Qumrán 1 (39 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Entonces, ante la entrada de la primera cavidad, Kair se detuvo y nos dirigió una grave mirada, como preguntándonos si estábamos dispuestos a enfrentarnos con el peligro. Con un extraño presentimiento, me volví hacia Jane:

—Tú no sigas.

—Pero, Ary… Quiero acompañarte —comenzó.

—No, no protestes —respondí en tono firme—. Tal vez puedas salvarnos la vida. Escucha: regresa a Jerusalén y si mañana no estamos de regreso, das la alarma.

—Haré lo que dices —contestó resignada.

Nos dirigimos una última mirada en la que intentamos esconder, a duras penas, nuestro miedo.

Luego, sin volverme, me introduje con Kair en el vientre de las rocas.

Al fondo de la primera gruta había una pequeña hendidura en la pared. Nos introdujimos por allí. Los bordes eran quebradizos y, de vez en cuando, caían fragmentos de tierra, a derecha e izquierda, como si fueran a enterrarnos. Al otro lado de la pared había una segunda gruta, idéntica a la primera. Inspeccioné con mi linterna todos los bordes, hasta descubrir la misma hendidura en la parte derecha.

Al cabo de unas horas, entramos en una gruta de impresionantes dimensiones. Se parecía a una vastísima estancia circular, que la mano del hombre hubiera tallado regularmente en la pared rocosa. Hacía frío; la cueva era muy oscura y el aire muy húmedo. Barrí las paredes con mi linterna. Iluminé el techo: centenares de murciélagos colgaban de él y comenzaron a bailar a nuestro alrededor una danza espantosa y macabra, emitiendo unos chillidos terriblemente agudos. Tapándonos los oídos, permanecimos un instante inmóviles bajo el estruendoso asalto. Entonces los murciélagos se tranquilizaron y regresaron, uno a uno, a sus silenciosos escondrijos. Avanzamos con prudencia y el haz luminoso descubrió, en un rincón de la gruta, un gran cofre de cobre. El tesoro de Qumrán, pensé con emoción, el del
Pergamino de cobre
.

Kair se lanzó inmediatamente sobre el cofre. Mientras él intentaba abrirlo con su cuchillo, advertí un enorme saco de cuero oscuro, junto a la entrada de la gruta, no lejos del cofre. Lo abrí; contenía un montón de huesos humanos, de espantosos esqueletos. Entonces, en un relámpago, comprendí lo que iba a ocurrir.

«La mano del Eterno estuvo sobre mí, y el Eterno me hizo salir en espíritu, y me posó en medio de una campiña que estaba llena de huesos. Y me hizo pasar alrededor de ellos, y he aquí que estaban en gran número encima de aquella campiña, y estaban muy secos.»

Pero cuando me volví para ordenar a Kair que no abriera el cofre, fue demasiado tarde. Lo había abierto y un gas asfixiante escapó del cofre ahogándole inmediatamente. El gas se extendió por la gruta. Me dirigí hacia la abertura por la que habíamos entrado: estaba cerrada. Comencé a asfixiarme y, colocando un pañuelo ante mi rostro, sin encontrar otra solución, me introduje más aún en la pared rocosa. Allí, al fondo, había una pequeñísima puerta de piedra. La abrí con dificultad, conteniendo como pude la respiración. Entré entonces en una habitación oscura, más pequeña, y cerré enseguida la puerta. Recuperé el aliento y, cuando mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, di un respingo: al fondo de la gruta había un hombre. Se acercó a mí.

Cuando estaba preparándome para lo peor, vi llegar lo mejor. Era mi padre.

«¡Eterno! ¡El rey se alegrará de tu fuerza y cuánto júbilo habrá por tu liberación! Tú le diste el deseo de su corazón y no le negaste lo que pronunció con sus labios. Selah. Pues me has prevenido con toda clase de bendiciones y bienes, y has puesto en su cabeza una corona de oro fino. Te había pedido la vida y se la has dado; y una perpetua prolongación de días. Su gloria es grande por tu liberación, has puesto en él la majestad y la gloria.»

Entonces, sin contener mi júbilo, liberé todo mi miedo y lloré largo rato. En aquel bendito instante, olvidé por un momento dónde estábamos y en qué situación nos encontrábamos: un hombre acababa de morir, nos encontrábamos en un laberinto de grutas, había sido necesario buscar aquí a mi padre y ni siquiera sabía por qué. Una sola idea se me ocurría, una idea en la que no me atrevía ya a creer y que, sin embargo, era mi más querido deseo en este mundo: mi padre estaba vivo. ¿No me sentía yo colmado? ¿No habían escuchado mis ruegos? Aunque mi júbilo fuera sólo un corto respiro en la angustia, me parecía que en aquel instante podía disfrutar aquella felicidad sin pensar en otra cosa ni hacer previsiones. Podía también partir sin exigir nada más: ni manuscritos ni aclaración alguna.

Allí estaba él. ¿Qué más podía pedir?

Le conté con cierta confusión todo lo que había ocurrido desde su desaparición y cómo habíamos llegado allí.

—Pero hablaremos de eso después, más tarde. De momento, intentemos huir —dije.

Me lancé contra la pequeña puerta de piedra por la que habíamos entrado. Estaba cerrada. Por más que intenté forzarla, resistía. Me volví y comprendí, por la mirada de mi padre, que era inútil hacer esfuerzos, que él había debido de intentarlo durante horas y horas, sin éxito. Comprendí que estábamos encerrados.

Eramos prisioneros de las rocas.

Nuestros ojos se acostumbraron poco a poco a la oscuridad de la gruta. Sin saber qué hacer, nos sentamos y mi padre me contó lo que le había ocurrido en todo aquel tiempo: cómo, tras haber sido secuestrado, había permanecido encerrado y, luego, lo habían llevado por la fuerza a Israel, entre los samaritanos, y cómo éstos le habían atado y casi inmolado, antes de ser sustituido, en el último instante, por un cordero; cómo había pensado que sufriría la misma suerte y cómo se había preparado para la atrocidad de aquel fin, cómo pasaban las horas y seguían sin matarle, lo que aumentaba el suplicio y cómo, en aquellos instantes, había pensado en mi madre y en mí, y aquel pensamiento no hacía sino asustarle más aún, pues ignoraba dónde estaba y si seguía vivo. Tras aquella terrible prueba, sus raptores lo agarraron de nuevo para llevarle a otro lugar, sin que él supiera si iba a ser para bien o para mal. Tras un trayecto en coche, lo condujeron a un lugar muy oscuro que él reconoció enseguida.

Con los ojos vendados, sintió el soplo acre y cálido del desierto de Judea, luego la humedad característica y el rezumante olor de la piedra de las grutas de Qumrán.

—Supe entonces quiénes eran —prosiguió—. Era gente a la que conocía muy bien: eran mis hermanos de los que me había separado a los dieciocho años.

—¿Cómo, tus hermanos? —pregunté, atónito.

—Mis hermanos, los esenios, habían venido a recuperarme —contestó.

De momento, no comprendí. Hacía milenios que los esenios no existían; creí que se había vuelto loco.

«Cuando el insensato sigue por su camino, le falta el sentido mientras dice de cada cual: es insensato.»

—Se les creyó desaparecidos, muertos o enterrados por un temblor de tierra, tras la invasión romana. Pero de hecho huyeron a las grutas donde vivieron durante todos estos siglos, donde siguen viviendo. Ary, nunca te lo dije y nadie lo sabe, ni siquiera tu madre; pues al separarme de ellos juré no revelar nada. Pero los esenios siguen existiendo y yo formaba parte de su comunidad, hasta la creación del Estado de Israel. Luego, como algunos de nosotros, decidí abandonarles pues quería conocer lo que tanto habíamos esperado, aquello por lo que orábamos desde hacía milenios. Quería ver a otros judíos también, quería vivir de nuevo en la tierra de Israel, al aire libre, más allá del mar Muerto, más allá de las dunas del desierto de Judea, no ya en las grutas subterráneas. Quería ver Jerusalén. ¿Me comprendes?

Su voz temblaba, las lágrimas fluían de sus ojos que entrecerraba como si intentara contenerlas.

—Querían interrogarme —continuó—, para saber si les había traicionado y porque buscaban el manuscrito que les habían robado. Me mantuvieron cautivo y no se atrevieron a matarme, pues al ser un Cohen formaba parte de los sumos sacerdotes que deben respetar, ya que se preocupan mucho de la jerarquía. Y además, me creían. Sabían que no sabía nada.

—¿Sólo cuando llegasteis aquí te revelaron quiénes eran?

—Sí, para mantenerme cautivo. Pues sabían que tú colaborabas conmigo y que, preocupado por tu vida, no iba a cejar hasta encontrarte, y habría argumentado con ellos, y habría utilizado el argumento de autoridad.

Luego, bajando la voz, añadió:

—Son los que permanecieron aquí tras la creación del Estado de Israel: no quieren habitar en el país antes de que llegue el Mesías. Piensan que las cosas se han precipitado. Ahora, esperan una intervención divina, que consideran inminente, y rezan todo el día para que se produzca pero, a fuerza de permanecer en sus grutas subterráneas mientras tantas cosas ocurrían fuera, creo que se han vuelto locos.

—¿Te han hecho daño?

—No. No me han hecho nada.

Era la primera vez que me hablaba de su juventud, y le fue necesario hacerlo como en una derivación de su relato, casi por espíritu científico, como si fuera preciso explicar bien a fin de que yo comprendiese. En otras circunstancias, yo hubiera exigido mil aclaraciones, habría tardado días y días en hacerme a esta idea, y le habría dado vueltas y más vueltas. Pero allí aquello parecía tan natural, tan evidente, que tardé muy poco en comprenderlo. De pronto, todo se aclaraba: su resistencia a aceptar la misión que nos incumbía, su miedo a descubrir cosas terribles, también su deseo de ayudar a los esenios, sus hermanos. Comprendí también aquella especie de superstición que perduraba como un vestigio inquebrantable en aquel espíritu científico.

Pero aunque hubiera querido saber algo más, los acontecimientos no lo permitieron. De pronto, mientras mi padre contaba su historia, un hombre irrumpió en la gruta y le interrumpió bruscamente. Era de estatura mediana y tenía la apariencia y las ropas de los beduinos, pero su piel no estaba curtida y atezada como la suya sino que en la tenue claridad parecía por el contrario de una blancura absoluta.

El hombre se acercó a mí y me miró con aire sorprendido.

—Es mi hijo, Ary; no le hagas daño —rogó mi padre, que parecía conocerle—. Ha venido a buscarme.

—Si es tu hijo, es un escriba, hijo de escriba —respondió el otro—. Entonces debe quedarse aquí.

El hombre nos tendió unos pergaminos, un tintero y una pluma, y nos dijo en una lengua vetusta, un arameo tan antiguo que parecía surgido directamente de los documentos que mi padre estudiaba:

—Eso es lo que debéis hacer. Vais a cumplir vuestra misión. Vais a escribir lo que voy a contaros.

Entonces el hombre, que era el jefe de los esenios, el sumo sacerdote, inició su relato. Nosotros le escuchamos en silencio.

—Hubo un tiempo en el que mi valle era un lago largo y continuo, y las rocas estaban al fondo de las cañadas —contó el hombre—. Cuando el nivel del agua bajó, las piedras que había perforado formaron grutas, y esa ciudad sumergida se convirtió en una morada aceptable para el hombre. La mayor parte del tiempo las cuevas son difíciles de ver. Algunas pequeñas cavidades están cubiertas por completo y es necesario despejar su entrada para llegar a ellas. Son también valiosos escondrijos, tanto para los hombres como para los tesoros que éstos quieran enterrar. La nuestra nunca fue descubierta; está demasiado apartada y yo mismo sólo la conozco por tradición ancestral. Hay que caminar mucho e inclinarse para llegar a ella, pues está al fondo mismo del valle. Cuando David, hace más de tres mil años, se ocultó en una de las grutas de Ein Guedi, el rey Saúl tomó consigo miles de hombres para ir a buscarle, pero en vez de encontrarle se adormeció en la caverna donde el futuro rey estaba oculto, sin ni siquiera advertir su presencia. Del mismo modo, la gruta de los manuscritos no fue descubierta por los beduinos. Estaba demasiado apartada para eso, había resistido dos mil años sin que los hombres la encontraran, en algún lugar al norte de Ain Feshka, en la desolación de las piedras. Su entrada era sólo un minúsculo agujero en la roca; en el suelo había jarras de arcilla, intactas y selladas; dentro, manuscritos. Pero sabemos cómo encontraron las grutas y por qué. ¿Cómo creer que los beduinos, que estaban allí desde hacía siglos, sólo las descubrieron muy tarde, a causa de una cabra extraviada?

»Fuimos numerosos los que residimos en las grutas, durante mucho tiempo, antes del regreso de los judíos a su tierra. Los romanos, nos habían expulsado pero habíamos ocultado los manuscritos en las grutas para que no los saquearan, y se nos ocurrió reunirnos con ellos y protegernos también, sin que nadie lo supiera. Durante siglos, que fueron luego milenios, nuestra comunidad vivió allí, resguardada de los cambios del mundo, en el respeto de la ley y los ritos, de acuerdo con su vocación, pero abandonando el celibato pues estábamos solos en las grutas y por lo tanto debíamos engendrar hijos para perpetuarnos, teníamos ante nosotros la ley de Dios, la llevábamos en nuestros brazos y nuestra frente, y la tocábamos al entrar en nuestra morada, gracias a los mezuzoth. Atravesamos los tiempos gracias a la escritura y a nuestro calendario que nos ha permitido seguir la marcha de los astros y las estaciones.

»De acuerdo con la voluntad de Dios, seguimos el año solar, reducido a trescientos sesenta y cuatro días y dividido en cuatro partes de noventa y un días. Comenzamos cada tramo un miércoles y seguimos con dos meses de treinta días, y luego un mes de treinta y un días. Tenemos lugares sagrados, donde mantenemos reuniones litúrgicas y leemos los textos escritos, y hacemos nuestras comidas. Desde lo alto del ambón, leemos la Palabra de Dios en hebreo. Recitamos los salmos, los cánticos, los himnos, las bendiciones y maldiciones. Tomamos cada día baños de purificación y comidas sagradas. Purificados de nuestras mancillas, podemos reunirnos y hacer la comida mesiánica. Cada día, cuando el sol sale y se pone, nos reunimos para rogar juntos, salvo los sacerdotes que tienen un oficio especial, el oficio de las luminarias. El domingo conmemoramos la creación y la caída del hombre, el miércoles la donación de la ley a Moisés, el viernes imploramos el perdón de los pecados, y el Sabbath es un día de alabanzas.

»Toda nuestra vida estaba perfectamente regulada y perduramos durante milenios, sin que nadie lo supiera, en los huecos de las rocas. Pero cuando los judíos, a comienzos de siglo, se unieron a los otros, a quienes habían permanecido en la tierra, y cuando otros más llegaron un poco más tarde, y aconteció por fin el regreso del pueblo a la tierra, y la creación del país, ya nada fue igual. Sabíamos de todo eso por nuestras expediciones a las ciudades, a las que acudíamos disfrazados de beduinos. Entonces, algunos de nosotros decidieron que había llegado por fin el tiempo de vivir a la luz del sol y salir de las grutas para reunirse con los hermanos perdidos en la diáspora. Para ellos, el tiempo de la expiación había concluido y entrábamos en una nueva era, una era mesiánica. Pero algunos de los nuestros no estaban de acuerdo, creían que no debíamos regresar a la tierra antes de que el Templo estuviese reconstruido. Pero en el emplazamiento del Templo había una cúpula de oro que impedía que fuese erigido de nuevo. Para ellos, el Mesías no había llegado todavía y era preciso seguir esperándolo al abrigo de las grutas, esperar a que viniera a salvarnos y no hacer nada sin su ayuda.

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