Fue luego a Jerusalén. Al acercarse al monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos a la aldea, donde debían encontrar una burra atada, y junto a ella su pollino. Los discípulos se fueron y lo hallaron todo como les había dicho. «Decidle a la hija de Sion: "He aquí que tu rey viene a ti, humilde y montando una burra y su pollino, el retoño de una bestia de carga".» Se puso en marcha. La muchedumbre le precedía gritando: «¡Hosanna al hijo de David! ¡Bendito sea, en nombre del Señor, el que llega!». Ya en el Templo, expulsó a todos los que se entregaban al comercio en el atrio.
Luego dijo a sus discípulos: «Ya sabéis que dentro de dos días será la Pascua. El hijo del hombre va a ser entregado para que lo crucifiquen». Los sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en el palacio del sumo sacerdote, Caifas. Se pusieron de acuerdo en detener a Jesús, pero «no en plena fiesta, para evitar tumultos en el pueblo». Judas Iscariote, uno de sus discípulos, iba a entregarle.
Al anochecer de la Pascua, Jesús sabía que iba a ser detenido. Tras haber cantado los salmos, tomó con sus discípulos el camino del monte de los Olivos. «El pastor será golpeado y dispersadas las ovejas del rebaño.» Pasaron la noche en Getsemaní. Llegó luego el que debía traicionarle, Judas, uno de los doce, acompañado por un grupo armado que enviaban los sacerdotes. Le dio un beso a Jesús: era la señal. Entonces, Jesús le dijo: «Amigo mío, cumple con tu tarea».
Lo detuvieron enseguida. Pedro quiso defenderle, pero Jesús le dijo:
«¿Crees que no puedo recurrir a mi Padre, que pondría enseguida a mi disposición más de doce legiones de ángeles? ¿Cómo se cumplirían, entonces, las Escrituras según las que es preciso que así sea?» Luego, se dirigió a la multitud en estos términos: «Todo eso ha sucedido para que se cumplan los escritos de los profetas». Entonces, los discípulos le abandonaron y emprendieron la huida.
Jesús fue llevado ante Pilatos. Viéndole cautivo, Judas fue presa del remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: «He pecado entregando una sangre inocente». Pero era demasiado tarde. Judas se ahorcó. «Y tomaron las treinta monedas de plata: es el precio del que fue evaluado, de aquel a quien evaluaron los hijos de Israel. Y lo dieron por el campo del alfarero, como el Señor había ordenado.» Judas había devuelto a los sacerdotes el dinero de su traición; pero al no poder guardar el dinero de su crimen, éstos lo dieron al campo del alfarero.
Pilatos convocó entonces a la muchedumbre y le propuso salvar a Jesús o a Barrabás. Eligieron a Barrabás antes que a Jesús. Pilatos se lavó las manos: la responsabilidad cayó sobre la muchedumbre. Así fue crucificado Jesús, en el lugar llamado del Gólgota. «Le dieron para que bebiera vino mezclado con hiél. Se distribuyeron sus ropas mediante sorteo.» Los que pasaban, inclinando la cabeza, decían: «Tú, que destruíste el santuario, sálvate». «Ha puesto en Dios su confianza, que Dios le libere ahora, si le ama.»
A mediodía, las tinieblas cayeron súbitamente sobre la ciudad y la envolvieron hasta las tres. Antes de morir, Jesús gritó:
Eli, Eli, lama sahaqtani?
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Me sentía turbado. Comprendía la importancia del descubrimiento de los manuscritos: si Juan Bautista era esenio, si Jesús era esenio, ¿podía su enseñanza interpretarse del mismo modo que antes? Si el cristianismo había nacido de una secta judía, ¿no cambiaría la visión que de él se tenía?
Y, sobre todo, me impresionó la traición, la pasión y el suplicio de Jesús. No comprendía las razones de su muerte; me parecían oscuras. ¿Eran los judíos responsables y los romanos culpables, o era al revés? ¿Pero qué judíos? ¿Y qué romanos? ¿Los sacerdotes, la multitud, los discípulos que lo abandonaron? ¿Por qué le había traicionado Judas, uno de los suyos? ¿Fue por dinero o por otra razón más profunda, doctrinal? Si lamentaba su gesto hasta el punto de suicidarse, ¿era imaginable que él, hijo de zelote, prescindiera de cualquier conciencia moral cuando lo había entregado a cambio de dinero? ¿Y por qué Jesús, que iba a ser detenido, que no había dejado de anunciarlo y avisar a sus discípulos hasta la noche de la Cena, por qué lo había permitido? ¿Por qué llegó hasta alentar a Judas, incitándole a que cumpliera rápidamente su tarea; como si todos tuvieran su papel aquella noche, como si se tratara de una conjura, de un plan preestablecido, premeditado por ambos, Jesús y Judas; como si existiera un secreto acuerdo entre el traidor y su víctima? Sin que sepamos quién lo había decidido, parece haber sido necesario ponerle a prueba en aquel instante fatídico. Pero entonces, ¿por qué sus demás discípulos no lo habían, aparentemente, comprendido ni admitido? ¿Por qué le abandonaron en el momento crucial, cuando más les necesitaba?
De pronto, fui presa del vértigo. El problema se formulaba por fin, claramente, en mi espíritu. Era tan sencillo y difícil como eso: ¿quién había asesinado a Jesús? Pensaba yo, confusamente, que la respuesta a esta pregunta aportaría una solución al misterio de la muerte de Almond, de Matti y de Oseas, al tiempo que la clave de la desaparición del manuscrito.
Los elementos de respuesta eran complejos. Judas era el traidor, el culpable moral pues. ¿Pero había actuado por iniciativa propia o por otros de los que sólo era instrumento? ¿Cuál era ese acuerdo entre Jesús y él? Los romanos le habían ejecutado; eran pues sus verdugos. Con ellos, el aparato del Estado y la ley. Pero las cosas se hacían singularmente complicadas porque habían ofrecido a los judíos la elección. Y éstos habían elegido matarle. Pero ¿de qué judíos se trataba? No del conjunto del pueblo, ni los fariseos, que no estaban presentes. Sólo algunos emisarios de los saduceos y, más precisamente, de algunos sacerdotes del Templo.
¿Eran estos últimos los culpables? La ley judía no preveía la ejecución en la cruz. Pero el tribunal no le había hecho lapidar. Algo que dividía de nuevo la culpabilidad entre ellos y los romanos, que no podían «lavarse las manos» con tanta facilidad. Finalmente, ¿cuáles eran los móviles de unos y otros? ¿Por qué lo había hecho detener Pilatos? ¿Representaba Jesús un peligro para la autoridad de Roma cuando sólo predicaba para los pobres y los tullidos y no tenía ningún mensaje político o revolucionario? ¿Quiénes eran los componentes de aquella multitud fanatizada, manipulada, que exigía a gritos la muerte? ¿Era posible que prefiriese a Barrabás el bandido cuando, en otro tiempo, había aclamado a aquel a quien anunciaba el Bautista? ¿Por qué semejante animosidad por parte de ciertos sacerdotes? ¿Realmente temían que un galileo, un sencillo hombre del campo, de la lejana provincia, amenazase su omnipotente poder en Jerusalén? ¿Por qué desear su muerte si no tenían contra él ninguna acusación real?
¿Cuál era el móvil de Judas, que le había traicionado? ¿Era posible que fuese sólo el dinero? ¿Tan cínico era, y tan interesado, él, hijo de zelote y ciertamente zelote también? Y por fin, ¿cuál era el móvil de Jesús para dejar que le traicionaran?
De hecho, era como si Jesús hubiera sido asesinado tres veces: por Judas, por los romanos y por los sacerdotes, a través de la muchedumbre. Y una postrera vez, quizá… «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?», decía Jesús antes de morir. Quedaba una cuestión, un misterio que, por lo demás, no había escapado a los romanos, a los viandantes, ni siquiera a los ladrones crucificados a su lado. Si Jesús era realmente el hijo de Dios, podía ser salvado por su Padre, por él mismo incluso, pues había salvado ya muchas vidas, había resucitado. Tal vez hubiera decidido no hacer milagros aquella vez. Y en ese caso su muerte era deseada. Un suicidio, en cierto modo. Era el cómplice de Judas que le había besado como un hermano y a quien había incitado a cumplir su tarea. Jesús sabía que iba a ser vendido, que iba a morir, y sin embargo no hizo nada para escapar a su suerte. He aquí otro culpable: el propio Jesús.
Salvo si…
Un violento estremecimiento me recorrió… Sin que pudiera impedirlo, una horrible blasfemia me pasó por la cabeza. Jesús sabía que sería entregado. Pero tal vez creyera que no iba a morir. Pensó, hasta el último extremo, que Dios iba a salvarle. Tal vez esperara, en el último momento, el cataclismo, el milagro y la llegada resplandeciente, postrera, triunfal del Padre. Esperaba el advenimiento del reino de los cielos. De lo contrario, ¿por qué había dicho: «Dios mío, por qué me has abandonado»?
Eran sus últimas palabras, las que expresaban el sentido de una vida, y el de una muerte. Pero no evocan el pasmo del mártir en la cruz, ni la victoria final del hombre que se ofrece en sacrificio para salvar la humanidad, ni siquiera el deseo de encontrarse por fin con el Padre en la bienaventuranza del otro mundo, por repugnancia ante éste. «¿Por qué me has abandonado?» En estas palabras resuena un lamento, una sorpresa, una recriminación, una reprimenda tal vez. «No era lo que estaba previsto. No quería abandonar así este mundo. ¿Por qué me has abandonado a mis asesinos? ¿Por qué no me has salvado? ¿Acaso no eras mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi agua en esta tierra reseca? ¿No eras el que se pone a la cabeza del pueblo, padre de los huérfanos, justiciero de las viudas? ¿No eras mi padre? ¿No era yo tu hijo?»
En la cruz, con el último suspiro, Jesús designa, acusa, incrimina a Dios por haberlo matado. «¿Por qué le abandonó Dios?»
Al día siguiente, me costó despertar. La noche había sido agitada y entrecortada por largas pesadillas en las que veía, alternativamente, a Jesús enfrentarse con sus enemigos y a Satán como se me había aparecido en una visión maléfica. Emprendimos el camino de la Facultad de Teología para ver de nuevo al padre Jacques Millet que, de regreso de Qumrán, estaba de nuevo en su despacho parisino. Creíamos que tal vez pudiera indicarnos dónde se hallaba Pierre Michel.
Nos costó mucho llegar al barrio de Saint-Germain-des-Prés: estaba completamente obstruido por una gigantesca muchedumbre que desfilaba lentamente, enarbolando pancartas y gritando determinadas consignas. Los coches, bloqueados por todas partes, aguardaban resignados que pasara la ola de manifestantes. Por la mañana habíamos leído en el periódico que los coches formaban, alrededor de París, colas de miles de kilómetros, parachoques contra parachoques, una larga procesión de animales infernales envuelta en la hedionda nube de los tubos de escape. Los conductores en sus vehículos, esos ángeles caídos, medio hombres, medio bestias, aguardaban, sin resistencia, abandonándose al cansancio o tal vez a la certidumbre de que nada había que perder, nada que hacer salvo esperar. Tras seis horas de inmovilidad, encontraban todavía fuerzas para hacerse breves signos de reconocimiento. No era ya tiempo de cólera.
Cada grupo de manifestantes llevaba su pancarta: los ferroviarios, los carteros, los enseñantes, los parados. Un hombre, provisto de un altavoz, arengaba a la muchedumbre: «El gobierno se niega a escucharnos y sigue intentando hacernos creer que es una suerte, para nosotros, que algunos sean más pobres que otros, a fin de que la nación no perezca por completo. Dice que la lucha contra el paro exige sacrificios, pero el sacrificio es siempre para los mismos».
La multitud no estaba furiosa. Desamparada, reivindicaba tranquilamente el derecho al trabajo y a la jubilación; pedía la dimisión del gobierno. El lento cortejo testimoniaba más el duelo de una nación de incierto porvenir que la cólera del combatiente social. Algunos, sin embargo, que deseaban atravesar las barreras humanas formadas por hileras de policías, eran rechazados con una exhibición de bombas lacrimógenas y porrazos, y a veces metidos sin miramientos en camiones negros. Los Kittim, pensé. El pueblo gritaba su desolación, su miedo a la miseria y al porvenir, y los soldados, aterrorizados ante la cólera del hombre hambriento, detenían y golpeaban.
A duras penas nos abrimos paso a través de la masa compacta de los manifestantes, hasta la facultad. Millet nos recibió en su despacho, una estancia desnuda y vetusta, llena de libros y carpetas esparcidos por todas partes. Advertí enseguida que no tenía ya la expresión jovial y acogedora de nuestro primer encuentro. Ya no parecía dispuesto a la alegre y animada conversación que habíamos mantenido en el paraje de Qumrán. Las letras que yo había leído en las finas venitas de sus sienes eran visibles todavía, aunque más difusas que antaño.
—No creí verles tan pronto, ni tampoco aquí, en París —anunció estrechándonos la mano—. Pero sospechaba que tendría noticias de los israelíes, después de todo lo ocurrido.
Nos hizo comprender que, tras los salvajes crímenes que se habían perpetrado, estaba dispuesto a responder a nuestras preguntas y a cooperar con las autoridades israelíes. Había dejado, como Andrej Lirnov, todos sus manuscritos al padre Pierre Michel que, poco después, había apostatado y colgado los hábitos para establecerse como investigador en Francia. Éste tenía ahora la mayor parte de los manuscritos no bíblicos, los apócrifos y los escritos de la secta. Según Millet, poseía ciento veinte fragmentos en total, pero se negaba a revelar a nadie la lista exacta. Millet nos facilitó la dirección personal de Pierre Michel, pero nos avisó de que probablemente éste no quisiera recibirnos, pues ya no veía a nadie.
Parecía bastante molesto y hablaba en un hebreo más vacilante que en nuestra anterior entrevista, como si temiera decir demasiado. Mi padre debió de hacerse la misma reflexión puesto que le preguntó a bocajarro:
—¿Tiene alguna idea sobre el contenido del pergamino que Pierre Michel mencionó en su conferencia de 1987? ¿Lo descifró usted cuando trabajaba en la
scrollery
del Museo Arqueológico de Jerusalén?
—No, no tuve tiempo.
Había respondido a la insidiosa pregunta de mi padre. De modo que el rollo de Pierre Michel era, efectivamente, el que habían robado del museo. Se hizo un incómodo silencio durante el cual nos dispusimos a partir. Pero de pronto, mirándome, el padre preguntó:
—¿Vive usted en Mea Shearim?
—Sí.
—Es un bonito barrio, ¿verdad? —Una radiante y nostálgica sonrisa iluminó su rostro.
—Sí, ciertamente —contesté.
—¡Ah! Cuando estoy en Francia, siempre echo mucho en falta a Israel. Allí es distinto. Me siento bien, me siento seguro. Es un país tan fabuloso… ¿Recuerda la pequeña redoma de aceite que le di?
—Claro. Sigo teniéndola. ¿Quiere recuperarla?
—No. Es para usted. Consérvela… Consérvela celosamente. Ya sabe lo que dijo Nuestro Señor Jesucristo: «Dad y mucho os será devuelto…».