Qumrán 1 (41 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Aquellos discursos proféticos no parecían suyos. Nunca le había oído hablar de su esperanza en el Mesías. Pero recuperaba las plegarias y las lecciones de cuando era niño y vivía entre los esenios, y su creencia en la Liberación de la que le había liberado la ciencia. Con la barba gris que le había crecido en pocos días y recitando sin cesar los versículos de la Biblia, que mezclaba con sus propias interpretaciones referentes al presente, parecía un profeta hebreo.

Yo sabía muy bien —él mismo me lo había explicado varias veces— que las profecías apocalípticas y las predicciones mesiánicas sólo aparecen en tiempos de crisis, en las situaciones desesperadas. Sabía que el lugar era propicio a la creencia en el fin del mundo. Pero también estaba convencido de que si se producía un Apocalipsis, no podía ser en aquella gruta, en el seno de aquellos viejos pergaminos.

Entonces escribimos, como el jefe nos había pedido, lo que él nos había contado. Y tras haber escrito, desciframos juntos el precioso pergamino que llevaba siempre conmigo desde que Jane me lo había dado, por miedo a que me lo robaran. Como las letras hebraicas estaban invertidas y carecíamos de espejo, comenzamos copiándolas con la pluma que nos habían entregado, en el reverso del rollo que nos habían dado.

Supimos entonces la verdad sobre Qumrán.

En aquel momento, cuando nos fue dado descubrir la verdad, comprendimos que sería necesario callar hasta el día del advenimiento mesiánico. Sin duda no conocíamos todas las consecuencias de aquella revelación, pero sabíamos que lo que habíamos leído no era algo que pudiera decirse, sino que se debía escribir y conservar.

Yo no podía olvidar la visión que había tenido cuando estaba en trance. Esa visión me había dado la orden de escribir lo que sabía. ¿No era acaso un escriba, hijo de escriba?

En aquel lugar y en aquellos tiempos, cuando nada podíamos hacer salvo esperar, estudiar y discutir, mi padre me habló por fin de los esenios. Recuperaba a jirones sus recuerdos, que a veces le llegaban con dificultad y otras veces eran como un chorro inagotable y se prolongaban en interminables melopeas. No se cansaba de hablar, como si le fuera necesario recuperar todo lo que había callado durante aquellos largos años.

Eran la élite del pueblo elegido. Para sus contemporáneos, eran una pequeña secta desconocida, sin poder ni influencia, y sin importancia para la historia. Pero ellos no se veían de este modo. Creían que estaban destinados a desempeñar un papel eminente en los acontecimientos que cambiarían la historia. El mundo existente iba a tocar a su fin, y entonces se iniciaría un ciclo muy distinto, y aquella secta debía desempeñar un papel predominante en el gran drama del cosmos. Creían que los judíos eran el pueblo elegido por Dios, que había establecido con ellos una alianza exclusiva. Sin embargo, no todos los judíos eran fieles a ese contrato. Muchos de ellos no comprendían lo que la promesa entrañaba, ni todas sus consecuencias. Ellos, miembros de una secta particular de un pueblo particular, iban a ser utilizados por Dios para preparar el camino hacia el nuevo orden que Él instauraría en el mundo por medio del «Ungido», que era el jefe de Israel. Y por medio de Israel llegaría la redención para toda la humanidad.

Y creían que eran los únicos en poseer la verdadera interpretación de las Escrituras. Por ello tenían su propia biblioteca, mantenida y aumentada copiando y recopiando los escritos bíblicos, a los que añadían sus propios pergaminos. Éstos eran el verdadero tesoro de la secta. Interpretaban el pasado. Hacían evidente el significado de los acontecimientos contemporáneos. Profetizaban. Dictaban con precisión el modo de vivir de cada uno de ellos.

Esta secta tenía su propio modo de ver la saga nacional. Trataban el mito como una verdad literal y tomaban la leyenda como si fuera un hecho. Creían, por encima de todo, que eran el pueblo de la primera alianza con la ley de Moisés, al que Dios había elegido entre todos. El Sinaí era el lugar de una intervención cósmica por la que Dios había establecido una alianza eterna con los hijos de Israel. Pero los sacerdotes y los gobernantes habían traicionado esta obligación, y todo Israel la había escarnecido. Sólo ellos seguían todavía el buen camino. De modo que Dios había contraído con ellos, los elegidos de los elegidos, una segunda alianza.

Ciertamente Dios había consolidado su alianza con el reino de David, que también estaba «ungido». Por eso las victorias de David eran una premonición del triunfo de Israel. Pero con David estaba Zadoq, el más importante de los sumos sacerdotes de Israel. Ellos eran los auténticos zadoquistas que se oponían a los falsos zadoquistas, los saduceos, que profanaban los altares de Dios, que acumulaban ilícitas riquezas, que hacían guerras expoliadoras para robar los frutos procedentes del trabajo.

Y Dios había anunciado, en aquella segunda alianza, la llegada de un profeta, Elias, en el espíritu de los profetas Amos, Isaías y Jeremías. Y también, para consagrar aquella alianza, la llegada del Maestro de Justicia que abriría la nueva era.

—¿Qué les sucedió a los esenios? —le pregunté.

—La ocupación romana de Judea fue muy tranquila durante algún tiempo. Los gobernadores romanos eran rapaces, pero menos voraces que los reyes nativos. Antígono, el último del linaje macabeo, dio paso a Herodes, llamado el Grande, en el año 37 antes de Cristo. Construyó muchos edificios espléndidos, fundó el puerto de Cesárea e inició la restauración del Templo, que no se completó antes del año 64 después de Cristo, seis años antes de ser de nuevo destruido. Cuando murió, algunos le lloraron sinceramente. Después de Herodes, el reino fue dividido. Antipas, que gobernaba Galilea, se casó con la mujer de su hermano y fue criticado por Juan Bautista, a quien ejecutó. Cuando perdió la batalla contra Aretas, el padre de su primera mujer, a la que había abandonado, el pueblo lo consideró un castigo por haber decapitado a Juan. Antipas gobernó hasta el año 34 después de Cristo. En Judea, Arquelao reinó durante diez años, pero su reinado fue tan nefasto que Augusto lo revocó e hizo de Judea una provincia romana gobernada por procuradores de poco nivel: uno de ellos era Poncio Pilatos, que fue destituido y expulsado a Galia.

»La tensión entre judíos y romanos aumentaba sin cesar. Los romanos no eran capaces de comprender a quienes consideraban unos fanáticos religiosos, y los judíos no podían tolerar las profanaciones que aquéllos hacían en el propio seno del Templo. Pilatos estaba a la vez sorprendido y molesto por la resistencia de los judíos al poderío militar de los romanos. Hasta entonces, ningún pueblo había rechazado la religión ni la ideología romanas. ¿Por qué resistía Judea? El emperador Calígula exigió que se erigiera su estatua en el Templo, pero lo asesinaron. Tras ello, toda Palestina cayó bajo el dominio romano. Pero los judíos seguían desafiándoles: debido a la frecuencia con que el gobernador Antonio Félix recurría a la crucifixión, una secta, los sicarios, cometieron asesinatos en serie de romanos. Entonces los asuntos alcanzaron en Judea un punto nefasto: reinaba el bandolerismo, el gobierno era irresponsable. Todo era voluntad de rebelión, sediciones y signos de guerra. Para hacer frente a la crisis, los judíos formaron un gobierno de urgencia y encargaron a Flavio Josefo la defensa de Galilea. Este combatió, pero sin éxito, y acabó pasándose al enemigo. Los fariseos, que tenían la confianza del gobierno romano, intentaron en vano poner en marcha una política moderada, y acabaron siendo desposeídos de su poder. Llenos de cólera, los zelotes tomaron la dirección del gobierno, y terminó la moderación.

»Si Israel hubiera estado unido y menos corrompido, la guerra habría podido tener éxito. Pero siendo las cosas como eran, sólo podía acabar de un modo trágico. Jerusalén estaba en poder de fracciones rivales, los judíos mataban a los judíos; el combate fratricida no hacía sino incrementar las matanzas de los romanos. A fines del verano del 70 después de Cristo, el patio externo del Templo fue incendiado. El combate llegó hasta el altar incandescente. De acuerdo con las predicciones de Jesús, el Templo fue destruido. Como las calamidades se encadenaban, los sacerdotes de Qumrán creyeron que había llegado por fin el día del juicio, y que el Mesías cuya Resurrección aguardaban iba a regresar. Cierto es que la luna no era todavía de sangre y que las estrellas del cielo no habían caído. Pero la destrucción llegaba hasta las casas de los impíos que habían gobernado Israel, y era ya hora de que Dios volviera su mano contra los Kittim. Los sacerdotes de Qumrán aguardaban. Sabían que los romanos llegarían hasta ellos, de modo que, a fin de proteger sus preciosos manuscritos los metieron en unas jarras y los llevaron hasta las grutas. Algún día, cuando la batalla hubiese terminado, volverían a buscarlos. Y cuando regresaran, las Escrituras seguirían siendo su tesoro, y el Mesías de Aarón y de Israel presidiría la comida sagrada, el día del Señor, advenimiento del reino de Dios. En aquel momento la historia perdió el rastro geográfico e histórico de los sacerdotes de Qumrán, al mismo tiempo que veía aparecer las sectas cristianas. En verdad, tras haber resguardado los manuscritos, fueron a refugiarse a Qumrán, para prepararse de nuevo para la llegada mesiánica. Y allí permanecieron, ignorados por todos, durante siglos y siglos.

Así habló mi padre, y contó todas las historias enterradas de su pasado, y del pasado de su pasado, durante largas horas. Y escuché lo que decía, para recordarlo y escribirlo más tarde como tenía que hacerlo. Relató su vida y la de los suyos, el modo como fluía la existencia cuando era niño, siguiendo su preciso calendario, los días y las fiestas, la vida ritual y monástica de su comunidad, apartada de todos durante aquellos milenios en los que habían abrigado su existencia en los desiertos del mar Muerto. Pero tenían conocimiento del tiempo que pasaba, y sabían que, muy lejos de ellos y de sus tierras, sus hermanos los judíos se perdían entre las naciones, mientras ellos seguían siendo los guardianes del pergamino, pues les estaba prohibido abandonar las grutas de Qumrán, salvo cuando tomando la apariencia de beduinos iban a buscar noticias en los mercados, tres veces al año, en las fiestas de
Rosh Hashanah, Pesach
, y
Shevuoth
; pero nadie sabía que seguían viviendo allí.

Luego, al cabo de cuarenta días y cuarenta noches, en el corredor se oyeron golpes dados con un pico; alguien se acercaba. Creímos al principio que se trataba de los esenios que nos traían nuestra ración cotidiana y querían verificar que el trabajo avanzaba. Sin embargo, el ruido no procedía del lugar por el que solían llegar. Se fue acercando y muy pronto resonó en la cavidad abovedada, a pocos metros de nosotros. Tres siluetas aparecieron entonces, surgidas de la oscuridad y de las rocas. Contuvimos la respiración cuando reconocimos a Shimon acompañado por dos hombres.

Jane le había avisado y él, siguiendo sus indicaciones, hizo investigaciones durante varias semanas en las grutas, sin conseguir encontrarnos, tan juntas estaban unas con otras, formando un laberinto inviolable. Nos explicó que Jane, al ver que no llegábamos, había registrado mis papeles en mi habitación del hotel para saber a quién podía avisar. Había encontrado la dirección de Shimon y le había llamado enseguida.

Nos pusimos en marcha y atravesamos las grutas. Fuera, la luz del sol nos deslumbró con violencia y nos cegó durante varios minutos. Instantes más tarde, derrengados, como si toda la tensión de varios meses de sufrimiento nos hubiera caído de pronto encima, nos pusimos en camino hacia Jerusalén en el coche de Shimon.

—¿Bueno? —preguntó Shimon, en el coche.

—¿Bueno qué? —contestó mi padre.

—¿Habéis encontrado el manuscrito?

Mi padre hizo un gesto de negación con la cabeza.

Shimon nos dejó ante el piso de mis padres.

—Hasta la vista —se despidió—. Descansad. Os dejaré unos días, vendré a veros para que hablemos detalladamente de todo el asunto.

—Gracias —respondió mi padre tendiéndole la mano—. Creo que te debemos la vida.

—No —repuso Shimon—. Yo fui quien os envió allí.

Permanecimos un momento en la acera. Algo perdidos, vimos alejarse su coche. Todo parecía irreal; apenas podíamos creerlo. Como si nada hubiera sucedido, estábamos por fin ante nuestra casa, nuestro hogar, donde mi madre sin duda nos aguardaba desde hacía mucho tiempo, presa de honda angustia.

Pero no estábamos al cabo de nuestras penas. Nos dirigimos lentamente hacia la puerta de entrada. Allí nos detuvimos, estupefactos. En el vestíbulo del edificio alguien más nos aguardaba. Era Yehuda.

—¡Yehuda! —exclamé—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo sabías que íbamos a llegar?

—Jane me avisó ayer de que pronto iban a encontraros. Os aguardo desde esta mañana —contestó en tono sombrío.

—¿Jane? ¿Pero dónde está?

Su rostro, de pronto, cambió de expresión.

—Escucha, Ary, si quieres volver a verla… tienes que venir ahora conmigo.

—¿Cómo que ahora?

—Enseguida, Ary. No bromeo. Está en peligro.

Entonces, sin ni siquiera entrar en casa, nos llevaron a una pequeña sinagoga que yo conocía muy bien, pues la había frecuentado cuando estudiaba en Mea Shearim. Allí iban a menudo a orar el rabí y sus fieles. Estaba en el segundo piso de un edificio bastante vetusto, al fondo de un patio, en una calle estrecha y larga. A decir verdad, era el auténtico bastión de la ortodoxia, que reunía a los rabinos, los sabios y los discípulos más «negros» de Mea Shearim. Todos eran venerables ancianos con tirabuzones grises, con grandes barbas blancas, anchos sombreros y el traje tradicional, que sólo hablaban yidis entre sí y habían consagrado su vida al estudio, a la ley y a la educación de su abundante progenie. Ahora, a su edad provecta, se habían convertido en los sabios de la comunidad y formaban una especie de asamblea ritual a la que se consultaba en toda clase de problemas. Les consideraban los verdaderos maestros de la tradición, los auténticos guardianes de los rollos de la Torá. Eran doce. Cuando llegamos, eran las tres de la tarde y la sinagoga estaba desierta. La plegaria sólo comenzaría dos horas más tarde. Pero allí no nos esperaba Jane, sino el rabí. Estaba en el estrado, como tenía por costumbre, con el codo apoyado en la mesa del oficio donde había una Torá cuyos dos pergaminos estaban enrollados. Debía de haber efectuado una lectura rápida para verificar su escritura, para que no hubiera falta alguna, como hacía con frecuencia.

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