganarlo para su causa. Sabía que las dificultades no le desalentarían; pero no ignoraba, tampoco, que sería difícil embarcar a aquel hombre razonable y fuerte en semejante historia. Durante unos momentos, mi padre pareció pensar.

—¿Quién tenía al principio ese pergamino? —acabó preguntando.

—Oseas, el sumo sacerdote ortodoxo, lo vendió a Matti. Pero creemos que Paul Johnson pudo hurtarlo y entregarlo a Pierre Michel para que lo estudiase.

—¿Y qué ha sido de Oseas? ¿Pudo conocer el manuscrito?

Shimon, tras una nueva vacilación, respondió:

—Ha muerto, David. Asesinado, la semana pasada, mientras se hallaba de paso en Jerusalén. El dinero que tenía en casa desapareció con los pergaminos. Suponemos que fueron unos ladrones bien informados sobre sus manejos. Tal vez intenten revenderlos; y, si es así, no debemos perderlos, en cualquier parte del mundo donde eso se produzca, como Matti.

—Pero él era jefe del ejército. Le ayudaban en sus investigaciones —replicó con vivacidad mi padre—. No puedo buscar solo. Debería verme con sabios y, también, con otros menos sabios, e incluso, tal vez, con estafadores o asesinos. No —agregó moviendo la cabeza—, realmente no es una misión para mí… Es inútil —añadió en tono disuasivo—. No vale la pena que discutamos.

—Bueno; imagino que es irrevocable.

—Irrevocable.

Mi padre sonrió. Conocía demasiado a Shimon para saber que no se resignaría tan pronto; por lo general, la última pregunta significaba que iba a jugar su última carta. Mi padre aguardó tranquilamente, no sin curiosidad, a que Shimon se decidiese.

Éste bajó los ojos y, por unos instantes, pareció concentrarse en el granuloso suelo. Luego dijo:

—Siendo así, puedo decírtelo todo. Quisiera ocultártelo hasta que aceptaras, para no asustarte, pero a fin de cuentas, puesto que te niegas… Tal vez puedas ilustrarme un poco. No sólo se trata del Vaticano. Cierto es que los cristianos buscan el rollo, pero es también un asunto de política interior, que corresponde a la policía. Lo que voy a decirte no saldrá de aquí, ¿verdad?

—Naturalmente.

—Pues muy bien. Te he dicho que el sacerdote ortodoxo Oseas fue asesinado; pero no es del todo cierto… O digamos que es poco preciso. De hecho, se trata de otra cosa, más complicada. ¿Cómo decirlo?… La policía decidió echar tierra sobre el asunto, de momento, para poder llevar a cabo sus investigaciones sin asustar a la población.

Shimon no acostumbraba andarse por las ramas. A mi padre le sorprendió verle tan turbado.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Te costará creerlo… Fue crucificado.

Al oír esas palabras, mi padre dio un respingo.

—¿Cómo que fue crucificado?

—Crucificado, como Jesús. Sujeto a una cruz, colgado. En fin… No por completo como Jesús. Se trataba de una cruz algo extraña, con dos barras horizontales, una grande y una pequeña.

—¿Una cruz de Lorena?

—Una cruz de Lorena decapitada, en cierto modo. Las muñecas del desgraciado habían sido clavadas en el travesaño, y los pies al poste. Murió de asfixia, con bastante rapidez. Al principio creímos que se trataba del crimen de un loco, de un maníaco y, es ahí adonde quería llegar; seguimos ignorando por qué, pero es posible que tenga relación con los manuscritos.

—¿De verdad?

—Sí. Sabemos que Oseas regresó precipitadamente de Estados Unidos a causa del pergamino. Parecía huir… Ya ves, es curioso, la cruz, el ceremonial: parece una ejecución… David, no sé de qué se trata; pero si se trata de un loco, de un maníaco, puede recomenzar en cualquier momento.

—Sí, en efecto… Yo…

Viéndole vacilante, Shimon jugó su última baza.

—Necesitarás que alguien te acompañe, un combatiente, un hombre joven, capaz de defenderte. Alguien que sea, al mismo tiempo, un soldado y un erudito.

—Sí, ciertamente —dijo mi padre, ya casi resignado.

—Conozco a un hombre que responde a esta descripción. Y también tú le conoces.

—¿Quién es?

—Estoy pensando en tu hijo, Ary, el que estudia ahora en la yeshiva. He leído su informe del ejército. Sé que salvó la vida a mi hijo Yacov. Tu hijo es un joven valeroso que habría sido un excelente soldado, si no hubiera elegido una vida más… contemplativa.

—Nada se deja al azar, ¿verdad? —dijo mi padre—. Todo está ya previsto. Sólo me queda partir…

SEGUNDO PERGAMINO
El Pergamino de los santos

Siendo yo joven, antes de haber vagado,

deseé la sabiduría y la busqué.

Vino a mí en su belleza,

y la estudié a fondo.

También la flor de la viña produce los granos de uva

cuando van a madurar los racimos que alegran el corazón.

Mi pie caminó por un suelo liso,

porque, ya en mi juventud, la conocí.

Agucé un poco el oído,

y encontré mucho entendimiento.

Y fue para mí una nodriza,

a quien me enseña rindo el honor debido.

Medité como burlándome;

me mostré afanoso con el bien sin retorno.

Yo mismo me vi inflamado por ella,

y no le volví la cara.

Yo mismo me atareé por ella,

y en sus alturas no me abandoné.

Mi mano abrió su puerta,

y penetré sus secretos.

Purifiqué mis manos para acercarme a ella,

y la hallé en la pureza.

Había adquirido, para mí,

un corazón inteligente desde el comienzo,

por eso no la abandoné (…)

Escuchad, oh Numerosos, mi enseñanza,

y adquiriréis plata y oro gracias a mí.

Alégrese vuestra alma por mi penitencia,

y no os avergüencen mis cánticos.

Llevad a cabo vuestras obras con justicia,

y a su tiempo recibiréis la recompensa.

Pergaminos de Qumrán,

Salmos seudodavídicos.

Capítulo 1

Tras la creación, Dios contempló todo lo que había hecho, la luz, el firmamento, las estrellas, el sol y la luna, la tierra y el mar, las plantas y los animales, y lo aprobó, y consideró que estaba bien.

Su satisfacción, a veces, me sorprendía. ¿Los bienes de este mundo eran pues tan apreciables como los del mundo futuro? ¿Por qué me había dirigido hacia el ascetismo para mejor consagrarme a los segundos, si también los primeros me estaban permitidos?

«Dije a mi corazón: vamos, ahora te pondré a prueba también en la alegría, y goza del bien. Pero he aquí que también eso es una vanidad. Dije sobre la risa: es insensata. Y sobre la alegría: ¿de qué sirve?»

Yo no era un niño prodigio. Era el digno hijo de David Cohen aunque, en aquel tiempo, no era yo consciente de toda la magnitud de esta frase. Pero a Shimon le habría sorprendido verme como era entonces, pues me había conocido con el uniforme verde de los oficiales del ejército de tierra. Era yo alto y barbudo, con ojos azules herencia de mi madre rusa, rodeados por unas pequeñas gafas redondas. Mi barba no era abundante como la de los viejos sabios, sino discreta y rala. Mi cuerpo era como el de mi padre: delgado y musculoso, casi nudoso, me había valido algunos éxitos en el combate cuando estaba en el ejército, pero ya no me entrenaba desde que me uniera a los hasidim.

Como todos mis hermanos, llevaba largos mechones retorcidos a cada lado del rostro: los tradicionales tirabuzones, que a veces ataba por encima de la cabeza, debajo del sombrero. Ni de día ni de noche me quitaba el casquete de terciopelo negro, que me cubría toda la cabeza, ni siquiera cuando me ponía el sombrero. Calzaba zapatos negros, planos y sin cordones, y llevaba las piernas cubiertas por medias negras. Negros eran también mis pantalones, de acuerdo con la tradición. Pero mi camisa era blanca bajo mi larga chaqueta oscura y, bajo la camisa, llevaba siempre un pequeño chal de oración hecho con dos cuadrados de lana de color crema, con una abertura arriba para pasar la cabeza, uno de cuyos faldones descansaba en mi pecho y el otro en mi espalda, y del que sobresalía, unido a cada ángulo inferior, un fleco ritual en recuerdo de la Alianza. No llevaba corbata, que era un atavío en exceso característico del mundo no judío. Alrededor de la cintura me ceñía un cordón, el
guertl
, larga cinta de seda negra trenzada, para separar así la parte rectora del cuerpo y la parte prosaica. En el Sabbath y los días de fiesta, me ponía la levita de seda negra, brillante y satinada.

Estudiaba arqueología con mi padre, y le ayudaba en sus trabajos y sus investigaciones, pero eso era cuando no iba aún a la yeshiva, exclusiva y celosa como el Dios de Israel. Mi padre me había llevado, desde mi más tierna edad, a las excavaciones. Yo era su único varón y su único hijo. Pero yo era muy piadoso; es decir muy practicante. Entre los judíos, a ese tipo de hombre lo denominamos «ortodoxo».

A diferencia de mi padre, que no celebraba ya el Sabbath ni comía
kosher
, yo ataba las filacterias a mi brazo cada mañana. Y durante el Sabbath, cuando él tomaba el coche con mi madre para hacer una excursión por el país, yo me ponía mi gran chal de oración blanco para bendecir a todos mis compañeros de la yeshiva pues, hijo de Cohen, yo era un Cohen, y descendía de los sumos sacerdotes a quienes incumbía la importante función de bendecir al pueblo de Israel. Mi vida, en sus menores instantes, se desarrollaba al compás de la ley. No me levantaba sin recitar la plegaria matinal. No comía sin bendecir la mesa. No me acostaba sin rezar la plegaria vespertina. Y no pasaba un solo día sin que estudiase. Por la ley, el tiempo habitaba el espacio: así los
mezuzoth
en los dinteles de las puertas, los candelabros en la mesa del Sabbath y los de
Hanuka
en las ventanas de las casas. Y por la ley, el verbo se hacía carne: comía sólo los animales permitidos por la Torá, los que rumian y tienen pezuñas hendidas, y los peces con escamas y aletas. Y por la ley, la carne era alegría. El viernes por la noche y el sábado, en la yeshiva, descansábamos sin encender la luz, sin lápiz ni papel, pues teníamos prohibido tocarlos, ya que no debíamos acercarnos a los objetos del trabajo, pero cantábamos y bailábamos toda la noche, de acuerdo con el rito hasídico, pues como decía uno de nuestros grandes rabinos: «No se canta porque se es feliz, se es feliz porque se canta». No vivíamos en el ascetismo y la mortificación, vivíamos juntos, en comunidad, jóvenes y viejos, mujeres y niños, y todos eran felices al estar reunidos en la paz del Sabbath, al compartir los platos preparados y los dorados halloth, al escuchar las palabras de nuestros maestros y al reír ante sus juegos de palabras. En cuanto aparecía la primera estrella sobre la ciudad de Jerusalén y anunciaba el día del descanso, Mea Shearim se sumía en el letargo. Algunos jóvenes corrían hasta los límites del barrio para colocar bidones en la calzada y detener toda circulación, mientras otros se metían piedras en los bolsillos, dispuestos a lapidar con gesto vengador el primer coche que pasara; Sonidos de sirenas mezclados con el
shofar
anunciaban la llegada de la desposada —el Sabbath—, y una muchedumbre despreocupada y vestida con sus mejores galas invadía las calles de la gran arteria para dirigirse a las numerosas sinagogas, algunas de las cuales no superaban el tamaño de una casa pequeña. Desde el umbral, algunos rabinos, ya con las ropas de oración negras y blancas, llamaban a los viandantes, buscando un último fiel para el
minyan
, la asamblea de los diez fieles necesarios para poder celebrar el oficio. De las ventanas abiertas escapaban lacerantes melopeas, salmodias y oraciones entrecortadas por vibrantes exclamaciones, mientras los estudiantes jóvenes entonaban sus cantos de alegría. «Ciertamente, los vivos saben que morirán, pero los muertos no saben nada y ya no ganan nada; pues su memoria ha llegado al olvido. Así su amor, su odio, su deseo han perecido ya y no tienen pues participación alguna en el mundo, en todo lo que se hace bajo el sol. Ve pues, come con alegría tu pan, y bebe gozosamente tu vino, porque Dios considera ya agradable tu obra.»

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