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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (17 page)

El gabbai nos introdujo en calidad de solicitantes. Expliqué brevemente el motivo de nuestra visita, sin dar detalles precisos, como mi padre había pedido, y pregunté al rabí si debíamos proseguir nuestra búsqueda o abandonarla. Se retiró unos momentos para reflexionar, regresó luego, murmuró algo al oído de su ayudante y acabó inclinando la cabeza y diciéndonos:

—Deben continuar la búsqueda. Es peligrosa, pero prosigan.

Antes de despedirnos, nos dio su bendición posando sus manos en nuestras cabezas.

—Dios te ayudará —añadió dirigiéndose a mí.

Levanté la cabeza y encontré su mirada, penetrante bajo las espesas cejas que se unían a la imponente barba blanca.

Inmediatamente, como en un impulso de pudor, bajé los ojos. Entonces, acercándose a mi oído, agregó una frase que me heló la sangre en las venas:

—Cuida de tu padre; corre un grave peligro.

Antes de partir, depositamos el
pidion
, la retribución del consejo, en la cajita prevista al efecto.

A nuestras espaldas comenzaron a resonar unos cantos endiablados: las decisiones hasídicas terminan siempre con himnos y bailes de los discípulos, preferibles a las oraciones, pues son más alegres y más favorables a la realización de la devequt. Lancé una última mirada a mi espalda. A medida que nos alejábamos, percibíamos los «ah, oy, hey, bam, ya» repetidos con creciente intensidad. Se desprendía de aquel júbilo una especie de fuerza y de invencible solidaridad: yo sabía que, en aquel momento, los discípulos del rabí se sujetaban por los hombros o la cintura y comenzaban una danza que les llevaría hasta el trance. Me era fácil imaginar lo que en aquel momento ocurría en el patio hasídico: se formaban círculos mágicos de bailarines que no tenían comienzo ni fin, con el primer eslabón unido al último. Se entusiasmaban progresivamente con un ritmo cada vez más vivo. El calor se incrementaría y, muy pronto, tendrían que quitarse los pesados abrigos negros para quedar en mangas de camisa y realizar contorsiones cada vez más complejas. Los más ágiles formarían un pequeño corro en medio del gran círculo y los demás les verían danzar, como alucinados, y palmearían. En semejante ocasión, el ritmo, como el diablo en persona, no dejaría ningún cuerpo inerte y todos sucumbirían pronto a su magia negra.

Proseguimos nuestro camino hasta el hotel, sin volvernos más. Mi padre parecía tranquilizado por el consejo del rabí. Mientras que él había recobrado la voluntad de proseguir la misión que nos incumbía, yo estaba desesperado, sin ni siquiera poder decírselo: si hubiera querido que mi padre lo supiese, el rabí habría formulado en voz alta su advertencia. Además, nos incitaba a continuar. Por primera vez me sentía víctima de la angustia, que me ponía un nudo en la garganta y un peso en el estómago. Me encontraba, una vez más, traicionando a uno para no traicionar a otro. Mi padre acabó advirtiendo mi aspecto preocupado y me preguntó:

—¿Qué te ha dicho el rabí cuando te ha hablado al oído?

—Un secreto —le contesté—, de lo contrario, ¿por qué me habría hablado en voz baja?

Sumidos en nuestros pensamientos, no podíamos advertir que una extraña silueta vestida de negro nos seguía con discreción.

Permanecimos unos días más en Nueva York, recorriendo bibliotecas y universidades para hablar con sabios y arqueólogos. En todas partes nos decían que nuestra búsqueda era tan vana para la fe como peligrosa para nuestra vida.

Poco a poco, mi inquietud se disipó como se había desvanecido la de mi padre. Ahora me parece que, una vez desaparecidas las dudas y vencidas las cobardías, hay momentos en los que actuamos sin saber por qué, como por una necesidad interior, imperiosa e indefinida. Aunque una amenaza planeara en torno a los manuscritos, yo seguía sintiéndome invencible. Estaba orgulloso de mi padre y de mí mismo. Estaba convencido de que esta alianza de las generaciones era el secreto del poder y del éxito. Y, a diferencia de mi padre, aunque siendo más fervoroso que él, yo no creía en el demonio. No creía tampoco en el mal, pues creemos lo que vemos; y no lo había visto todavía con mis propios ojos. Estaba seguro de que la muerte formaba parte de esos mitos inventados por el hombre para dar miedo al hombre y someterle a los acontecimientos. El hombre, ese animal que necesita un dueño, había hallado en la muerte un dueño absoluto. Para él, era una ganga: nunca podría consolarse de aquel descubrimiento.

Yo no creía en la muerte, pues pensaba que el hombre era dueño de su destino.

Los acontecimientos, cuya malignidad no tiene igual, no tardarían en desengañarme y abrirme los ojos ante la abominación.

«Todo va al mismo lugar, todo ha sido hecho del polvo y todo vuelve a ser polvo.»

Finalmente decidimos marcharnos a Londres, para hablar con el investigador inglés Thomas Almond, uno de los cuatro miembros del equipo que poseía manuscritos, y el más accesible de ellos, ya que era agnóstico.

La mañana de nuestra partida, el recepcionista del hotel nos entregó un paquete que acababan de dejar. Contenía un pequeño fragmento de pergamino, de color muy oscuro. En aquel momento, no comprendimos quién nos lo había enviado. Era demasiado pronto para que se tratara del que Matti nos había prometido. Además, él nos habría hecho llegar una copia, no un original, puesto que no lo tenía. Debíamos también ocuparnos de mandar a Londres el revólver, antes de dirigirnos al aeropuerto. Decidimos pues dejar el examen para más tarde.

Aguardamos a que el avión hubiese despegado para sacar de nuevo el pergamino de su paquete. Mi padre lo abrió con precaución.

—Es extraño —dijo—, no veo de qué cuero de animal puede tratarse. Es demasiado oscuro para ser cordero o borrego. Nunca he visto un pergamino semejante.

En efecto, el pergamino, grueso y liso, apenas estriado, era blando, como si no se hubiera secado. Al contrario que los manuscritos de Qumrán, no era frágil ni estaba a punto de hacerse mil pedazos. El cuero en el que lo habían recortado, aunque curtido, era muy tierno, maleable, y se enrollaba con facilidad. Tenía un aspecto sorprendentemente fresco, como si el animal acabara de morir o lo hubieran matado hacía poco tiempo.

Desciframos las palabras inscritas en arameo. La tinta con que las habían trazado se corría de vez en cuando y adoptaba a veces el camino tenue, apenas discernible, de algunas arruguitas de la piel, subrayado por minúsculas estrías rojas que parecían sangre. Las palabras que descubrimos nonos eran desconocidas:

Este es mi cuerpo,

ésta es mi sangre,

la sangre de la alianza

derramada para la multitud.

—Se trata de la eucaristía, cuando, en los Evangelios, Jesús se identifica con el pan y el vino de la Pascua, y anuncia su calvario —explicó mi padre.

—¿Pero cuál es su interés? ¿Quién puede habernos enviado esto? ¿Y por qué razón?

—No lo sé. Si formara parte de los rollos de Qumrán, sería una prueba definitiva del vínculo entre los Evangelios y los pergaminos. Pero a éste ni siquiera le calculo seis meses de edad…

—¿Crees que alguien intenta burlarse de nosotros?

—O darnos miedo… Hacernos saber que nos vigilan.

Intrigados, nos inclinamos de nuevo sobre el pergamino para examinarlo. Decididamente, no se parecía a los que conocíamos. Diríase que las palabras habían sido grabadas por un buen escriba, pues las letras estaban bien formadas, aunque apresuradamente, sin haber tomado tiempo para trazar líneas. La textura, mucho más suave que la de los antiguos rollos, tenía algo turbador, familiar. Cuanto más la contemplaba más tenía la extraña sensación de haberla visto ya en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Había sido en un museo, en una reproducción, en casa de mi padre, en Israel? Sin poder explicarme el porqué, tenía la impresión de haberla visto recientemente. De pronto, interrumpiendo mis reflexiones, mi padre lanzó un grito de horror. Durante unos instantes, gotas de sudor frío corrieron por su frente sin que pudiera pronunciar una palabra.

—No es un pergamino… Ary… Es una piel —acabó diciendo.

—Claro que sí, una piel —respondí sin comprender.

—No, me refiero a… una piel humana.

Bajé de nuevo los ojos hacia aquel fragmento que mi padre sujetaba temblando. Y entonces comprendí. Un estremecimiento de terror me recorrió el espinazo. Reconocí la piel tostada, tan característica, de Matti.

Capítulo 3

Cuando llegamos a Londres, telefoneamos al hotel de Matti. Nos dijeron que había desaparecido desde hacía dos días y que la policía estaba buscándole.

Nos alojamos en un hotel, no lejos del Centro de Estudios Arqueológicos donde debía de trabajar Thomas Almond. Abrumados todavía por el terror, sentíamos que las piernas nos temblaban como tras una noche sin sueño. Encerrados en nuestra habitación, no sabíamos qué hacer. Mi padre acabó llamando a la policía para saber algo más. Le dijeron que Matti, probablemente, había sido raptado, pero que no habían encontrado su rastro. Por nuestra parte, nosotros no teníamos duda alguna sobre lo que le había sucedido. ¿Pero por qué razón le habían hecho aquello? ¿Le espiaban? ¿Alguien quería impedirle que nos entregara la copia del fragmento que nos había prometido? ¿Sabía algo más, que no nos había dicho? ¿Y por qué nos habían enviado aquella bárbara advertencia? No dejábamos de hacernos mil preguntas.

A primeras horas de la tarde, nos dirigimos al Centro de Arqueología, menos para proseguir nuestra misión que para salir y cambiar de ideas. A mi padre, que conocía muy bien el lugar, donde había efectuado varias estancias para sus investigaciones, le costó sin embargo reconocerlo. La arqueología se había informatizado; los expedientes, los planos, los fósiles estaban ahora en microfichas, más manejables y menos expuestos a roturas o accidentes. Un secretario nos informó que, desde hacía algunos años, Almond ya no acudía al centro. Permanecía en su casa, cerca de Manchester, ocupado en la traducción de los manuscritos y la redacción de un libro.

No estábamos todavía al cabo de nuestros esfuerzos. El domicilio de Almond se hallaba muy aislado. Después del tren, tomamos un autobús que nos dejó en medio de un descampado. Luego, tuvimos que caminar varios kilómetros a través del bosque. El tiempo era sombrío y amenazaba lluvia. Inquietantes ruidos, de lechuza, de negros pájaros que emprendían súbitamente el vuelo, siniestros crujidos de madera seca seguían, sin descanso, el mismo camino que nosotros. Finalmente, la vimos al volver un recodo.

Era una casita de ladrillo gris, medio enterrada entre la maleza. Llamamos a la puerta. Un hombre de unos cincuenta años, de negra barba y cabellos muy largos, con ropas oscuras, apareció en el umbral. Mi padre se presentó como profesor de Arqueología en la Universidad de Jerusalén. Explicó el motivo de nuestra visita y resumió nuestra entrevista con el padre Johnson. Sólo entonces nos dejó entrar Almond.

El interior de la vivienda era un santuario de reliquias polvorientas y viejas como Matusalén, esparcidas por el suelo, colgadas de las paredes o amontonadas en las mesas. Almond enseñó a mi padre algunas piezas raras, manipulándolas con guantes, como un horticultor ausculta las flores frágiles. Era un amante de la arqueología, un investigador algo loco, el tipo de hombre sumido en sus trabajos y que, sin ellos, sin duda estaría perdido. Señaló una vieja mesa, al fondo de la sala, donde se hallaban los fragmentos que le habían dado para traducir. Mi padre y yo les lanzamos la misma mirada llena de avidez, que nos costó contener.

Entonces, por primera vez, los vi de verdad. Eran unos viejísimos pergaminos cubiertos de una pequeña caligrafía hebraica, negra y prieta, sin márgenes, sin párrafos y sin puntuación, que se extendía como una línea intermitente que, sin embargo, proseguía inconmovible su camino. A veces se lanzaba hacia arriba, al albur de una
lamed
alargada o de una
yod
suspendida, pero era tan sólo para recuperar mejor la invisible línea recta, como si trazara un surco de virtud. Era un pergamino delicado como el papel, soluble y frágil como el mantillo y, no obstante, había sobrevivido más de dos mil años. Era quebradizo y tenaz como la moral judía, expuesto y orgulloso de su debilidad como un rostro descarnado. Me recordó la redoma de aceite que los macabeos habían encendido en su templo saqueado por los soldados griegos y cuya llama, en vez de extinguirse al cabo de unas horas, había perdurado ocho días: era el milagro de Hanuka, gracias al que había podido cumplirse el ritual del Templo, a pesar de la guerra. Y lo que estaba viendo me pareció el milagro de los pergaminos.

Nos inclinamos y desciframos en silencio:

Y formo yo parte de la humanidad impía,

de la asamblea de la carne de perversidad.

Mis iniquidades, mis faltas, mis pecados, mi descarriado corazón,

me condenan a la asamblea de podredumbre,

a quienes andan en tinieblas.

Pues no le toca al hombre dirigir su ruta,

y nadie puede fortalecer sus pasos.

A Dios le corresponde el juicio,

su mano procura una conducta perfecta

y por su conocimiento todo adivino.

Dispone todo lo que adviene según su designio,

Y sin él, nada se hace.

—Miren éste —nos dijo mostrando otro manuscrito que parecía más sólido que el que estábamos leyendo—. Es el
Pergamino de cobre
. Cuando lo encontramos, estaba tan retorcido, pegado sobre sí mismo, que era imposible desenrollarlo. Pero puse a punto un ingenioso sistema que permitió dividirlo en pequeños fragmentos. Vean —añadió enseñándonos una curiosa máquina compuesta por una sierra y unos raíles—. Una aguja corta longitudinalmente el pergamino, luego una carretilla sobre raíles lo lleva directamente bajo la sierra circular. De este modo, el manuscrito es el que gira y la sierra permanece en la misma posición. Un ventilador quita el polvo y una lupa permite controlar la profundidad del corte. Para impedir que el rollo se parta en un centenar de minúsculos fragmentos cuando la hoja lo toca, el exterior está rodeado por una cinta adhesiva y caldeado de modo que la piel permanezca flexible. El corte de la cuchilla es bastante limpio y, como pueden comprobar, diametralmente opuesto a los bordes del pergamino. De este modo, hay un margen entre las dos columnas de escritura. Se pueden cortar con precaución tantas letras como se deseen. Y éste es el trabajo —concluyó tendiéndonos con orgullo un pequeño fragmento.

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