Qumrán 1 (15 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

—A mi entender —añadió Matti, con una sonrisa maliciosa—, estáis en el buen camino. Pero antes tenéis que ver a Paul Johnson.

—¿Sigue manteniéndose en contacto con él? —pregunté,

—A decir verdad, no. Trabajé con él lo bastante para saber que es un hombre de gran capacidad en el plano intelectual, pero decidí no volver a verle, tras cierto acontecimiento…

—¿De qué se trata?

—Fue un poco antes de que robaran los pergaminos, en una pequeña velada que organizamos en el museo. Johnson estaba aquella noche algo bebido. «Le propongo hacer un brindis —me dijo y, levantando su copa, añadió—: Bebo a la salud del más grande hombre vivo de esta segunda mitad del siglo XX: Kurt Waldheim.» Reconozco que casi me caí de la silla. Ya se habían producido las revelaciones sobre él en la prensa israelí, pero entonces yo no las creía. Pienso que Johnson no era trigo limpio, ya sabéis lo que quiero decir…

—¿Y no ha vuelto a verle desde entonces?

—Sí, claro, pero de lejos. Recuerdo especialmente una conferencia a la que asistí en 1988 y que reunió un concilio de universitarios encargados de vigilar el proceso de publicación de los manuscritos. Entre ellos estaba el director de la
Biblical Archeological Review
, Barthelemy Donnars. Es un personaje que frecuenta las conferencias arqueológicas, desde San Francisco hasta Jerusalén, y allí, instalado en las primeras filas, toma muchas notas en un pequeño cuaderno amarillo. Es un inconformista y un idealista que no acepta compromisos… Tras su apariencia risueña y verbo fluido, se oculta un carácter bien templado. En 1988, quedaban decenas de documentos no publicados que estaban en manos de Millet, Michel, Almond y Johnson, muchos materiales que Donnars quería ver comunicados a los equipos israelíes. Había acuciado a Johnson para que diera un calendario preciso de las futuras publicaciones. Éste, harto ya, anunció la próxima aparición de una obra titulada
Descubrimientos en el desierto de Judea
, a la que seguirían diez volúmenes que reagruparían distintos textos de Qumrán en los tres años siguientes, y otros diez volúmenes hasta el año 1996. Naturalmente, era irrealizable. En 1989, Barthelemy Donnars escribió un editorial titulado «Nunca lo conseguirán», verdadera declaración de guerra al equipo internacional. El artículo decía, en resumidas cuentas, que el tiempo de las explicaciones dilatorias, las excusas y los equívocos había pasado ya. Que aquel equipo que nada había publicado en treinta años nunca publicaría nada. Que el Departamento de Antigüedades de Israel se estaba haciendo cómplice de una conspiración de silencio. Que el único modo de poner fin a aquella obstrucción era permitir el libre acceso a los manuscritos de Qumrán a todo universitario competente. Donnars acabó siendo escuchado. Pero fue demasiado tarde para el rollo esencial, desaparecido en 1967.

Discutimos todavía un rato con Matti, luego nos separamos, avanzada ya la noche, contentos con todas las informaciones que habíamos podido recoger, convencidos de estar en el buen camino… Y sin sospechar que nunca volveríamos a verle vivo.

Al salir del hotel, que estaba en el centro de Manhattan, caminamos por la ciudad durante más de una hora. De hecho, no deseábamos visitarla, pero necesitábamos reflexionar sobre todo lo que Matti nos había dicho. Sin embargo, se nos contagió la agitación de la noche: eran casi las dos de la madrugada y las luces de la ciudad iluminaban, como una instantánea, el fugaz vuelo de las miradas que nada tenían que envidiar a la claridad que las envolvía.

Aquello constituía todo un mundo. El trazado geométrico de las calles no dejaba lugar para el vagabundeo. Mirando a lo lejos, al extremo de una arteria, era posible, de día, percibir el mar como un inaccesible azur, pero por la noche no parecía haber horizonte más allá de las Twin Towers. Uno junto al otro, deambulamos por las avenidas, intimidados por las gigantescas torres de Babel, de lisas paredes, cuyo diseño parecía cortado a cuchillo en el cristal y el plexiglás. Con los ojos levantados, a riesgo de tropezar, intentábamos imaginar lo que sería estar en lo alto de uno de aquellos rascacielos, fuérase el dueño del imperio o un simple
yuppy
que contemplara la ciudad con sus torres de aluminio, que observara los acompasados ascensos a las piedras de acero, los zigurats de escalones de cemento, cristal o asfalto, cuya imagen se ve reflejada, incesantemente devuelta de la una a la otra; desde arriba vería el centro atravesado por su pasión, la velocidad, profeta del porvenir, diosa de la ciudad; observaría a los humanos en movimiento, como animales, impelidos por el instinto de supervivencia y la locura carnívora; y también el dinero que, en aquella carrera frenética, provoca una tempestad mundial a partir de un pequeño interruptor electrónico, un chirimbolo. Muy arriba, en la cima de la isla, el hecho de tener a sus pies aquel mundo hormigueante de rabia y desesperación debía de ser embriagador.

No, pensé, no construyen esas torres para ver a Dios de más cerca; ni para rozar con la yema de los dedos su Santa Majestad. No lo hacen para mirar hacia arriba sino para poder ver mejor desde arriba hacia abajo. Es decir para comprender a Dios y, con una mirada, adoptar su punto de vista titánico, cósmico. Ver, como Él, a los hombres pequeños y ridículos agitarse, amarillos y negros como los insectos que infestan cada casa de la ciudad, pobre o lujosa, limpia o sucia, superpoblada o vacía; los de caparazón claro y reluciente, pequeños fugitivos de apresurados pasos, y los que jadean, apáticos, con su cuerpo viscoso. ¿Seríamos tan miserables, tan patéticamente repugnantes, hasta el punto de ser monstruosos?

Dejamos los barrios acomodados, de cegadores neones, para hundirnos un poco más en la noche. En el mes de marzo, aún hacía fresco y las aceras exhalaban bocanadas de vapor. En parte alguna encontrábamos silencio. El ruido de las sirenas —ambulancias, coches de bomberos o de policía— nos perseguía dondequiera que fuéramos, como si a cada uno de nuestros pasos se produjera una nueva catástrofe. Tomamos un taxi que circuló casi al azar y acabó dejándonos cerca del East Village, en Alphabet City.

Eran las puertas del infierno. Vagabundos harapientos, medio borrachos, medio dormidos, acurrucados en los peldaños de las escalinatas, parecían haber sido desenterrados, pues su piel, gris y violácea, estaba recubierta de mugre y su hedor era muy fuerte. Los humosos y atestados bares rebosaban, hasta el adoquinado, una abigarrada fauna de extrañas criaturas, vestidas de plástico y vinilo, con crines erizadas de puntas multicolores. Nos cruzamos con jóvenes de cabellos teñidos, rostro y cuerpo por completo tatuados o atravesados por anillos. Algunos, sentados en el suelo, agujereaban sus brazos ya magullados por decenas de pinchazos; otros vomitaban en las aceras, junto a la basura y los vagabundos; un hombre gritaba blasfemias en mitad de la calzada, sin que nadie le prestara atención. En el fondo de una calleja, unos individuos vestidos de cuero y cadenas peleaban con violencia junto a sus motos.

Era la mansión de los demonios, el cubil de todos los pájaros de mal agüero que las naciones abrevaban con su vino de furor. Era Babilonia, la dominadora de todos los reinos, que descubría sus trenzas, se levantaba el vestido y mostraba sus muslos, para que su desnudez fuera revelada. Bestias, pensé, viendo a las extravagantes criaturas saliendo de los bares, bestias de diez cuernos y siete cabezas, con diademas en los cuernos y blasfemos tatuajes en la cabeza; algunos parecían leopardos, cuya piel se hubieran puesto; otros tenían en la cara rastros de sangre. En la puerta de un club nocturno, un hombre de fantástico atavío, medio caballo, medio león, devoraba fuego para llamar la atención de los viandantes. Y a todos los que querían entrar en su antro, les ponía una marca en la frente o en la mano derecha, con el nombre que parpadeaba por encima de su cabeza:
666
. Al pasar junto a él, mi padre se estremeció. Tomándome del brazo, me arrastró con viveza hasta la otra acera.

—Salgamos de este barrio —dijo—, no sea que compartamos sus pecados y las plagas que le están destinadas.

Capítulo 2

Al día siguiente, tomamos el tren para dirigirnos a la Universidad de Yale, que está a una hora y media de Nueva York.

Vimos allí a varios arqueólogos con los que mi padre reanudó el hilo de viejas controversias iniciadas años antes. Sus colegas se extrañaban a menudo de verme a su espalda, vestido de negro, con mis tirabuzones que sobresalían del gran sombrero oscuro de ala ancha, y mi tímido aspecto, casi huraño. No comprendían cómo un hijo podía ser tan distinto de su padre, sin saber que, en el fondo, era idéntico a él, aun pareciéndome a todo lo que él no era. Con mi sombrero y mi pequeño salterio, del que nunca me separaba, llenaba todos los vacíos de mi padre. Era su complemento perfecto; era los vestidos que había dejado tras él al quitárselos. O tal vez, incluso, era su verdadera piel y él se había llevado sólo las ropas olvidando tomar su propio cuerpo. Siendo un hijo, yo era su pasado aun siendo su futuro. Mi padre no llevaba barba ni sombrero, y vestía pantalones ordinarios y camisas a cuadros. Pero no se sentía molesto al presentarme, a mí, su hijo, un hasid, un ortodoxo. Los profesores parecían preguntarse quién era la tapadera del otro, y debían de pensar que éramos una curiosa pareja.

Finalmente, nos recibió Paul Johnson en persona. Aquel sabio, reputado por su gran conocimiento de los padres de la Iglesia y de la teología medieval, era un hombrecillo que parecía joven a sus setenta años. Sus cabellos pelirrojos, que se habían aclarado con la edad, tenían reflejos de cobre rubio y apagado. Sus ojos verdes, que conservaban un fulgor de juventud, daban cierta calidez a su rostro. Contrastaban con su piel extremadamente pálida y arrugada, con las mejillas rojizas y los pequeños granitos rojos a uno y otro lado de la nariz, cuyas alas se veían estriadas por finísimas venillas sabiamente entrelazadas. Entorné los ojos para intentar captar el dibujo que formaban; distinguí tres letras hebraicas,
,
y
que podían formar la palabra
qarat
, «cortar».

Su escritorio estaba lleno de revistas, de trabajos históricos y biblias en una cantidad impresionante. Un pequeño lector de microfichas, colocado en una de las esquinas, le permitía visionar las fotografías de antiguos pergaminos.

Mi padre le pidió que nos hablara del equipo internacional.

—Yo lo fundé, con Pierre Michel —respondió—. Comencé a trabajar un poco antes que él, durante el verano de 1952. Al principio sólo limpiaba, preparaba e identificaba todos los rollos que se habían descubierto en las grutas. El material no era enorme: tal vez había unos quince. Abría una caja, tomaba un fragmento, lo metía en un pote para humedecerlo y, luego, lo colocaba entre dos cristales para enderezarlo. A menudo era preciso lavarlo: lo oscurecían cristales de orina, probablemente de las cabras extraviadas en las grutas. Lavaba los fragmentos más sucios con aceite de castor. Pero, pese a todos nuestros cuidados, cometimos un terrible fallo: utilizamos cinta adhesiva para hacer las uniones.

—Ahora los investigadores pasan horas y horas quitando los residuos de cinta adhesiva, pegajosa y endurecida, de los fragmentos —corroboró mi padre.

—Por aquel entonces no sabíamos que era un error grave; estábamos menos informados de las técnicas de restauración. Para nosotros, durante los tres primeros años, lo esencial era ante todo descifrar e identificar. Comencé a trabajar, bastante pronto, con Pierre Michel. Tenía un increíble talento para leer lo que parecía ilegible. Palabras muy raras de hebreo o de arameo le eran familiares. Tenía una total confianza en la precisión del análisis paleográfico aplicado al estudio de los manuscritos antiguos. Convencido de que las escrituras evolucionaban uniformemente a lo largo de los siglos, intentó establecer entre ellas una secuencia cronológica. Pudo así discernir en los fragmentos de Qumrán tres escrituras hebraicas distintas y sucesivas: la arcaica, entre el año 200 y el 150 antes de Cristo, la hasmonea, entre el año 150 y el 30 antes de Cristo, y la herodiana, entre el año 30 antes de Cristo y el 70 después de Cristo. Abarcaban períodos esenciales de la historia de Judea, desde la conquista seleúcida, hasta la destrucción de Jerusalén por los romanos. Eso nos permitió afirmar que los pergaminos pertenecían a la secta de los esenios, descrita por Filón, Flavio y Plinio el Viejo. Pero ustedes no ignoran todo eso. Díganme más bien en qué puedo serles útil.

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