Qumrán 1 (48 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Pues el Templo estaba mancillado

por el sacerdocio ilegítimo,

por su calendario ilegal.

Que fijaba los tiempos sagrados y los tiempos profanos

a su modo.

Era la guerra, la revancha,

de los hijos de luz contra los hijos de las tinieblas,

de los hijos de Levi,

de los hijos de Judá,

de los hijos de Benjamín,

de los exiliados del desierto

contra los ejércitos de Belial,

los habitantes de Filistia,

las pandillas de Kittim de Assur

y quienes les ayudaban, los traidores.

Entonces los hijos de las tinieblas le hicieron preguntas

para que cayera en la trampa.

«¿Con qué autoridad hablas?», preguntaron.

«El bautismo de Juan, a vuestro entender,

fue divinamente inspirado o no?», repuso.

«No lo sabemos.»

«En ese caso —contestó—,

no tengo por qué deciros en virtud de qué autoridad

actúo como lo hago.»

Personas dispersas entre la multitud

debían hacerle preguntas

para que cayera en la trampa.

Pero era demasiado listo

para caer en ella.

«¿Debemos pagar el tributo al César?», dijeron.

Pues el impuesto fijado sobre un censo

transgredía la ley que prohibía

empadronar a la población

«¿Por qué me tendéis una celada?

Mostradme un denario.»

Entonces se lo mostraron,

pero se negó a tocarlo

para no ofender a los zelotes

que estaban con él.

«¿De quién son esta efigie y esta inscripción?»

«De César.»

«Dad pues al César lo que es del César

y a Dios lo que es de Dios.

Pues Dios es el único Señor», proclamó.

Entonces Jesús celebró la fiesta de Pascua

el martes, de acuerdo con el calendario solar de Qumrán,

y no según el calendario del Templo impuro,

como solía hacerlo,

con los miembros de la comunidad.

Al finalizar la jornada,

abandonó el Templo por última vez,

pasó el cuarto día en Betania,

y la velada en casa de Simón el leproso.

El quinto día comenzaba la fiesta de los
Matzot
,

cuando se sacrificaba el cordero pascual

que aquella noche era Jesús.

Capítulo 3

Entonces fue a Jerusalén

para la última cena,

que era la de Pascua.

Reunió a sus discípulos,

para compartir con ellos la comida tradicional

ofrecida en recuerdo de la liberación de Egipto.

Pero aquella noche no era como las demás noches,

pues aquella noche era la última de su vida en este mundo.

Su hora había llegado,

lo sospechaba,

lo sabía.

¿Pero era su hora o la de este mundo?

¿Era aquella noche la última de su vida
en este mundo
?

¿O era la última
de su vida
en este mundo?

Había decidido reunir a sus discípulos

por vez postrera.

Eran trece en torno a la mesa

puesta para el Seder.

Entre ellos estaba Judas Iscariote,

pues también era un discípulo,

amado por Jesús

e invitado a su última noche.

Los doce discípulos se habían sentado a la mesa

en torno a Jesús, que se levantó,

dejó su mantoy tomó un lienzo con el que se ciñó

y vertió agua en una jofaina,

y comenzó a lavar los pies a sus discípulos

y a secarlos con el lienzo que llevaba.

Según el rito de los esenios,

para que nadie se sintiera superior

y para que todos fueran perfectamente iguales.

Llegó entonces el turno a Simón Pedro.

«¡Tú, Señor, vas a lavarme los pies!

¡Nunca!»

Pues Pedro no formaba parte de la secta,

y no quería formar parte de la conjura.

«Si no te lavo,

no podrás tener parte conmigo», respondió Jesús,

pues creía que los esenios

poseían las llaves del reino de los cielos,

«No sólo los pies,

sino también las manos y la cabeza»,

contestó Simón Pedro.

Y así aceptó el bautismo

de los esenios,

pues creía en Jesús.

«El que se ha bañado no necesita ser lavado,

pues es enteramente puro

y vosotros sois puros —afirmó Jesús—.

Pero no, no todos.»

Pues estaba Judas.

Y Jesús sabía que iba a ser entregado.

Pues Judas, hijo de Simón

el zelote,

era el más fuerte de los esenios

y el que más creía en Jesús

hasta el punto de perder su pureza.

Judas más que Pedro

y más que todos los otros

creía que Jesús era el Mesías,

y creía en Dios.

Judas pensaba,

Judas sabía

que Dios no le abandonaría.

Judas debía

entregarle para que adviniera el reino de los cielos,

el del Rey-Mesías,

el de Jesús.

Y debía ser fuerte

para soportar la impureza,

y debía ser zelote

para soportar tal sacrificio,

el sacrificio de la eternidad,

el sacrificio de su sacrificio.

Cuando hubo concluido,

Jesús se puso el manto,

volvió a la mesa

y dijo:

«¿Comprendéis lo que os he hecho?

Me llamáis "el Maestro" y "el Señor",

y bien decís

porque lo soy.

Si os he lavado los pies,

yo el Señor y el Maestro,

también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros,

pues os he dado un ejemplo,

y lo que he hecho por vosotros,

hacedlo vosotros también.

En verdad os digo,

un servidor no es mayor que su dueño,

ni un enviado mayor que quien le envía.

Sabiendo esto, seréis felices

si lo ponéis en práctica al menos. No hablo por vosotros,

conozco a quienes he elegido.

Pero que se cumpla así la Escritura.

"Quien comía el pan conmigo,

contra mí ha levantado el talón."

Os lo digo

antes de que se produzca el acontecimiento,

para que cuando suceda,

creáis en quién soy.

En verdad os digo,

recibir a quién yo envíe

es recibirme a mí,

y recibirme

es recibir a Aquel que me ha enviado».

Quería que siguieran perpetrando esa fraternidad

de los esenios, de los pobres,

si acaso no volviera,

pues sabía el riesgo que corría

al aceptar el plan,

pues sabía que arriesgaba su vida.

Tomaron entonces la comida

similar a la de los esenios

y Jesús anunció:

«En verdad os digo,

no beberé ya de este vino hasta el día del reino de Dios».

Así se reveló a sus discípulos

como el Mesías.

Así reveló a sus discípulos

que no participaría ya en la comida sagrada

como comulgante,

sino como Mesías visible y presente,

durante la confrontación con los sacerdotes.

Pues en las Escrituras de los esenios

se afirmaba que el Mesías de Israel

debía tomar el pan en sus manos,

y tras haber hecho la plegaria,

compartirlo con toda la comunidad.

Y Jesús siguió ese ritual,

como solía hacerlo

cuando celebraba la Pascua

con los esenios.

Mientras sus discípulos comían,

tomó el pan,

y lo bendijo,

lo partió

y se lo dio.

Esperó a que los discípulos hubieran comenzado a comer,

para hacer el sacramento,

como lo hacía

cuando celebraba la Pascua

con los esenios.

Entonces Jesús habló así a los doce discípulos:

«Deseaba con ardor compartir con vosotros este cordero pascual,

pues yo os digo

que no volveré a comer hasta que coma de nuevo en el

reino de Dios».

Tomó luego una copa de vino,

dio gracias

y dijo:

«Tomad,

distribuidlo entre vosotros.

Pues os digo

que no volveré a beber el fruto de la viña

hasta que lo beba de nuevo en el reino de Dios».

Pues creía que el reino de Dios

estaba próximo.

Hizo luego el gesto consagrado, el del Mesías.

Tomó el pan,

dio gracias

y dijo:

«Este es mi cuerpo».

Pronunció así las últimas palabras de la comida,

identificando el pan con su cuerpo,

y el vino con su sangre.

Pero aquella noche no repitió la plegaria esenia,

según la que el alimento representaba el Mesías ausente.

Pues el pan era sagrado,

era el símbolo del alimento.

Se identificó él mismo con el pan,

que sustituía

al Mesías en la comida sagrada,

y no dijo

como solía decir,

«Este pan representa al Mesías de Israel»,

sino que dijo:

«Representa mi cuerpo».

Así se reveló a ellos,

pues creía

que el reino de Dios

estaba próximo,

y que pronto

estaría salvado

y todos estarían salvados.

Entonces declaró a sus discípulos:

«En verdad os digo

que uno de vosotros va a entregarme».

Entonces se miraron unos a otros,

y se preguntaban de quién hablaba.

Y uno de ellos, Juan, el sacerdote,

al que Jesús amaba,

estaba junto a él.

Simón Pedro le hizo una señal:

«Pregúntale de quién está hablando».

Pues sólo a Juan

hablaba Jesús

según su corazón.

A él

se lo decía todo,

pues era el sacerdote

que estaba próximo a los esenios

y que observaba todo lo que ocurría en el sanedrín

y se lo decía todo.

El discípulo se inclinó entonces sobre el pecho de Jesús

y le preguntó:

«¿Quién es, Señor?».

Entonces Jesús respondió:

«Es aquel a quien voy a dar el bocado

que voy a mojar».

Entonces tomó el bocado que había humedecido,

y se lo dio a Judas Iscariote,

hijo de Simón,

Simón el zelote.

Y Jesús le dijo las palabras acordadas,

pues juntos acababan de sellar su pacto,

«Lo que debes hacer, hazlo pronto».

Y como Judas sostenía la bolsa de la comunidad

de los esenios,

algunos creyeron que Jesús le había dicho que comprara

lo necesario para la fiesta,

o también para que diera algo a los pobres.

Pero ambos habían acordado que ante estas palabras

Judas le entregaría,

y que donaría

el dinero que recibiera a cambio

al tesoro de la comunidad esenia. Tomó el bocado,

y salió inmediatamente.

En cuanto hubo salido,

Jesús se sintió aliviado,

pues no habían flaqueado

los dos juntos

y había partido,

como estaba previsto,

como habían elegido,

de acuerdo con su plan.

Anunció a los demás:

«Ahora, el Hijo del Hombre es glorificado,

y Dios ha sido glorificado en él mismo,

y muy pronto lo glorificará.

Antes de partir, os doy un mandamiento nuevo:

Amaos los unos a los otros,

como yo os he amado,

así debéis amaros los unos a los otros.

Y si sentís amor los unos por los otros,

todos reconocerán que sois mis discípulos».

El plan era el de los esenios.

Pues querían que se viera confrontado

con la Verdad,

y que por él,

su verdad triunfara.

Creían que Dios le salvaría

como había salvado a Isaac.

Querían la revelación por fin,

y para ello

pensaban que era necesario precipitar las cosas,

poner a Dios por testigo,

hacerlo intervenir.

Obligarle a revelar al Mesías.

Era su plan,

era su conspiración:

una conspiración por Dios

una conspiración contra Dios.

Entregar a Jesús, su emisario,

a los Kittim,

y al sacerdote impío.

No como un cordero en el altar,

sino como Isaac en el altar,

debía ser salvado en el postrer momento.

Y Jesús había aceptado el pacto,

pues creía en ellos

como ellos creían en él.

Tras la cena,

Jesús y sus discípulos

salieron de la ciudad

hacia el monte de los Olivos.

Subieron a un lugar llamado Getsemaní.

Les pidió entonces a los discípulos que permanecieran allí

y les dijo

que rezaran.

Luego se adelantó,

se arrojó al suelo

y oró:

«Padre, si tú lo quieres,

aparta de mí este cáliz,

pero no se haga mi voluntad

sino la tuya».

No haría nada por sí mismo,

sólo aguardaría una señal de Dios.

No se salvaría.

Aguardaría a que El le salvara.

Fue al encuentro de los discípulos

que estaban dormidos.

Les preguntó entonces:

«¿Dormís?

Levantaos

y orad para que no me pueda la tentación.

El espíritu está pronto

Pero la carne es débil».

Pues temía no proseguir su misión,

flaquear,

huir.

Pero logró superar la tentación

que se había apoderado de él,

irresistible,

la que denominamos «miedo».

Aprovechar la noche

para huir del huerto de Getsemaní.

Entonces Jesús partió con sus discípulos,

más allá del torrente del Kidron.

Había allí un jardín

donde entró con ellos.

Y Judas, que lo entregaba,

se puso a la cabeza de la milicia

y de los guardas proporcionados por los sumos sacerdotes,

y llegó al jardín con antorchas, luminarias y armas.

Entonces apareció la guardia del Templo

y con ella los Kittim

y el hijo del zelote

que se aproximó a Jesús.

Se besaron

para darse esperanza

y para alentarse,

y al mismo tiempo para decirse adiós.

Jesús salió a su encuentro,

para entregarse a sí mismo.

Y les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

«Buscamos a Jesús.»

Retrocedieron,

temblaron con mucha fuerza.

Entonces

habría podido huir»

Pero también en aquel momento

perseveró.

Y de nuevo les preguntó:

«¿A quién buscáis?».

Y respondieron:

«A Jesús de Nazaret».

«Soy yo.»

Entonces, Simón Pedro,

que llevaba una espada,

desenvainó,

golpeó al sirviente del malvado sacerdote,

le cortó la oreja derecha.

Por fin había comprendido lo que se había tramado,

quería salvar a Jesús.

Era su propia oreja,

medio cerrada,

lo que habría querido cortar.

Pero Jesús ordenó enseguida a Pedro:

«¡Devuelve la espada a su vaina!

¿Cómo?

¿No beberé acaso el cáliz que el Padre me ha dado?».

Entonces Pedro comprendió:

Pues entre Pedro y los esenios,

entre Pedro y Juan,

el discípulo a quien Jesús amaba,

eran ellos,

era él,

los que habían ganado.

«Levántate, espada,

contra mi pastor

y contra el hombre que es mi compañero.»

La milicia con sus mandos

y los guardias de los judíos tomaron a Jesús

y le ataron.

Llegada la noche,

Judas no fue un traidor.

Era el más puro y el más creyente,

el hijo del zelote.

el que más confiaba en la liberación final,

el que más fe tenía en la victoria mesiánica,

la de Jesús

contra los hijos de las tinieblas,

el que más convencido estaba

de que era el Mesías.

Incluso Pedro, el bienamado,

le negó tres veces aquella noche.

Pero Judas era el hermano de Jesús,

enviado por la secta para denunciarle

a fin de que la verdad pudiera brillar a pleno día.

Era el Mesías,

el reino de los cielos había llegado,

los hijos de la luz iban a prevalecer

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