Qumrán 1 (38 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

—Lo despedimos, sí. Pero creo que la cólera de Alá está sobre nuestras cabezas porque alguno de nosotros tomó los manuscritos. Y éste debe denunciarse ahora mismo. Debe hacerlo para que la ira de Alá deje de caer sobre nosotros. Debe devolver los manuscritos y desaparecer para siempre de nuestra vista.

Nadie habló. Cada cual miraba con suspicacia e inquietud a su vecino. De pronto, alguien se levantó. Era Falipa, el padre de Yohi.

—Yo los cogí —confesó—. No quería hacer daño. No creía ofender la voluntad de Alá. Sólo quería recuperar nuestra fortuna.

—¿Dónde están ahora? —preguntó el jefe.

Falipa agachó la cabeza.

—Los he vendido ya —contestó.

Al día siguiente, lo encontraron muerto en su tienda.

Cuando en el desierto se comete un asesinato, el hombre que lo ha hecho debe refugiarse, por lo general, en casa de un primo de alguna tribu tan lejana como sea posible, para escapar a la venganza de la familia. Luego, intenta desde su refugio negociar el precio de la sangre. Si no hay represalias en los días que siguen al asesinato, se acepta el dinero, que equivale a unos cincuenta camellos por un pariente, y a siete camellos por un hombre de otra tribu.

Ahora bien, en ese caso, ningún hombre se marchó a otra tribu. Nadie ofreció dinero. Quedaba muy claro que los beduinos se habían puesto de acuerdo para matarle, pues así creían librarse de las plagas.

Entonces Yohi fue a ver al jeque, para exigir venganza. Le dijo que puesto que él gobernaba la tribu, debía hacer algo. El jeque convocó una asamblea de sabios, a la que fue invitado Yohi. Tras una larga deliberación, se decidió que el padre de Yohi había actuado de modo desleal y que había puesto en gran peligro la tribu, atrayendo sobre sus cabezas la venganza de Dios. Uno de los sabios llegó a insultar, incluso, el nombre de su padre diciendo que sin duda estaba en el infierno, y Yohi, retenido a duras penas por los demás, estuvo a punto de golpearle.

Para un beduino, el paraíso era un país donde siempre era primavera, con hierba abundante y permanente, y donde el agua corría, inagotable, sin comienzo ni final, en arroyos y riachuelos; era un lugar donde el hambre, la sed, los campos resecos y las enfermedades de los animales no existían, donde las tribus vivían juntas y nadie envejecía. En el infierno, por el contrario, un hombre hallaba todo lo que detestaba en este mundo: un verano caluroso sin lluvia ni agua, y le era preciso acarrear continuamente sobre los hombros recipientes con agua para sus sedientos camellos.

Desearle a uno que su padre estuviera en el infierno era la peor de las cosas para un beduino. Yohi salió del consejo deshecho y triste. Toda la tribu estaba contra él: no podría obtener venganza para su padre.

Entonces encontró a Yehuda, en la fiesta de Lag Baomer. Éste, a cambio de ciertas informaciones sobre los manuscritos que su padre había encontrado, le ofreció a Yohi la posibilidad de abandonar la tribu. Este aceptó enseguida.

—¿Qué le ocurrió al hombre que traía los manuscritos? —pregunté cuando me hubo contado su historia.

—El hombre no murió en la tempestad de arena. Al principio, siguió caminando hacia su campamento. Luego, al cabo de dos horas, pensó que se había perdido y se detuvo. Cuando todo volvió a estar más claro, prosiguió su camino.

—¿Cómo lo supiste?

—Porque he vuelto a verle.

—¿Cuándo volviste a verle?

—Ayer. Vino a hablar conmigo.

—¿Qué quería saber?

—Lo mismo que Yehuda: si mi padre conservaba manuscritos que no hubiera vendido.

—¿Y qué?

—No. Todo lo que tenía, lo vendió.

—Pero ¿cómo oíste hablar de los manuscritos? —le pregunté a Yehuda.

—El rabí me mandó a buscarlos. Desde que oyó mencionar los manuscritos en la prensa, hizo una investigación y habló varias veces con Oseas.

Entonces se me ocurrió una idea. Le hice a Yohi una última pregunta:

—¿Cómo se llama el hombre cuyo padre encontró los manuscritos, el que viste ayer?

—Se llama Kair. Kair Benyair.

Cuando regresé al hotel, me topé con Jane, y Kair estaba con ella.

—Escucha —le dije a éste enseguida—, he hablado con un hombre de la tribu de los taamireh, se llama Yohi. ¿Te dice eso algo?

No respondió.

—No vale la pena que mientas. Me lo ha dicho todo —proseguí.

—Me escapé para ir a verle, y luego volví al hotel.

—¿Por qué fuiste a verle? ¿De qué le conoces?

Seguía sin responder.

—¿Pero de dónde sales tú? ¿Quién eres? —grité—. ¿Y dónde encontró los manuscritos tu padre? ¿Cuáles son tus vínculos con Oseas? ¿Contestarás de una vez?

Estuve a punto de agarrarle, pero Jane me contuvo. Kair respondió a todas mis preguntas que no sabía nada. Yo no quería hacer intervenir a Shimon antes de haber intentado encontrar personalmente a mi padre pues, una vez más, temía agravar la situación y hacer intervenir elementos suplementarios que no habría podido dominar.

—Muy bien —amenacé tomando el teléfono—. Te niegas a contestarme. Entonces voy a llamar a la policía.

Con un gesto de la mano, me detuvo.

—Mi padre los encontró en una gruta —confesó—. Te enseñaré dónde estaban. Te llevaré allí.

—Dime primero de dónde vienes y cómo conociste a Oseas.

—Cuando mi padre encontró los manuscritos, se le ocurrió venderlos. Pero no sabía cómo hacerlo. Por eso recurrió a los beduinos y a Falipa. Pero acabaron matando a Falipa. Y no querían oír hablar más del asunto. Cuando mi padre murió, yo mismo fui al lugar donde Falipa solía ir para venderlos, al lugar que mi padre me había descrito. Así conocí a Oseas. Falipa se los vendía a él.

—¿Cómo los encontraste? ¿Eres un beduino?

—No, no soy un beduino —aseguró—. Mañana te enseñaré dónde los encontré. Pues hay todavía mucho más de lo que ya cogimos. Allí hay un tesoro. Oseas encontró buena parte de él, pero quedan todavía las piezas más preciosas. Todo está escrito con precisión en el pergamino. Tal vez podamos recuperarlo, y a tu padre también.

Decidí conformarme, de momento, con aquellas explicaciones. Aunque no comprendiera cómo ni por qué, Kair podía llevarme a las grutas ocultas de Qumrán: era ya mucho.

Capítulo 2

Al día siguiente salimos hacia Qumrán. Alquilamos un coche, que conducía Jane. Aunque Kair nos precedía, parecía seguirnos sin que tuviéramos que obligarle a ello. Esperábamos descubrir el famoso tesoro y la perspectiva de obtener ganancias le llenaba de impaciencia.

Volví a ver el paisaje del mar Muerto con una extraña sensación de temor y tristeza. A lo lejos, las montañas blancas de Qumrán, polvorientas, sin sombra ni árboles, sin hierba ni musgo, tenían como único horizonte el mar de sal, su lodo seco y sus arenas movedizas, más amenazadoras que nunca. Enclenques arbustos crecían a duras penas en aquella tierra privada de vida. Hojas cubiertas de minerales se inclinaban, abrumadas. El mar no brillaba: las ciudades culpables que ocultaba en su seno lo habían apagado; se hundía poco a poco en abismos solitarios incapaces de alimentar a ningún ser vivo. Sus playas sin pájaros ni árboles ni verdor, su agua amarga y pesada que ningún viento levantaba expresaban toda la desolación del mundo. El mar Muerto, sin puertos ni velas, me pareció un mar desierto rodeado de desiertos. Te acercabas a él por instinto, como a una fuente vital, y sin cesar te engañaba su ausencia de agua, insondable vacío.

Llegamos al desierto. El suelo, entre las playas áridas de las riberas del mar y las rocas que albergaban Qumrán, se hizo arenoso y roqueño. Estábamos solos en medio de espacios vacíos y opacos. El viento soplaba cada vez con más fuerza. Sobre el capó del coche se oían chasquidos de velas, como colgaduras que un ser diabólico agitara con fuerza sobre nuestras cabezas. El sol ascendía, abrasando con su implacable fuego. En el suelo brillaba oscura la mica. No había una sola planta, nada ya.

Llegamos así al paraje de Ain Feshka donde se encontraban los vestigios de las construcciones esenias. Los barrios residenciales eran tiendas, chozas y grutas. Entre Ain Feshka y Qumrán se extendía una llanura cultivada de varios kilómetros de largo, con instalaciones agrícolas. En aquel lugar bastaba con inclinarse, rascar un poco el suelo y se encontraban huesos de dátiles: los esenios vivían entre palmeras. Ahora, las ruinas estaban rodeadas de algunos ejemplares enclenques y esparcidos de esos árboles, regados por los manantiales que brotaban de las grietas de la masa montañosa, y que demostraban que el lugar, abandonado a los tamariscos y las cañas, podía ser de nuevo un paraje de fértil vegetación.

En las ruinas, las construcciones mostraban sus sólidos cimientos. Un largo muro de un metro de grosor que rodeaba todas las zonas irrigables formaba unos amplios cimientos, sin duda destinados a soportar una torre alta. Era una verdadera cerca, hecha con ladrillos de barro sobre la piedra, que dibujaba ya los límites de una ciudad reconstruida. Un pequeño edificio se levantaba en mitad de la longitud del muro; era un sencillo cuadrado que, abierto al este hacia el interior de la plantación, constaba de un patio y tres habitaciones sin tejado cuyas paredes a medio edificar parecían las de una construcción en proceso de terminación.

La instalación principal estaba junto a la fuente de Feshka, en el extremo sur del terreno fértil, y a dos kilómetros al norte de la punta del Ras Feshka. Era un vasto recinto cuadrado, algo irregular, apoyado contra el muro y flanqueado al norte por un cobertizo. Contiguo al cercado, un gran edificio, construido de cara al este, hacia la plantación, albergaba un antiguo patio rodeado de pequeñas habitaciones. Una escalera demostraba que parte de la instalación había tenido un piso.

Finalmente, al norte, tres grandes estanques de agua, unidos entre sí por canales, excavados en la tierra rocosa y todavía utilizables, formaban el conjunto mejor conservado de las ruinas. Como si fueran un símbolo de la purificación por las aguas bautismales, primer augurio del mundo futuro, condición de la posibilidad de los nuevos tiempos, parecían dispuestos a recoger las almas, las cabezas o los cuerpos en busca del postrer perdón.

Todo estaba allí, como un reloj al que hubieran dejado de dar cuerda pero cuyo mecanismo estuviera en buen estado y que sólo esperara ser utilizado. Bastaba un poco de agua que, procedente de la cascada de Wadi Qumrán, llegaría de nuevo al amplio estanque de decantación. Fluyendo por los brazos del canal, atravesaría los patios y los edificios de servicios para arrojarse al pequeño estanque y llenar la gran cisterna redonda, así como las dos cisternas rectangulares. Al oeste, alimentaría el molino cuyos bien cimentados muros y cuyas celdillas herméticas permitían recuperar la mayor cantidad de harina posible. Por otra rama del canal, se dirigiría también hacia la cisterna, pero antes de llegar se desviaría por otra acequia que conducía a la sala de reunión y el refectorio para facilitar su limpieza. Luego, embocando el canal principal, el agua rodearía el depósito para encaminarse hacia el estanque pequeño y terminar su carrera en la gran cisterna. También le serviría al alfarero, que la obtendría de la piscina, para amasar la arcilla en la era, antes de dejarla reposar en el pequeño foso a fin de moldearla luego en su arcaico torno accionado con los pies y situado en el rincón de paredes de mampostería, para cocer por fin las piezas, grandes o pequeñas, en los hornos.

Nos detuvimos ante el scriptorium, donde trabajaban los escribas que copiaban los manuscritos bíblicos y transcribían las obras de la secta. Tampoco allí había ya hombres, pero seguían presentes los mínimos engranajes de sus técnicas: la mesa principal, alta y ancha, hecha de arcilla, los restos de dos mesas más pequeñas y, entre los cascotes de la sala, los dos tinteros, uno de bronce y otro de terracota, vestigios sin empleo ni utilidad pero que seguían siendo los auténticos dueños del lugar. La súbita emoción me puso un nudo en la garganta al ver de nuevo aquel tintero que había visto ya cuando había acudido al lugar con mi padre: la tinta seca seguía allí, como si lo hubieran abandonado no unos miles de años antes, sino sólo unas semanas atrás. Más allá estaban la gran sala de reunión que servía de refectorio común, los silos para el grano, la cocina, la forja, los talleres y la alfarería, con sus dos hornos y su plataforma enyesada.

Al ver aquellos objetos de tan concreto uso, todo un mundo volvió a la vida: un pueblo organizado, cuyas actividades se habían consagrado sin tregua a la que ellos colocaban por encima de todas las demás: la escritura. Estas ruinas vivientes, contempladas de nuevo, eran como la llama de la zarza que ardía sin consumirse. ¿Qué eran veinte años, veinte o treinta años? Apenas unos granos de polvo del tiempo, que también utilizaba a los vivos. Aquello no eran ruinas sino esbozos.

«Antes de que la cuerda de plata se corte, la jarra de oro se quiebre, la vasija se rompa en la fuente y que la rueda se parta en la cisterna. Y que el polvo vuelva a la tierra, como había estado, y que el espíritu vuelva a Dios que lo dio, Dios juzgará todo lo que hayamos hecho, con todo lo que queda oculto, sea bueno, sea malo.»

—¿Crees —me preguntó Jane—, que fueron aniquilados por los romanos o que consiguieron huir?

—No lo sé. Estas viviendas no parecen haber sido destruidas. No se han encontrado restos ni vestigios que permitan pensar en una matanza.

—Pero si huyeron, ¿adónde fueron?

Volví mi mirada hacia las grutas.

—A un lugar que no estaba muy lejos, un lugar que conocían muy bien, que les albergaba de vez en cuando y que, en caso de necesidad, podía constituir un maravilloso escondrijo.

Kair parecía nervioso desde que habíamos llegado al paraje. Pero diríase que conocía el camino que, pasando por numerosas y escarpadas laderas y ascendiendo luego por la montaña, permitía avanzar sin ser vistos. Así llegamos a las grutas. Ante nosotros se levantaba el muro del acantilado, casi vertical, que las albergaba en su seno. Caminábamos en silencio por el antiguo camino de los beduinos que volvían a sus campamentos en los alrededores de Belén. Conteníamos el aliento a causa del peligro y por miedo a no encontrar nada. A medida que ascendíamos, el aire se hacía más suave y más agradable que el de las riberas del mar Muerto: una provisión de agua dulce mantenía cierto frescor. A nuestro alrededor, los barrancos eran muy pendientes y aislaban del resto del mundo el altísimo promontorio de las grutas; un buen medio de defensa.

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