Qumrán 1 (16 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

—Querríamos saber cómo obtuvo usted el manuscrito que entregó a Pierre Michel, aquel que fue tema de su conferencia de 1987 —contestó mi padre abruptamente.

Johnson, algo sorprendido, respondió:

—Por el obispo Oseas. Era nuestro proveedor habitual, salvo cuando nosotros mismos íbamos a recuperar los fragmentos en el interior de las grutas. Pero ¿por qué quieren saberlo?

—Porque el manuscrito pertenece al Museo de Jerusalén; e intentamos recuperarlo. ¿Ignoraba usted que se trataba del mismo pergamino que había sido adquirido por Matti, depositado en el museo y robado poco después?

—Por aquel entonces, sí. No había tenido tiempo de mirar el pergamino comprado por Matti, a quien había ayudado en sus complicados tratos con Oseas. ¿Cómo podía saber que era el mismo que Oseas quiso venderme más tarde? Sólo me enteré tras la conferencia de Pierre Michel, por boca de Matti, que me explicó que quería recuperarlo. Pero el manuscrito en cierto modo, se había volatilizado… con Pierre Michel.

—¿Y lo leyó usted después de haberlo comprado?

—Lamentablemente, no. Los caracteres estaban invertidos, como en un espejo, y era difícil llevar a cabo una lectura. Lo confié primero al investigador polaco del equipo, Andrej Lirnov. Él se lo entregó a Pierre Michel antes de suicidarse.

—¿Cree que su suicidio tuvo relación con lo que había leído?

—Es posible. No lo sé. Me hubiera gustado leerlo tanto como a usted, por interés científico y también teológico. Aunque me inclino a pensar que tal vez sea mejor así —añadió con cierta vacilación.

—¿Cómo es eso?

—La conferencia de Pierre Michel me sorprendió mucho. Hacía ya cierto tiempo que no me comunicaba los resultados de sus investigaciones, pese a que antes solía hacerlo. Me hice ciertas preguntas sobre su salud… mental. No sería sorprendente… con todos aquellos acontecimientos…

—¿Qué acontecimientos? —preguntó mi padre, obstinado.

Johnson nos miró con ira y replicó con brusquedad:

—Esos manuscritos están embrujados. Desde el asunto Shapira, todos los que se han acercado a ellos han sido maldecidos. Se suicidan. Mueren violentamente. Como Lirnov. Como Oseas. Se dice que murió apuñalado, pero es falso.

—¿Cómo murió a su entender? —pregunté yo.

—Le crucificaron.

—¿Cómo lo sabe? —insistió mi padre.

—Tengo mis fuentes de información.

Lancé a mi padre una mirada interrogativa y él me hizo un inequívoco signo que me heló la sangre en las venas.

—No sólo no sé nada del manuscrito que falta —prosiguió Johnson—, sino que tampoco pienso que sea importante. Diez años después de los primeros descubrimientos, nació una nueva ciencia, la qumranología, con una bibliografía de dos mil títulos. En todas partes del mundo hay revistas y estudios qumránicos, institutos de investigación, innumerables libros. De modo que ese último manuscrito es una gota de agua en el océano qumránico, de la que no me preocupo. Y dudo que aporte algo nuevo en relación con los demás manuscritos que, por su parte, no hacían ninguna revelación notable referente al cristianismo o al judaismo antiguos.

—Muy al contrario, si tanta gente se apasiona por esos textos, un manuscrito perdido resulta de un interés considerable —repliqué.

—¿Considerable para quién? La relación entre el esenismo y el primer cristianismo fue observada ya por los filósofos del siglo XVIII, que afirmaban que el cristianismo era un aspecto del esenismo. El rey Federico II escribió a D'Alembert, en 1790: «Jesús era exactamente un esenio». Corría el Siglo de las Luces. Se deseaba desmitificar, derribar los fundamentos de la religión. ¿Quieren ustedes hacer lo mismo? ¿No es éste un combate de otro siglo?

—Queremos llegar a donde la verdad nos lleve —respondió mi padre.

—¿Y creen que les lleva a una revolución? La religión ha pasado por muchas, y siempre ha vuelto a levantarse. —Se incorporó de pronto, con el rostro contraído por la cólera—. ¿Qué desean en el fondo? ¿Poner en cuestión la originalidad del mensaje cristiano? ¿Remover los fundamentos del dogma?

—La Iglesia no puede ya negar la importancia de las revelaciones proporcionadas por los manuscritos —contestó mi padre pausadamente—. Por ejemplo, la del Maestro de Justicia de nombre desconocido, que había roto evidentemente con el judaismo oficial y el culto del Templo, y que al parecer fue perseguido por un «sacerdote impío». ¿Quién era? ¿Fue ejecutado o crucificado, incluso, como sugiere la expresión de los pergaminos «colgado vivo de la madera»? ¿Tiene relación con Jesús? ¿Es una blasfemia decir que, tal vez, el Maestro de Justicia y Jesús sean una misma persona? ¿Y qué decir, así mismo, de Juan Bautista? No cabe ya duda de que el profeta del desierto, que bautizó a Cristo, estuvo al menos en relación con los esenios que también vivían en el desierto y predicaban el bautismo.

—Pero Juan pudo ser perfectamente un anacoreta, un eremita solitario y no el miembro de una comunidad. Y no olvide que Jesús predicaba la buena nueva, mientras que los esenios tenían una doctrina esotérica. Por mi parte, diría que los documentos de Qumrán no ilustran el cristianismo sino el medio donde nació, es decir el judaismo del siglo I. Por lo que respecta a la doctrina esenia, nadie la conoce, desapareció con sus últimos fieles tras la revuelta de los judíos contra los romanos, cuando Qumrán fue destruido por un terremoto.

—Los esenios decidieron vivir al margen porque sentían una declarada hostilidad hacia el Templo. Además, esperaban el fin del mundo y estudiaban con ardor la literatura apocalíptica.

—El cristianismo nació, efectivamente, en una atmósfera de espera mesiánica.

—Necesitamos saber más y por eso queremos el pergamino que falta —prosiguió mi padre—. Que se confiscaran algunos documentos descubiertos en 1947 y que ninguna publicación permita tener conocimiento de ellos es un escándalo.

—¿Qué más quieren? —repuso Johnson, cada vez más furioso—. Tienen ustedes los manuscritos de las grutas una a once; en 1951, los americanos habían editado ya tres de los cuatro manuscritos del convento de San Marcos: un primer
Pergamino de Isaías
, el
Comentario de Habacuc
y el
Manual de disciplina
. A ello puede añadirse la edición postuma de los textos sobre los que había trabajado Ferenkz: el segundo
Pergamino de Isaías
, el de
La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas
, y los
Himnos
. Cuatro manuscritos del convento de San Marcos, transferidos a Estados Unidos en 1948, fueron luego adquiridos por Israel que les construyó, incluso, una especie de templo del libro en su museo nacional, en Jerusalén.

—Lo que queremos es ese manuscrito, no los que ya tenemos —respondió mi padre con sequedad. Reflexionó un instante y luego añadió en tono más suave—: Pero sin duda temen ustedes por su fe. ¿Es la Comisión Bíblica Pontificia la que les ordena actuar así? Me refiero a la Congregación para la Doctrina de la Fe, para la que usted trabaja.

—Ciertamente —contestó Johnson enseguida—. Sus manejos no me engañan; quiere usted quebrantar siglos de fe en nuestro Señor. Es con usted con quien llega el escándalo.

Diciendo estas palabras, nos señaló la puerta con gesto amenazador, indicando con ello que la entrevista había terminado. Salimos, medio despechados, medio asustados.

Mi padre parecía abatido. Rendía culto a las antigüedades y, de pronto, veía que los pergaminos estaban dispersos por el mundo, entre cuatro investigadores; y todos parecían llevar la turbación y el terror en el alma. Unos hombres habían muerto, salvajemente asesinados, otros se volvían locos, se suicidaban. Aun siendo un científico de método riguroso, ateo y racional, mi padre creía sin embargo en las señales del cielo, de modo casi supersticioso. Eso era algo que siempre me había parecido curioso: aquel hombre desprendido de cualquier religión se empeñaba en no contrariar lo que denominaba el orden de las cosas que, para mí, no era más que el orden divino. Su desaliento me asombraba. Conocía su interés por la investigación y los descubrimientos, y no comprendía por qué pensaba, sin haberlo intentado realmente, que nunca podríamos encontrar el manuscrito y que si por casualidad lo conseguíamos, sólo lo haríamos para nuestra mayor desgracia. De hecho —más tarde lo comprendí— mi padre había conservado de su infancia el temor al demonio que le habían inculcado, y que permanecía arraigado en él, como una escoria en su desencantado universo científico: temía que los pergaminos estuvieran habitados por Satán.

—Muy al contrario —le dije—. Al contrario de lo que el padre Johnson afirmó, esos manuscritos deben de tener un contenido precioso, y creo incluso que él debe de saberlo. Es una señal de que debemos proseguir.

—No lo sé. No sé ya por dónde comenzar.

—¿Qué es ese asunto Shapira, al que aludió Johnson? —pregunté.

—El asunto Shapira… Durante el verano de 1883, en Londres sólo se hablaba del descubrimiento de dos manuscritos antiguos, hebreos, del Deuteronomio, escritos en cursiva hebraico-fenicia, la escritura que se conocía por la famosa estela moabita de Mesa y que se hace remontar a los alrededores del siglo IX antes de Cristo. Se trataba de quince o dieciséis largas franjas de cuero, primitivamente dobladas, que Shapira se había traído de Palestina. Se las ofrecía al British Museum por un millón de libras. Durante varias semanas, la prensa inglesa consagró al acontecimiento artículos casi cotidianos y publicó incluso la traducción de los textos. Los curiosos acudían en masa al museo, donde se exponían algunos fragmentos. El primer ministro Gladstone, gran aficionado a las antigüedades, acudió también allí y se encontró con Shapira.

»Moisés Wilhelm Shapira, judío polaco convertido al cristianismo, había practicado durante largo tiempo el comercio de antigüedades y manuscritos en Jerusalén. Había abastecido las bibliotecas de Berlín y Londres de textos hebreos, la mayoría originarios de Yemen. Había descubierto incluso un comentario sobre el
Midrash
de Maimónides.

»Pues bien, por las circunstancias de su descubrimiento, los pergaminos de Shapira recuerdan extrañamente los del mar Muerto. Durante una visita al jeque Mahmud el-Arakat, en julio de 1878, Shapira había sabido que los árabes, refugiados en las grutas del Usadi el-Mujin, cerca de la orilla oriental del mar Muerto, en el antiguo territorio de la tribu de Rubén, habían descubierto allí unos escritos sobre nigromancia. Éstos, como los de Qumrán, estaban protegidos por varias vueltas de tela, a todas luces muy antigua. En resumen, pidió al jeque tener acceso a los manuscritos y descubrió una transcripción de las últimas palabras pronunciadas por Moisés en la llanura de Moab. Shapira explicaba el sorprendente estado de conservación de los textos por la notable sequedad de las grutas, bien conocida por los beduinos.

»Sin embargo, su reputación se vio manchada por la venta al Museo Real de Berlín de ídolos moabitas que un comité de expertos consideró falsos. Inquietos, los ingleses decidieron convocar una reunión de especialistas para examinar de nuevo los pergaminos. El primero que negó la autenticidad de los manuscritos fue Adolf Neubauer, que estaba en contacto con los expertos berlineses. El golpe de gracia fue propinado por Clermont Ganneau, un arqueólogo francés antisemita. Finalmente, se condenaron los fragmentos en un informe oficial que precisaba que el compilador del texto hebreo debía de ser un judío. Poco después, Shapira se suicidó en Holanda, en un sórdido hotel de Rotterdam.

—Un nuevo muerto a causa de los manuscritos… —comenté.

—Sí, el primero sin duda. Y tal vez no el último. El hecho más turbador es que nunca se han encontrado los manuscritos. Parecen haber desaparecido en Holanda, con Shapira. Mira, es idiota —añadió—, pero a mi entender eso da miedo.

—¿Por qué? ¿Johnson y la Congregación para la Doctrina de la Fe te han convencido de que los pergaminos están embrujados? ¿Crees que los manuscritos son el origen de una nueva herejía?

—Tal vez. Esa crucifixión me da miedo. ¿Quién puede haberla cometido? Los cristianos, no tendría sentido. ¿Los judíos? El
Comentario de Nahúm
alude a hombres colgados vivos, es decir crucificados. Aunque este suplicio esté prohibido por la ley judía, sabemos sin embargo que Alejandro Janneo lo utilizaba bastante. También es posible que los judíos, crucificados en gran número por Antioco IV Epifanes, hayan imitado a sus perseguidores durante las guerras macabeas y más tarde; pero es una hipótesis que no se ha verificado… La hipótesis más verosímil siguen siendo los romanos…

—Pero ya no hay romanos —exclamé—; eso fue hace miles de años. Hoy no es lo mismo. Puede haber sido un loco cualquiera… Creo que deberíamos pedir consejo al rabí de Williamsburg. Él podrá decirnos si debemos proseguir o detenernos.

En realidad, no sé lo que me impulsó a hacerle esta proposición. Tal vez fue verle en semejante perplejidad. Tal vez por un simple reflejo hasídico. Me miró con una expresión de sorpresa mezclada con interés.

—¿El viejo rabí al que vimos el último Sabbath?

Parecía tan desamparado que no pudo resistir mucho tiempo mis esfuerzos por convencerle.

«Dos valen más que uno. Pues tienen más recompensa por su trabajo. Pues si uno cae, el otro levantará a su compañero; pero ay de quien esté solo pues, si cae, no habrá nadie para levantarle. Pues si alguien es más fuerte que el uno o el otro, los dos podrán resistírsele, y no es fácil que se rompa la cuerda de tres cordones.»

Como mencioné al rabí, a mi rabí de Israel, obtuvimos enseguida la audiencia que habíamos solicitado. Entramos en la pequeña casa de Williamsburg donde se reunía el tribunal. En la habitación donde el rabí pronunciaba los veredictos, los discípulos estaban sentados en el suelo, con el sombrero echado hacia la nuca, atentos a la menor palabra del maestro. El
gabbai
, el ayudante del rabí, iba y venía entregándole, de vez en cuando, un
kvtitl
, una petición escrita. El rabí podía dar consejos tanto sobre un asunto comercial, una terapia médica o un eventual matrimonio que, si no le parecía oportuno, tenía todas las posibilidades de ser anulado. El rabí no había visto antes a las partes presentes, que podían proceder del mundo entero; era posible, incluso, que las peticiones se hicieran por teléfono, desde Europa o Israel, cuando las personas no podían desplazarse. Y el rabí, que no conocía a nadie, pero sabía muchas cosas, tenía siempre respuesta para todo.

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