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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Qumrán 1 (22 page)

Calló y, luego, añadió en voz algo más baja:

—De hecho… cuando trabajaba en la
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, sufrí presiones bastante fuertes por parte de ciertas autoridades, que me incitaban a que no me enterara del contenido de aquel pergamino. No sé lo que había en él. Pero pienso, si quieren saberlo todo, que no confiaban en mí.

—¿Y no se lo arrebataron a Pierre Michel, después de que colgara los hábitos?

—Sí, lo intentaron —respondió, sin dar más datos sobre los autores del hecho—. Tuvo que abandonar Jerusalén por esta causa. Pero ahora ya no depende de las autoridades eclesiásticas y, por lo tanto, no tiene ya que obedecerles como tuve que hacerlo yo.

—¿De manera que no se enteró del contenido del manuscrito, ni siquiera de modo superficial? —insistió mi padre.

—Sí, lo hice, justo antes de que desapareciese. Cuando hablé de lo que había podido, digamos, entrever, con el padre Johnson, éste me pidió que no se lo mencionara a nadie bajo ningún pretexto. En resumen, que lo olvidara todo. Le había dicho lo mismo a Lirnov. Pero el pobre hombre no soportó saber…

—¿De qué se trata? —preguntó mi padre.

—No puedo responderles, prometí silencio y no puedo romper mi promesa —contestó—. Pero intenten ver a Pierre Michel. Mire, tome también mi dirección personal —añadió tendiéndonos una tarjeta—. No vacilen en llamarme, haré lo que pueda para ayudarles… En la medida que me sea posible sin romper mi juramento, compréndanlo.

—¿Teme usted algo o a alguien? —preguntó mi padre—. Si es así, tal vez pudiéramos ayudarle.

Hubo un nuevo silencio. La pregunta quedó sin respuesta.

—¿Cree que la Congregación para la Doctrina de la Fe puede estar mezclada en estos crímenes? —prosiguió mi padre.

—Formé parte de la congregación durante años. Sé de qué es capaz esa gente. Pero no de eso, créanme. No, no tengo miedo de ellos. La única razón de mi silencio es que me comprometí a callar, y nada más, ténganlo por seguro.

Nos hizo, entonces, una señal indicando que la entrevista había terminado. Cuando le estreché la mano, percibí en su mirada un fulgor trágico que me puso el corazón en un puño.

Habíamos obtenido pocas informaciones de aquel hombre. Pero, por primera vez, parecía que un dique se derrumbaba. No sabíamos nada todavía, pero al menos lo sabíamos.

«Y vi que la prudencia tiene muchas ventajas sobre la locura, como la luz tiene muchas ventajas sobre las tinieblas. El prudente tiene los ojos en la cara y el insensato camina por las tinieblas, pero también he sabido muy bien que el mismo accidente les sucede a ambos. La memoria del prudente no será eterna, ni tampoco la del insensato porque, en los días venideros, todo se habrá olvidado ya, ¿y por qué muere el sabio al igual que el insensato?»

Aquella misma noche, nos dirigimos al domicilio de Pierre Michel, en el distrito XIII°. Estaba en el barrio chino, en el piso duodécimo de un rascacielos gris que parecía iniciar una huraña ascensión hacia el cielo, sin conseguir terminarla. Llamamos, pero nadie respondió.

Entonces, desde una cabina frente al rascacielos, telefoneamos al padre Millet. Pero tampoco allí obtuvimos respuesta. Nos pusimos a caminar siempre hacia delante, hacia el norte. Era el crepúsculo; el sol moría dulcemente bajo las brumas de la primavera. Una luz suave proyectaba, sobre los monumentos y los edificios de piedra, toda una gama de bellísimos tonos.

Llegados al distrito VI° y movidos sin duda por una lógica inconsciente —«Satán, la tentación del abismo»—, nos dirigimos en silencio hacia la parroquia del padre Millet. Al acercarnos a su casa, mantuvimos un pequeño conciliábulo.

—Puesto que estamos aquí, ¿por qué no le visitamos? —propuse.

—¿Ahora? ¿No crees que es demasiado tarde? —repuso mi padre.

—No, nos alentó a venir y tal vez se sienta más libre hablando lejos de la facultad. Creo que confía en nosotros.

—En ti, querrás decir, y me pregunto por qué razón. Sin embargo… No sé si podría decirnos algo más, pero me siento preocupado por él. Estoy convencido de que teme algo.

—Tal vez el único medio de protegerlo sea incitarle a confiarse…

Mi padre vaciló por unos instantes, luego acabó diciendo:

—Bueno, vamos.

Llamamos al interfono, pero no hubo respuesta en casa de Jacques Millet. Entramos en el edificio y subimos hasta su piso. La puerta estaba entreabierta. Mi padre fue el primero en entrar.

Lo que vimos entonces nos heló de espanto para el resto de nuestra vida. No hay un solo día, no hay una sola noche sin que despierte, aterrorizado, pensando en lo que vi. Y durante mucho tiempo he rezado para que me abandonaran las bárbaras visiones que agitan mis noches y llenan mis inciertos días. Jamás podré olvidar el horror de la maldad humana. Ningún diablo, ningún demonio podrá igualar nunca al hombre en su maldad.

«Por eso odio esta vida, porque las cosas que se hacen bajo el sol me han disgustado.»

Ante nosotros, el padre Millet yacía de pie, con los brazos en cruz y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Estaba desnudo, o casi. Su cuerpo blancuzco había perdido sus amables redondeces. Era blando, adiposo, como desprovisto de huesos. Su rostro se había petrificado en una expresión de lamento en la que se mezclaba un intenso sufrimiento. Sus ojos estaban helados; su llamada al más allá, nacida del dolor, del miedo y de la incomprensión, proyectada hacia la muerte como si fuera una liberación, el único fin posible y deseable ya, la muerte como proyecto y como única esperanza, había acabado siendo escuchada, pero quedaba todavía una especie de larga mirada transida de un apagado ardor. Sus cabellos blancos estaban pegados al cráneo por un sudor de esfuerzo y sufrimiento, el sudor de un anciano que busca su camino bajo un sol abrumador, que se asusta al no poder nunca encontrarlo y advierte que eso se debe al tiempo que mana, que mordisquea una a una todas sus facultades y devora sus carnes con su trabajo de paciencia y de maligna disgregación. De su boca entreabierta fluía un líquido amarillento, una baba que se mezclaba con la bilis escupida de lo más profundo de sus visceras. En sus sienes, sus manos y sus pies, trabados por gruesos cuajarones negros, había rastros de finos hilillos de una sangre oscura y seca, que parecía caliente todavía en su frío cuerpo; el último vestigio de la vida asesinada. Sus manos estaban dobladas, crispadas alrededor de las llagas, como si ellas mismas intentaran vendarse. Sus pies, retorcidos uno sobre otro, colgaban pálidos y esqueléticos.

Precariamente sentado, con la nalga izquierda en una barra transversal, estaba colgado de una gran cruz de madera, una cruz de Lorena decapitada. Sus muñecas habían sido clavadas en el travesano, sus pies fijados al poste. Su cuerpo se había desarticulado en una torsión lateral; la
sedecula
frenaba el deslizamiento y el desgarramiento de los músculos. Unos grandes clavos se habían hundido en sus carnes, formando llagas purulentas.

«Le habían crucificado.»

Permanecimos atónitos, sin poder apartar los ojos de aquella visión macabra. Eramos Cohen, y la ley no nos permitía tocar un cadáver, pues debíamos permanecer puros, es decir libres de cualquier relación con la muerte.

«Pues habrá llegado en vano y se habrá ido a las tinieblas, y su nombre habrá quedado cubierto de tinieblas.»

Aquel hombre muerto ante nosotros era morboso, y de su fallecimiento emanaba una fuerte llamada que aspiraba hacia ella a quienes la contemplaban. Esa es la vida de la muerte, que es algo impuro pues atrae las grandes fuerzas de la vida y las aspira hacia el funesto infinito para que se pierdan en él; y el hombre que contempla la muerte se parece al que se inclina sobre el vacío, sabiendo que sólo debe dar un paso para que todo termine. Y la idea es embriagadora. La muerte es impura pues es una espantosa seductora, es un vino amargo y suave que embriaga. Hay que estar muy bien anclado en la vida para no sentirse atraído, o unido a ella por la fuerza, pues es imposible estarlo sólo por el poder de la voluntad. Ésta nada puede contra el deseo que la muerte inspira, fuerte como lo absoluto, pues la muerte es el fin postrero de la existencia; es el único presentimiento de su eternidad. Pero esta eternidad es sólo una negación de la vida.

El hombre es un animal morboso, y nos fue imposible olvidar aquella visión de la injusticia, y la tristeza ya no dejó en reposo nuestro corazón.

Salimos del piso para zambullirnos en la noche que nos cegó, pues la noche en nuestros corazones era mucho más oscura.

«Mejor es ir a una casa de duelo que a una casa de festín, pues en ésta se ve el fin de cualquier hombre, y quien esté vivo pondrá todo eso en su corazón. La tristeza es mejor que la risa, porque, por la tristeza del rostro, el corazón se hace alegre; el corazón de los prudentes está en la casa de duelo, pero el corazón de los insensatos está en la casa de alegría.»

Mi padre se sentía trágicamente responsable de lo que le había pasado al padre Millet. Pensaba que la investigación que estábamos llevando a cabo no era más que un largo calvario, un vía crucis. Me repetía que no era una misión para nosotros. Tal vez aquel hombre hubiera muerto por nuestra culpa. El vínculo de ese crimen con la crucifixión de Almond y la muerte de Matti no podía ser fortuito. Parecía ahora evidente que alguien nos seguía y quería impedir que prosiguiéramos nuestra investigación destruyendo las últimas pruebas que hubiéramos podido encontrar. Ahora bien, si no teníamos derecho a tocar la sangre, con mayor razón nos estaba prohibido provocarla. Shimon se había equivocado pensando que podíamos lograrlo. O tal vez ignoraba las trágicas consecuencias de semejante investigación. La próxima señal no sería ya una advertencia.

No quedaba ya duda alguna: combatíamos contra romanos, bárbaros dispuestos a todo.

—Creo que debemos volver a casa, a Israel —acabó diciendo mi padre.

—No podemos abandonar así —contesté—. Debemos proseguir nuestro camino y comprender este misterio a toda costa.

—De nada sirve querer explicar las cosas y querer hacerlas claras y transparentes. Es preciso dejar los secretos en su opacidad. A veces, las apariencias más evidentes son las más engañosas. Lo que hay bajo las cosas es inimaginable y lo que podemos descubrir es tan terrible que mejor es apartarnos. Tú sabes que mirar a Dios cara a cara es imposible, y que pretender hacerlo es una transgresión mortal. Dios debe permanecer oculto. Quien intenta desvelarle atrae sobre su cabeza la desgracia y el rayo.

—¿Pero de qué estás hablando? ¿Sabes algo más acerca de estos crímenes? ¿Y de quién se trata? —grité, aterrorizado—. ¿De Dios o de Jesús? ¿Por qué utilizas este argumento si no crees en Dios, si no cumples el Sabbath y ni siquiera obedeces los diez mandamientos? ¿De qué estás hablando?

—Ignoro si Dios existe, pero no quiero contrariar su voluntad ni las señales que envía.

Ni siquiera en aquellas trágicas circunstancias pude evitar una sonrisa. Los papeles se invertían. Creía ser el creyente y de pronto me volvía ateo y racionalista. Pensaba que mi padre era casi un impío y descubría que era más religioso que yo.

—Te equivocas cuando crees ver esas señales; o tal vez sea Dios quien se equivoque al enviártelas —respondí tranquilamente—. No podemos abandonarlo todo. Debemos encontrar ese manuscrito. Alguien lo tiene, lo oculta y lo protege. ¿Quién?, no lo sé. Tal vez no sea un hombre sino un grupo, una institución que lo confiscó hace siglos. No importa, es preciso proseguir. No podemos rechazar nuestra misión como Jonás, cuando Dios le dijo que predicara el arrepentimiento en Nínive; de lo contrario, nos devorará una ballena.

Yo pensaba, efectivamente, que era preciso perseverar; y que si los bárbaros querían guerra, debíamos aceptar el desafío. No tenía miedo. Nos creía inmortales, a mí y a todos aquellos a quienes quería. Eramos la vida, éramos los hijos de la luz y ellos eran los hijos de las tinieblas. ¿Y acaso no estaba escrito que al finalizar esa guerra llegaría el Mesías?

Al día siguiente, volvimos a casa de Pierre Michel. Tampoco entonces había nadie. Saqué una llave del bolsillo. Era una ganzúa que Shimon había enviado, junto con la pequeña pistola que no se separaba ya de mí, otro «regalo de partida» que ahora me parecía un presagio. Abrí suavemente la puerta. El piso era exiguo y oscuro. Las contraventanas estaban cerradas; recorrimos en silencio un estrecho pasillo y entramos en la estancia principal.

Vimos allí a una mujer agachada ante un cajón, que iba sacando y leyendo los papeles que contenía. Como si hubiera presentido nuestra presencia, se volvió de pronto y lanzó un grito de sorpresa.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en inglés.

—Tranquilícese —respondió mi padre en la misma lengua—… Sólo somos investigadores arqueológicos. Queremos ver a Pierre Michel.

La mujer se calmó. Parecía haber tenido mucho miedo.

—Pierre Michel se ha marchado, y si lo que quieren es el manuscrito que tenía, no está aquí. También yo lo busco —dijo.

—¿Por qué razón? ¿Quién es usted? —pregunté.

—Soy periodista de la
Biblical Archeological Review
, trabajo para Barthelemy Donnars. Quisiéramos publicar el conjunto de los manuscritos, incluido el que fue fraudulentamente confiscado.

—Sí —afirmé con desconfianza—, todo el mundo sabe que su revista ha convertido los manuscritos en su sustento.

—Esos manuscritos son documentos tan fundamentales para el historiador como para la fe. Lo escandaloso es más el hecho de haberlos ocultado que el de buscarlos para publicarlos —respondió sin enfadarse.

—¿Cómo ha entrado usted? —preguntó mi padre.

—Por la puerta, como ustedes. E imagino que del mismo modo. Sospechaba que Pierre Michel no estaría: desde que abandonó su vocación monástica recibía amenazas de muerte para que devolviera el manuscrito; pienso que ha debido de huir. Me costó encontrar su rastro. Y cuando conseguí verle, sudé sangre para hacerle aceptar una entrevista, explicándole que era el mejor modo de salvarle.

—¿Cómo es eso?

—Quiero decir… lo de salvar su vida.

—¿Está usted al corriente de los asesinatos? —pregunté.

—¿Quién no lo está? Llenan la primera plana de los periódicos.

—¿Pero quién amenaza su vida? —preguntó mi padre.

—Me dijo que no lo sabía. Sospechaba que era Johnson. Había confiado el manuscrito al padre Michel, que era su compañero desde los comienzos. Pero ignoraba que estuviese en el camino de la duda y la apostasía. Cuando Michel comenzó a desvelar su contenido en la conferencia de 1987, Johnson montó en cólera. Luego, Pierre Michel desapareció con el pergamino. Y así estamos —dijo lanzando una desolada mirada a la habitación—, ya no hay modo de encontrar su pista.

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