Qumrán 1 (20 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Por la tarde salimos de Londres hacia París. Desde el taxi que nos llevaba al aeropuerto, entrevimos por fin la ciudad que no habíamos tenido tiempo de visitar siquiera. Era una joya ornada de edificios de los siglos pasados que yo nunca había visto y que me parecieron sorprendentemente espléndidos y brillantes. Comparada con nuestras preciosas reliquias, era una ciudad moderna. Pero comparada con Nueva York, cuya posmodernidad me había desconcertado un poco, resultaba casi antigua. Por primera vez en mi vida, veía monumentos. En Israel tenía muros, sarcófagos, parajes abandonados o ruinas, vestigios, pero no verdaderos monumentos. Israel era una superposición de capas históricas, de ciudades arrasadas y reconstruidas que habían sufrido la erosión de los años, las guerras y el abandono. Pero en Londres, los edificios y las casas antiguas se erguían orgullosamente, desafiando las pasiones humanas, vanas y efímeras, usurpando al tiempo su supremacía absoluta, de modo que ellas mismas se convertían en su más evidente y real encarnación.

En el barrio de Carnaby Street, los
punks
paseaban su tedio por las calles. Algunos iban peinados como iroqueses, con los cabellos erizados en arco y con mechas rosas, azules y violetas. Llevaban cadenas que colgaban de sus vaqueros y sus chupas de cuero agujereadas que cubrían camisetas con agresivas consignas. Sus apagados ojos mostraban un fulgor sin esperanza. Se me ocurrió que aquel barrio, parecido a Mea Shearim por su población distinta, marginal y curiosamente comunitaria, aguardaba también el fin del mundo. A su modo, aquéllos eran también los soldados de la nueva alborada, los visionarios de la decadencia, los sacrificados apóstoles de los tiempos futuros.

Obsesionado todavía por terribles visiones, en el avión que nos llevaba a París me esforzaba por estudiar una página del Talmud, para tranquilizar mi espíritu. El estudio era para mí como un vino embriagador que me llevaba más allá de las Escrituras. Por ello, como cualquier hasid, desconfiaba un poco de él: el Talmud es una especie de escrito nunca escrito, siempre recomenzado, contradicho, retomado y refutado de nuevo, sin resultado ni dogma. Es como una novela de misterio donde cada página se proyecta con ardor hacia la que sigue, y así sucesivamente; y como un libro de filosofía, donde cada hoja, cada línea, cada palabra tiene su importancia y exige una especial atención para ser comprendida. Pero, a diferencia de un
thriller
, no tiene final: aunque se hubieran leído todos los tratados y todos los volúmenes, eso sólo sería una lectura, y quedarían por descubrir mil interpretaciones más de los mismos párrafos.

Por ello, el estudio, como las novelas, aleja el espíritu de la contemplación de lo Divino. Tras cada hora de lectura, el hasid se recoge para pensar en Dios. Pero, en aquellas circunstancias, yo necesitaba precisamente evadirme.

Mi padre se inclinó sobre mi hombro y me preguntó qué tratado estudiaba. Levantando la cabeza para contestarle, divisé un gran titular en el periódico que su vecino estaba leyendo:

CRUCIFIXIÓN EN LONDRES

Alarmado, mi padre pidió un periódico a la azafata. Juntos leímos el artículo:

Un investigador paleógrafo fue asesinado la noche pasada, al parecer por un maníaco. El profesor Thomas Almond preparaba una obra sobre los descubrimientos de los manuscritos de Qumrán. Su asesino, que todavía no ha sido identificado, lo crucificó en una gran cruz de madera. Los detectives de Scotland Yard, que no comprenden el sentido de este gesto, están llevando a cabo una profunda investigación.

Volvimos a leerlo, para intentar convencernos de que no era cierto. Era como si, de pronto, retrocediéramos dos mil años. La realidad daba alcance al estudio y a la investigación. El espanto de mi padre aumentaba ante la idea de que aquello hubiera sucedido tan poco tiempo después de nuestra visita, como si el asesino nos siguiera para sembrar la muerte a nuestro paso.

Por mi parte, estaba aterrorizado.

El artículo decía que el crimen había sido cometido la noche anterior y yo sabía que, probablemente, no me había separado de Almond antes del amanecer. Pero no recordaba nada, salvo haberlo visto vivo antes de medianoche. ¿Acaso había asistido a su ejecución, sin conocimiento? ¿Qué había podido ocurrirme para perder así conciencia de lo que estaba haciendo?

«Grita como si tuvieras una trompeta en la boca. El enemigo llega como un águila contra la casa del Eterno, porque han violado mi alianza y han pecado contra mi fe.»

La agitación de mi padre cedió. Se mantenía ahora más inmóvil que una piedra, como si supiera que la fatalidad que rodeaba aquellos pergaminos tenía que ejercer su implacable dominio, costara lo que costase.

«Entonces comencé a pensar en todas las opresiones que existen bajo el sol; y he aquí las lágrimas de aquellos a quienes se oprime y de aquellos que no tienen consolador, y la fuerza está del lado de los que les oprimen; no tienen así consolador. Por ello estimo más a los muertos que están ya muertos que a los vivos que permanecen todavía en vida.»

CUARTO PERGAMINO
El Pergamino de la mujer

La mujer profiere vanas palabras,

y en su boca hay plenitud de extravíos.

Intenta constantemente aguzar sus palabras,

y burlonamente halaga,

pero sólo para burlarse al mismo tiempo.

La perversión de su corazón produce la impudicia,

y la de sus caderas.

Al acercarse a ella, aquellos a quienes el mal mancilla

adquieren la perversión.

Descienden para cometer la impiedad

donde sus pies se hunden,

y, caminando con la culpa de la rebelión,

llegan a los cimientos de tinieblas.

Una multitud de rebeliones

se oculta en el vuelo de su vestido;

Sus túnicas son lo más profundo de la noche,

y sus ropas, sus sayas son las oscuridades nocturnas,

y sus atavíos golpes de la Fosa.

Sus lechos son las yacijas de la Fosa,

y sus sábanas las profundidades de la tumba.

Sus moradas son lechos de tinieblas,

y en lo más profundo de la noche

están sus dominios.

Entre los cimientos de oscuridad

tiene la tienda donde mora,

y permanece en las tiendas del lugar del silencio,

entre las llamas eternas,

sólo para ella entre las brillantes luminarias.

Sí, ella es el principio de todas las vías de perversión:

¡Ay! ¡Desgracia para quienes la posean

y ruina para quienes la tengan!

Pues sus vías son vías de muerte,

y sus caminos, senderos de pecado;

sus rutas extravían en la perversión,

y son sus pistas culpa de rebelión.

Sus puertas son puertas de muerte,

camina a la entrada de su casa:

al Sheol regresan quienes entran en su casa,

y todos los que la poseen bajan a la Fosa.

Sí, en secretos lugares se embosca

[…]

En las plazas de la ciudad

se mantiene velada,

y en las puertas de las urbes se aposta,

sin que nada le inquiete.

Sus ojos miran aquí y allá,

y levanta los parpados con aire impúdico,

para mirar a un hombre justo con el fin de seducirle

y a un hombre fuerte para que tropiece,

a los rectos para que tuerzan su camino

y a los elegidos por la justicia

para que dejen de cumplir el Precepto.

A los que son de carácter firme,

para que se vuelvan vanidad

a causa de la impudicia,

y a quienes van por el recto camino

para que cambien el Decreto;

con el fin de que los humildes pequen lejos de Dios

y dirijan sus pasos lejos de las vías de justicia;

con el fin de introducir la insolencia en su corazón,

como si no se hubieran alineado en el recto camino;

con el fin de extraviar a los humanos

por las vías de la Fosa

y seducir con halagos a los hijos del hombre.

Pergaminos de Qumrán,

Trampas de la mujer.

Capítulo 1

Cuando, tras la creación, Dios puso al hombre en el jardín del Edén, vio que no era bueno que estuviese solo. Tomó entonces una de sus costillas, e hizo la mujer. El hombre, advirtiendo que ésta era el hueso de sus huesos y la carne de su carne, se unió a ella, y se amaron, y se convirtieron de nuevo en una sola carne. Fue entonces cuando apareció la serpiente, que tentó a la mujer, que convenció al hombre para que errara.

¿Era pues preciso que el mal se inmiscuyera por medio del amor? Pero el pecado original no era el de la unión del hombre y la mujer. Se había introducido a través de ella, como una enfermedad que se extiende, de la serpiente a la mujer, y de la mujer al hombre. Después del amor.

Jesús decía: «Amaos los unos a los otros». También decía que nadie siente amor más grande que quien se desprende de su vida por aquellos a quienes ama. ¿Por qué entonces tanto odio, siempre?

Pensé que la respuesta a estas preguntas podía hallarse en un libro del que yo había oído hablar mucho —a mi padre, con frecuencia—, sin haberlo leído nunca, y que, sin embargo, todo el mundo conocía, leía y citaba incluso sin saberlo.

Me refiero a los Evangelios. En la yeshiva, nos prohibían su lectura como la de todos los textos que no estuvieran vinculados a la cultura judía ortodoxa, como la mayoría de los ensayos y la totalidad de las novelas.

Ahora bien, yo advertía confusamente que estos castigos se reanimaban y que se revelaba una noticia. Por ello, en cuanto llegué a Francia, sólo tuve una idea:, comprender lo que ocurría. Quería saber. El rabí que, no obstante, decía que era preciso formular las preguntas sin vergüenza y hallar las soluciones sin miedo, no habría podido admitirlo. Nos estaba formalmente prohibido leer los Evangelios e, incluso, pronunciar el nombre de Cristo.

En cuanto llegamos a Francia, compré una traducción al hebreo de esos textos prohibidos. Cuando la abrí, sentí que el corazón me palpitaba en el pecho. Mis manos temblaron cuando volví las páginas. Sabía que no hubiera debido hacerlo. Y sin embargo, era necesario. ¿Me está permitido decirlo? Aquella lectura tenía el sabor amargo y delicioso de las cosas prohibidas. Por fin iba a saber.

Lo que descubrí me sorprendió más de lo que podría decir, no por su extrañeza sino por su singular familiaridad. Intentaré transcribir lo que leí, tal como mi memoria me lo entrega, porque es una falta que no volví a cometer nunca.

Había nacido en Belén, en Judea, en tiempos del rey Herodes: «y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ciertamente la más pequeña de las poblaciones de Judá; pues de ti saldrá el jefe que apacentará Israel, mi pueblo». Era hijo de José y de María, que lo había concebido por obra del Espíritu Santo, como había predicho el profeta: «he aquí que la Virgen concebirá y parirá a un hijo al que dará por nombre Emmanuel, que se traduce por "Dios con nosotros"».

Tras su nacimiento, unos magos, advertidos por señales mágicas, llegaron de Oriente. Ya en Jerusalén, preguntaron dónde estaba el rey de los judíos que acababa de nacer y al que venían a rendir homenaje. «Cuando nació apareció una estrella en el este y recorrió los cielos, los magos fueron a decirle al rey que era el anuncio del nacimiento de un niño con un gran destino. Presa del terror, el rey hizo buscar a sus consejeros, que pensaban que era necesario matar al niño.» Hablaron con el rey Herodes que convocó a los rabinos; éstos dijeron que el rey de los judíos iba a nacer en Belén, como habían dicho los textos. Se pusieron entonces en camino hacia Belén. En el cielo les guiaba un astro y, gracias a él, hallaron la casa donde estaba la joven recién parida, María, madre de Jesús, y le rindieron homenaje. Luego se marcharon, dejando a sus espaldas bocanadas de incienso y hojas de mirra. «Y traerán oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Eterno.»

Entonces José tuvo un sueño que le ordenó huir a Egipto, pues Herodes iba a buscar al niño para hacerlo perecer. «Una voz se hizo oír en Rama, llanto y un largo lamento; es Raquel que llora por sus hijos y rechaza todo consuelo, pues ya no existen.» Permanecieron en Egipto hasta la muerte de Herodes, luego volvieron a Galilea para vivir en una ciudad llamada Nazaret. «Y será llamado el Nazareno.»

Estaba también Juan el Bautista proclamando en el desierto de Judea que había que convertirse, pues se aproximaba el reino de los cielos. «Una voz grita: "¡Preparad en el desierto el camino del Señor, haced rectos sus senderos!".» Juan llevaba ropas de piel de camello y un cinturón en los riñones. Se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Todos acudían a él para que los bautizara en el Jordán y para confesar sus pecados. Como veía que muchos fariseos y saduceos pedían su bautismo, les exhortaba al arrepentimiento.

Apareció entonces Jesús, llegado de Galilea hasta el Jordán para que Juan le bautizara. Durante el bautismo, Jesús vio el espíritu de Dios con las apariencias de una paloma; recordó el pájaro de paz de Noé y, más lejos todavía, el espíritu de Dios como un soplo sobre la creación. Luego fue llevado al desierto para ser tentado tres veces por el diablo. Pero, recordando los versículos de la Biblia y de los profetas, salió vencedor de aquella prueba. «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él rendirás culto.»

Tras saber que Juan había sido entregado, Jesús volvió a Galilea, luego fue a Cafarnaum, a orillas del mar. «Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, ruta del mar, país más allá del Jordán, Galilea de las naciones. El pueblo que se hallaba en las tinieblas ha visto una gran luz: para quienes se hallaban en el oscuro país de la muerte, se ha levantado una luz.»

Recorriendo Galilea, rodeado de sus discípulos, enseñó en las sinagogas, proclamó la buena nueva y curó con milagros cualquier enfermedad y cualquier dolencia. Grandes multitudes iban a escucharle. Entonces, subió a la montaña y proclamó las «Bienaventuranzas». «El Señor está listo para quienes tienen roto el corazón, y salvan a quienes tienen el espíritu en el abatimiento, y los humildes poseerán la tierra.» No había venido a derogar la ley de los profetas, sino a cumplirla. Curó a un leproso, a un centurión, a la suegra de Pedro, a la hija de un notable, luego a dos ciegos y a un poseso que había enmudecido. «Él se hizo cargo de nuestras dolencias y se encargó de nuestras enfermedades.»

Hablaba con alegorías, como en los salmos y en el
Midrash
; pues proclamaba cosas ocultas desde la creación del mundo. «Por mucho que escuchéis, no comprenderéis; por mucho que miréis, no veréis. Pues el corazón del pueblo se ha encallecido; se han vuelto duros de oído, se han tapado los ojos para no ver con sus ojos, para no oír con sus oídos, para no comprender con su corazón y para no convertirse. ¡Y yo los habría curado!»

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