Mi padre hablaba con una emoción que a menudo le dominaba cuando se dirigía a parajes arqueológicos y resucitaba el pasado. Me gustaba escuchar el timbre de su vibrante voz, viva y apagada al mismo tiempo, aprisionada a veces, ahogada en su garganta, como si le fuera difícil emitir un sonido absolutamente claro. Articuladas por aquella voz sombría, las palabras chocaban entre sí, guturales, como en las invectivas de los más vehementes profetas.
Algo más lejos, unos hombres trabajaban al pie de una muralla. Estaban efectuando una excavación. Uno de ellos parecía dirigir las operaciones. Era un hombre de talla media y bastante corpulento, con la barba y los cabellos blancos y rizados, que llevaba gruesas gafas de concha oscura. Sus rubicundas mejillas testimoniaban algunos tragos de vino añadidos a los de la bendición sacramental, y su respetable panza, visible a pesar de su larga sotana de dominico, indicaba su debilidad por la comida.
Era el padre Millet, uno de los miembros franceses del equipo internacional. Mi padre le reconoció enseguida por haberle encontrado ya en excavaciones y coloquios. Era locuaz y simpático, y entablamos fácilmente la conversación.
—¿Cómo va todo? —preguntó mi padre.
—Hemos descubierto ya un conjunto de construcciones que se extiende ochenta metros de este a oeste, y cien metros de norte a sur —dijo mostrando un mapa muy garabateado que tenía en la mano—. El examen de los muros y los suelos, así como el de las cerámicas y las monedas descubiertas, ha permitido distinguir y fechar varios períodos de ocupación. La primera instalación humana en Khirbet Qumrán se remonta a la época israelita: los muros de cimientos más bajos se hunden en una capa cenicienta que contiene muchos restos de la Edad del Hierro II. Se encuentran especialmente en la esquina de los sectores setenta y tres y ochenta y al norte del paraje, contra los cimientos del muro oeste, donde están mezclados con muros más antiguos. Un equipo encontró, bajo la porción sesenta y ocho, un asa que llevaba el sello
Lammelech
, «al rey», que pertenece a una serie muy conocida, y una ostra con grabados con algunas letras en caracteres paleo-hebreos. El emplazamiento de los fragmentos y el nivel de los cimientos me han permitido reconstituir la planta de un edificio rectangular con un gran patio y estancias alineadas contra la pared oriental, con un saliente en el ángulo noreste. Otro muro flanquea, al este, la cisterna ciento diecisiete, pero ignoro a qué corresponde.
—Probablemente a la cerca occidental del edificio —aventuró mi padre echando una rápida ojeada al plano.
—Pero está precedida por una especie de recinto.
—¿Con una abertura al norte?
—Eso es.
—Por ella debían de fluir las aguas de lluvia hasta la gran cisterna redonda, la más profunda de Khirbet Qumrán. ¿Ha podido fechar el conjunto?
—Sí —repuso Millet, sorprendido por la rapidez con la que mi padre había sacado sus conclusiones, casi maquinalmente—. La fecha nos la proporcionan los fragmentos. El conjunto se remonta a finales del siglo VII antes de Cristo. Una fecha confirmada por el sello
Lammelech
, del final de la monarquía, y por el ostracon cuya escritura no es muy anterior al exilio. Además, está claro que el establecimiento no sobrevivió a la caída del reino de Judá, y las cenizas que están por todas partes, junto a los fragmentos israelitas, indican que fue destruido por el fuego. Estaba en ruinas, desde hacía mucho tiempo, cuando un nuevo grupo humano se instaló en Khirbet Qumrán.
—¿Se refiere a los sacerdotes que se rebelaron contra el Templo?
—Hay varias hipótesis a este respecto. En cualquier caso, sean quienes sean, se trata de los fundadores del esenismo. Además, mire lo que acabamos de encontrar y que, ciertamente, les pertenecía.
Nos mostró entonces una redoma muy pequeña, que a su entender databa del tiempo de Herodes o de sus inmediatos sucesores. Suponía que la habían escondido adrede en las ruinas, pues habían tenido la precaución de envolverla en un papel protector de fibra de palma.
—Ya ven —dijo inclinando un poco la botella—, contiene un aceite rojo muy espeso que no se parece a ninguno de los de hoy. En mi opinión, se trata del aceite de bálsamo con el que se ungía a los reyes de Israel. Pero no es seguro, porque el árbol que lo produce no existe desde hace mil quinientos años.
—¿Puedo verlo? —pregunté.
El hombre me lo tendió enseguida.
—¿Ha leído el
Pergamino de cobre
? —prosiguió mi padre que no perdía el hilo de su idea.
—Sí, leí la transcripción que de él hizo Thomas Almond y que acaba de publicarse. El pergamino describe un inestimable tesoro, de oro, plata, ungüentos preciosos, vestiduras y vajilla sagrada, y los sesenta y cuatro lugares en torno a Jerusalén y por toda Judea donde, al parecer, fue escondido en la Antigüedad. Contiene también un mapa detallado de esos lugares, estanques, tumbas o túneles, con precisa indicación de sus nombres y sus posiciones. La cantidad de esos preciosos bienes estimada por los investigadores, gracias a las indicaciones del pergamino, es tan importante que podemos preguntarnos cómo pudieron reunir semejante tesoro.
—¿No le parece probable —preguntó mi padre—, que, dada la frecuencia con que se menciona la vajilla ritual en el
Pergamino de cobre
, existiera un vínculo entre la comunidad de Qumrán y los sacerdotes del Templo de Jerusalén?
—La comunidad de Qumrán fue fundada, al parecer, por antiguos sacerdotes disidentes del Templo… ¿Es eso, realmente, lo que usted cree? ¿Y qué consecuencia podría tener? —preguntó Millet, sin mucha convicción.
—Imagine que la comunidad de Qumrán fuese fundada por antiguos sacerdotes rivales de los saduceos: eso aproximaría más aún la figura crística al esenismo, si pensamos en las luchas de Jesús con los sacerdotes del Templo. Además, eso haría comprensible la venganza final que ejercieron sobre él, condenándole a muerte. Pues Jesús, si era el Maestro de Justicia de los esenios, representaba para ellos un grave peligro político.
—Sí…, es cierto, si se admite que Jesús era esenio, pero ésta es una hipótesis que nadie ha probado todavía —dijo el padre Millet.
—La famosa conferencia de Pierre Michel, sin embargo, iba en esa dirección —le respondió mi padre.
—Sí, ya lo sé… pero nunca la publicaron y nadie ha podido acceder al texto que hacía referencia a ello.
—El texto ha desaparecido.
—Como muchos de los textos qumránicos, publicados a continuación… Pero ¿por qué le interesan ahora tanto las investigaciones qumránicas? —preguntó Millet, inquieto de pronto.
—Como profesor de paleografía en la Universidad de Jerusalén, llevo a cabo investigaciones sobre los pergaminos del mar Muerto. ¿Y desde cuándo ha comenzado a trabajar usted sobre los rollos?
—Oh, de hecho —repuso Millet algo más relajado—, realmente nada me predestinaba a hacerlo. Nací en el sur de Francia, estudié teología y latín en un seminario cercano a Lyon. Cierto día, tras haber descubierto unos viejos libros hebreos en la biblioteca del seminario, decidí aprender esa antigua lengua. Obtuve de mi obispo permiso para dirigirme a París y seguir las clases del famoso orientalista André Dupont-Sommer. Más tarde, fui amigo y colega de Paul Johnson que, por su parte, se convirtió en director del equipo internacional. Por lo demás, él me confió algunos de los textos árameos más importantes de los pergaminos del mar Muerto. Terminé uniéndome a la Escuela Bíblica y Arqueológica de Jerusalén. He trabajado durante veinte años sobre estos pergaminos; desde el momento en que inicié estudios de arqueología.
Entonces, el padre Millet comenzó a explicar su pasión por la arqueología, y mi padre y él discutieron durante casi una hora de excavaciones, pergaminos e historia antigua.
Mientras el padre Millet hablaba con animación, intenté descifrar los rasgos de su cara. Parecía fácil. Como Joseph, tenía un rostro regular que inspiraba simpatía. Observándole de más cerca, advertí dos venitas horizontales, a uno y otro lado de la frente, en la sien derecha y la sien izquierda, que se hinchaban y palpitaban cuando hablaba. En el extremo de una de ellas, dos finos vasos cruzaban otro, vertical. Habríase dicho que el conjunto formaba dos letras hebraicas:
vav
y
tav
. Estas dos letras podían dar origen a una palabra:
tav
, que significa «nota». Pensé que aquel hombre tenía ciertamente una agradable música interior que se reflejaba exteriormente, siempre que supiera leerse.
En cierto momento, mi padre le preguntó:
—¿No le parece extraño que no haya ningún judío en su equipo internacional? Un especialista en historia judía habría podido ser una preciosa ayuda para ustedes…
—Sí, ya lo sé. Es una forma de
apartheid
universitario difícilmente justificable.
—¿Qué habría ocurrido si uno de los investigadores a los que recurrió Johnson hubiera insistido en ponerse en contacto con un universitario judío que fuese el mejor experto sobre una cuestión precisa?
—Supongo que habría creado un incidente internacional. De todos modos, hasta 1967, las grutas de Qumrán estaban en territorio jordano, y el ejército jordano no hubiera permitido que un judío cruzara la frontera.
—Pero ¿no cree que los universitarios judíos habrían podido aportar un punto de vista interesante para la interpretación de los textos, por su conocimiento de las leyes judías y de la literatura rabínica?
—No recuerdo haber oído que algún miembro del equipo hablase de la utilidad de la literatura rabínica para la traducción de los textos de Qumrán. Con respecto a los universitarios judíos, la posición era muy sencilla: no podíamos trabajar con ellos y, por lo tanto, no debíamos perder el tiempo en discusiones… Ya sé, puede parecer inaceptable, pero así es. Los arqueólogos son también víctimas de sus prejuicios. ¿Sabe usted? —añadió tras una vacilación—, antes yo pensaba que un análisis arqueológico sacaba a la luz la exacta realidad de la historia. Creía que unas excavaciones realizadas con cuidado permitían obtener una visión objetiva del paraje. Pero, hoy, sé que cada arqueólogo se acerca a la excavación con una idea preconcebida de lo que quiere o no quiere encontrar allí. Es imposible estudiar a fondo un inextricable revoltijo de rocas, suciedad, polvo y cerámica rota sin tener ya cierta idea del tipo de edificios y utensilios que vas a encontrar.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Que los miembros del equipo internacional pudieron no «ver» ciertos elementos? —preguntó mi padre, que comenzaba a comprender lo que el otro estaba sugiriendo, con medias palabras.
—No. No es que se ocultaran voluntariamente las pruebas. El equipo hizo lo que estaba en sus manos para distinguir con precisión los niveles estratigráficos, para indicar la posición de todas las vajillas, cerámicas, monedas y demás objetos artesanales, y para trazar un detalladísimo mapa del paraje. Naturalmente, hoy nadie pone en duda el hecho de que estaba ocupado por una comunidad. ¿Pero de qué tipo? Se necesita fe para deducir de semejantes ruinas los muebles de una alcoba, los lugares en los que se reunían las asambleas en sesión cerrada y las salas de refectorio.
—¿Cuáles eran, exactamente, los prejuicios de Johnson cuando participó en la excavación del paraje?
—Para Johnson, la historia de Qumrán es la de un grupo de disidentes religiosos que, hacia el año 125 antes de Cristo, abandonaron a sus familias y sus casas para establecerse en las silvestres ruinas de un lugar deshabitado desde la edad de bronce. ¿Cómo encontraron medios financieros para establecerse allí y recursos para subsistir? Johnson no resolvió el problema. Sugiere que ellos mismos construyeron un monasterio con una gran torre, amplias salas de reunión y talleres, un elaborado sistema de canalización, cisternas y baños rituales. Esta secta disidente habría crecido durante el reinado del rey Alejandro Janneo. La destrucción del campamento no se debió, a su entender, a la guerra civil que asoló durante treinta y cinco años el país, ni a la invasión romana, ni siquiera al régimen de Herodes. No, para Johnson no fue un acontecimiento político lo que redujo a polvo el paraje de Qumrán, sino el terremoto que destruyó la región en el año 31 antes de Cristo.
—Y todo lo que contradice su interpretación…
—¿Es decir?
—Cualquier utensilio, cualquier moneda o cualquier manuscrito que probase de modo evidente que el paraje no desapareció en el año 31 antes de Cristo, sino mucho después de esta fecha, de modo que la secta esenia disidente hubiera podido mantener relaciones con las primeras comunidades cristianas…
—Sí, es posible que estas pruebas, como usted las llama, no se hubieran producido.
Como si advirtiera que había hablado demasiado, el padre Millet se apresuró a despedirse. Se alejaba ya, con paso rápido, cuando advertí que me había quedado con la pequeña redoma de aceite rojo. Corrí para devolvérsela. La tomó y, luego, de pronto, con una súbita inspiración, me la devolvió.
—No, se la doy —declaró.
—Pero ¿por qué? —pregunté, estupefacto.
—No lo sé… Guárdela bien.
Su mirada era segura; vi sin embargo en ella cierta tristeza, casi una plegaria. Acepté el extraño don. «He aquí, al menos, una prueba que no va a desaparecer», me dije a mí mismo.
Unos días más tarde, nos encontramos con Shimon, que nos entregó nuestros pasajes para los Estados Unidos e Inglaterra, adonde debíamos ir para investigar sobre otros dos miembros del equipo internacional, Paul Johnson y Thomas Almond. Teníamos que ver también a Matti, que se hallaba en un coloquio en Nueva York.
—Buena suerte —nos deseó Shimon antes de separarnos—. Y, sobre todo, sed prudentes… Toma, Ary —añadió—, no olvido tu regalo de despedida.
Me entregó una funda de cuero que contenía una pequeña pistola. Ante mi aire sorprendido, puntualizó:
—Ten cuidado, está cargada. Creo que sabes utilizarla… Espero que no vayas a necesitarla, pero nunca se sabe, ¿verdad?
Antes de que yo hubiera tenido tiempo de reaccionar, me retiró de las manos la funda y me dijo:
—Os la enviaré por correo a vuestro hotel; pues, desde luego, no podéis llevar armas en el avión. Y sobre todo, antes de cada viaje, no olvidéis hacer lo mismo y mandarla al lugar adonde os dirijáis.
Tras ello, volvió a saludarnos y dio media vuelta. Al observarle alejarse, tuvimos una extraña sensación de incomodidad.