Qumrán 1 (35 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Nos dirigimos a un pequeño hotel extramuros, no lejos de la ciudad vieja. Evité pasar por casa de mis padres, que vivían en la ciudad nueva, en el barrio residencial de Rehavia, para no tener que decirle a mi madre que mi padre había desaparecido. Pero quería ver de nuevo Mea Shearim; y enseñar el lugar a Jane. Dejamos a Kair en el hotel, no quería salir para no exponerse a inútiles peligros. Sabía que lo buscaba la policía y, sin duda ninguna, el misterioso crucificador. Tomamos un autobús hasta la ciudad nueva y llegamos a la calle de los profetas, en Mea Shearim. Jane se había vestido con pudor. Llevaba una falda ancha y una blusa de mangas largas. Pero era raro, en aquel barrio, ver a un hombre como yo, un hasid, paseando junto a una joven no casada. Sin embargo, dimos una vuelta rápida, y le enseñé los lugares que había frecuentado: la sinagoga, algunos yeshivoth, las casas de mis amigos.

En una encrucijada, vi a Yehuda, mi compañero de estudios. Le llamé. Corrió hacia mí.

—Pero ¿dónde has estado tanto tiempo? —me preguntó—. Habrías podido dar señales de vida.

—Mi viaje ha durado más de lo previsto —respondí—. Te presento a Jane.

Ella no le tendió la mano: había aprendido que los hasidim nunca tocan a una mujer, a menos qué sea la suya.

—Pues bien, venid, pasemos un rato juntos —propuso—. Tengo algo importante que decirte, Ary.

Nos sentamos en un café, uno de los pocos del barrio, llevado por un hasid.

Yehuda me dijo que se pasaba el día en el kollel, una yeshiva para los hombres casados que consagran su vida al estudio del Talmud. Recibía algún dinero de la yeshiva y su mujer trabajaba en un parvulario.

—Bueno, ¿sabes ya la gran noticia? —añadió con un aire altivo y misterioso al mismo tiempo.

—¿No has oído hablar de ello, allí, en Estados Unidos?

—No. ¿De qué se trata?

—El rabí habló sobré el Mesías. Y se ha desvelado por fin.

—¿Qué dijo?

—Se ha revelado.

—¿Quién? —pregunté pasmado.

—Pero bueno, ¡el rabí! Ha dicho que era el Mesías y que el fin de los tiempos estaba próximo.

La noticia me dejó mudo. ¿Qué había empujado al rabí, a sus ochenta y dos años, a hacer semejante revelación? ¿Por qué ahora?

—¿Y crees tú que es, realmente, el Mesías? —le pregunté.

—Bueno, antes de acercarme a él, lo confieso, dudaba tanto como tú, Ary. Pero ahora soy su yerno y su discípulo, le conozca mejor. Creo que es realmente un hombre santo, y mucho más que eso aún. Creo que, en efecto, el rabí va a liberarnos.

Comprendí lo que quería decir. Me había separado de un Yehuda joven todavía, recién casado, recién salido de la yeshiva; le encontraba ahora en el entorno íntimo del rabí, donde sin duda habría adquirido funciones oficiales. Formaba parte de los escasos elegidos, a quienes todos los demás envidiaban, que frecuentaban la intimidad del rabí y le seguían en su vida cotidiana.

—¿No ves acaso —prosiguió—, que en el mundo todo va mal? La guerra, la miseria, la injusticia no hacen más que empeorar. Creíamos que los horrores de la Segunda Guerra Mundial no volverían a repetirse.

—Pues no. La guerra del Golfo. La limpieza étnica en la ex Yugoslavia, el genocidio en Ruanda; el mundo estalla por todas partes bajo el mal. Y en nuestra tierra, en nuestro propio país, el combate que libramos desde la creación del Estado de Israel, ¡es el de Gog y Magog! ¡Mira Jerusalén! Tenemos ahora, por fin, la esperanza de un mundo mejor en un futuro muy próximo. Esperamos para muy pronto la revelación. Es inminente. ¿No lo sientes? Dios ha escuchado por fin nuestras plegarias y va a satisfacerlas. Ha elegido al rabí y le ha enviado a la tierra, para salvarnos. Ary —concluyó con su voz algo ronca, inclinándose hacia mí, como hacía antaño y agarrándome de los hombros—, dentro de un año estaremos en el 2000.

—Hace ya mucho tiempo que dejamos atrás el año 2000. Hace incluso, exactamente, tres mil setecientos cincuenta y nueve años que dejamos atrás el año 2000. No somos cristianos. Para nosotros, eso no significa gran cosa.

Bajó los brazos y agachó la cabeza.

—No te das cuenta de lo que nos tocará vivir muy pronto… Si no te arrepientes, no te salvarás, no tendrás parte…

—… En el reino de los cielos —acabé, casi maquinalmente.

De pronto, recordé el sueño que había tenido antes de marcharme a Estados Unidos, el sueño en el que estaba con Yehuda en un coche que seguía a un autobús y ascendía hacia los cielos. El autobús representaba el mundo exterior, el mundo cristiano, salvado ya por Jesús, y nuestro pequeño coche representaba nuestro mundo.

Pero había despertado, sobresaltado, gritando: «¡Ahora no!». No estaba seguro de desear que el Mesías llegara tan pronto. ¿Qué nos reservaba, en realidad, ese otro mundo?

—¿Sabes?, mañana es la gran fiesta de Lag Baomer —dijo Yehuda—. Como de costumbre, los hasidim abrirán un puesto. Este año me encargo yo. Anunciaremos la buena nueva al público. ¿No quieres acompañarme?

Acepté encontrarme con él al día siguiente. No porque la noticia me impresionara sino porque en mi cabeza se estaba elaborando un plan, que pasaba por los mismos caminos que los de Yehuda; algo que, como iba a descubrir más tarde, no era por completo fruto del azar.

Tras habernos separado de Yehuda, Jane me hizo varias preguntas sobre él y sobre mí. Le conté cómo se había casado y cómo se había convenido su boda.

—¿También tú lo harás así? —preguntó.

—Yo tendré que ir a un casamentero especial, pues mis padres no son piadosos.

—¿También hay casamenteros para la gente como tú?

—Los hay que se ocupan de los casos delicados, de la gente que no se adapta por completo a la sociedad, de los que rezan demasiado, o con demasiada fuerza, de los que estudian demasiado o también de los que ayunan demasiado, tienen depresiones nerviosas o sufren un problema emocional. Ya ves, no se olvida a nadie.

La noche comenzaba a caer. Su rostro adoptaba los reflejos dorados de la ciudad. Sus ojos eran tristes y luminosos.

—También se ocupan de los nacidos de matrimonios mixtos —entre sefarditas y ashkenazim, quiero decir—, y de los sefarditas que han estudiado en yeshivoth y se han convertido en «negros»; no sólo sé visten de negro, también quieren casarse con una muchacha ashkenazi. Entonces, los casamenteros intentan encontrar muchachas con un defecto físico o que tengan algún problema de herencia.

—¿Y si una muchacha sefardita busca a alguien?

—Entonces hay grandes posibilidades de que no encuentre a nadie, pues los clientes, ashkenazim o sefarditas, no quieren muchachas sefarditas.

—¿Y qué encuentran las mujeres con problemas emocionales?

—Por lo general, las mujeres no tienen problemas emocionales antes del matrimonio. Bueno —añadí viendo su aire de sorpresa—, en la comunidad no se sabe. La familia no se lo dice a nadie, por miedo a no encontrar marido. Con los muchachos es distinto: no pueden ocultarse. Están cada día en la sinagoga, en la yeshiva o en la calle, mientras que a las muchachas sólo se las ve una vez al año, en la sinagoga.

—¿Qué ocurre cuando el asunto está arreglado?

—Bueno, la futura pareja se encuentra por primera vez en presencia de los padres. Tras las presentaciones, se inicia una conversación sobre eso y aquello. Al cabo de unos minutos los padres van a otra habitación, para dejar juntos a los jóvenes. La puerta permanece entreabierta, para que no estén totalmente aislados, pues eso le está prohibido a una pareja no casada.

—¿Y de qué hablan?

—De sus estudios, de cosas generales. A veces, no dicen nada. La muchacha, por lo general, es muy tímida. Luego se separan; ya no volverán a verse hasta el día de la boda.

—¿Pueden negarse, la muchacha o el muchacho?

—No. Piensan que sus padres han actuado del mejor modo y tienen total confianza en su elección.

—¿Cuántas bodas se arreglan así en Mea Shearim?

—Todas, creo, o casi. Aunque los padres se conozcan y piensen que sus hijos se entenderían bien, prefieren recurrir a un casamentero. Así, es un tercero el que arregla las cosas.

—¿Y después?

—Después de la boda, las muchachas trabajan hasta que nace el primer hijo; enseñan o encuentran un empleo en la comunidad.

—¿Ella mantiene a la pareja?

—Sí, porque el muchacho estudia. Pero el contrato de matrimonio les concede un piso. Pese a la escasez de su renta, consiguen arreglarse con la ayuda de su familia, sus amigos y los préstamos de los bancos.

—¿Y si es una goya la que quiere casarse?

Di un respingo. Ella sabía la respuesta a esta pregunta. Comprendí que era una provocación. No me había dado cuenta de que al hablarle de matrimonio le recordaba la imposibilidad de nuestra unión y, así, la estaba hiriendo.

Al entrar en nuestro hotel pasamos por el muro occidental. Eran las cinco de la tarde: la noche comenzaba a caer. Subiendo los pequeños peldaños de piedra que dominan la explanada, podía verse a quienes oraban ante el muro y a los que, más lejos, volvían de la mezquita de Omar tras las últimas oraciones. El sol del atardecer iluminaba el muro con una luz cobriza que, como una composición fragmentaria, recordaba, por su misma ausencia, el Templo perfecto y la Jerusalén ideal, con sus bloques grandes e uniformes de piedra blanca rodeados por la pared rectangular. Aquel lugar santo y vacío, paraje de las abominaciones, revueltas, usurpaciones del derecho del linaje de Zadok, de los ídolos eximidos por Antioco Epífanes, aquel lugar destruido y reconstruido, destruido y nunca ya reconstruido, no estaba al cabo de su movida historia, perdida y recomenzada, soñada antes de ser vivida, realizada e imaginada luego, desde siempre, desde Babilonia, en medio de los deportados, junto al río Kebar, cuando los cielos se abrían ante los profetas extasiados, cuando un viento tormentoso soplaba del norte y un fulgurante fuego deslumhraba a sus fieles. En sus profecías, recordaban la gran plataforma cuadrada en la que estaba el santuario de Dios, y con visiones muy precisas evocaban las puertas, los vestíbulos, las cámaras y el Santo de los Santos; en su trance, veían como si estuvieran ante sus ojos la orientación y la dimensión precisa de cada muro, de cada puerta y cada ventana, pues era para ellos el código secreto de la santidad, y en su éxtasis imaginaban las simetrías, los espejos y los espacios sagrados. Pero era sólo una utopía, y cuando los exiliados regresaron de Babilonia, y cuando erigieron su Templo en la cima de Moriah, en el interior de su santuario los sacerdotes, los peregrinos y los penitentes se dividieron, en vez de reunirse en torno a los planos perfectos de la Jerusalén ideal. Y Herodes concluyó la abominación cuando, como déspota impuesto por Roma, emprendió la vasta reconstrucción del Templo en el monte Moriah, y cuando, en una de las más hermosas construcciones del imperio romano, puso el sello del águila real, el águila de oro símbolo de Roma, sacerdotisa impía. En el momento en que los manuscritos del mar Muerto se escribían, el Templo se llenaba de impureza; cada mañana se ofrecían sacrificios por la salud del emperador y cada día la morada divina se arrebataba un poco más a su Dios, el Dios iconoclasta.

Y he aquí que dos mil años más tarde, algunos buscaban sus vestigios, no bajo la mezquita de Onar, donde hasta entonces se creía que estaba el Templo herodiano, sino algo más lejos, donde se cruzaban excavaciones que habían sacado a la luz algunos elementos del Templo. Comencé a imaginar cómo sería entonces el Templo reconstruido, si era realmente posible que esas excavaciones revelasen su auténtico emplazamiento.

En mi mente no estaba rodeado de muralla alguna, sino de una construcción abierta en la que sólo había dinteles y puertas, que dibujaban una especie de inmenso puente circular y por las que era fácil penetrar en el recinto desde los atrios interiores. Atravesado por colgadizos y grandes avenidas, el Templo estaba hecho de amplias estancias que daban todas al patio interior. Desde el patio podía verse cada habitación, desde cada habitación se veía el patio, y cada estancia comunicaba con la otra, y cada una de ellas daba al patio. Y cada una era distinta a la otra, por sus medidas y su forma. La una era un rectángulo de doce metros de largo por ocho metros de ancho, la otra un triángulo isósceles de quince metros de lado por diez metros de base, otra era un triángulo equilátero de doce metros de lado, otra un cuadrado perfecto, de veintitrés metros de lado, otra una habitación totalmente circular, de ocho metros de radio, otra una gran estancia circular de treinta y dos metros de radio, otra un hexágono cuyos lados tenían ocho y doce metros, otra un gran óvalo, otra una elipse, otra una forma indeterminada, cuadrada y luego circular, otra una forma oblonga sin nombre, una con techos muy altos y la otra con techos muy bajos, una con un suelo embaldosado y la otra con un brillante entarimado, una con suave moqueta y la otra con una alfombra de Oriente, una con una gran araña y la otra con una simple lámpara, una con persianas y la otra con cortinas, una con ventanas correderas y la otra con ventanas de batientes, una pintada con brillantes colores y la otra forrada de madera. Y sin embargo, encajaban una en la otra para formar un conjunto reunido bajo el puente.

En los atrios del patio había cuatro mesas que servían para los oficios y donde se hallaban, desenrollados, los manuscritos de la Torá. Y a la entrada de la puerta que se abría al septentrión había también dos mesas más. Y en el lado opuesto a aquella puerta había dos mesas más, lo que suponía ocho mesas para los oficios, hechas de piedra tallada, de un metro y medio de longitud, uno de anchura y uno de altura. Cada mesa se reservaba a un oficiante distinto, y cada uno de ellos oraba, y había una para el sacerdote saduceo, y otra para el monje esenio, y otra para el rabino fariseo, resucitados todos. Y otra era para el rabino ortodoxo, y otra para el rabino liberal, y otra para el rabino reformado, que era una mujer. Y también una para quien quisiera, y también otra para quien no quisiera. Entre las estancias acristaladas, las que estaban reservadas a los chantres daban a los atrios interiores, y las que daban a los atrios exteriores eran para los rabinos que tenían a su cargo la casa, que se acercaban al Eterno para servirle, pues eran los descendientes de Levi.

En el centro había un vestíbulo al que se accedía por varias escaleras. Daba a la pieza secreta del Templo, que tenía una longitud de setenta metros y una anchura de cuarenta metros y medio. Las paredes exteriores estaban construidas con listones de madera, las ventanas y habitaciones revestidas del mismo material; e incluso el suelo del vestíbulo estaba forrado de madera hasta la altura de las ventanas. Y ese revestimiento estaba esculpido con querubines y palmas, y cada querubín tenía dos caras, y todas las caras eran distintas. Y alrededor del edificio había esculturas de madera; desde el suelo hasta por encima de las aberturas, había querubines y palmas esculpidas. «Hijo del hombre, éste es el lugar de mi trono, y el lugar de las plantas de mis pies, en el que estableceré mi morada para siempre entre los hijos de Israel; la casa de Israel no mancillará más mi Santo Nombre, ni ellos ni sus reyes, con sus prostituciones, ni con los cadáveres de sus reyes, en sus lugares elevados.» Era el Santo de los Santos, la morada de Dios, adonde sólo podía acceder el sumo sacerdote. Y éste se hacía llamar Hijo del Hombre, y en esas imágenes se me aparecía con los rasgos del rabí. ¿Sería el Agrupador, el Rey-Mesías salvador de todo Israel? El sumo sacerdote, el sacerdote maligno, el Hijo del Hombre, el hijo de las tinieblas o el hijo de luz… ¿Quién era en realidad?

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