OCTAVO PERGAMINO¿Cómo se cumplirían las Escrituras
según las que así debe ser?»
Pensaba,
creía que sería salvado.
Lo supo justo en el momento
en que por fin comprendió que no sería así.
Y que Dios le abandonaba.
El día en que el Mesías entregó el alma,
el cielo no estaba oscuro en absoluto,
ninguna luz lo iluminaba,
como un signo milagroso.
Ninguna tiniebla lo oscurecía,
había todavía un débil fulgor en el cielo.
Era un día como otro,
y aquella normalidad no era el presagio
de una ausencia de presagio.
Su agonía fue lenta, difícil.
Su respiración se eternizó en un largo lamento,
inmenso de desesperación.
Sus cabellos y su barba no tenían ya el ardor
de la sabiduría,
aquel cuidado, aquella curación.
Su mirada estaba vacía de la llama
de la pasión,
de las buenas palabras
y de las profecías,
cuando pronunciaba el advenimiento del mundo nuevo.
Su cuerpo retorcido como un lienzo, asolado,
era sólo sufrimiento.
Los huesos sobresalían de la carne,
macabras estrías.
Su piel estaba marchita,
desgarrado como una vestidura
hecha jirones,
un sudario compartido,
un rollo abierto y profanado,
un vetusto pergamino con letras de sangre,
con líneas escarificadas.
Sus miembros estaban estirados,
atravesados por los clavos,
mancillados por manchas violáceas.
Sus manos estaban agujereadas,
encogidas.
Corrió la sangre
en abundancia,
una tibia lava brotó del corazón.
Su boca se había desecado,
árida de palabras de amor.
Postrado,
su débil pecho
se levantó con un sobresalto,
como si el corazón fuera a salir tal como estaba,
desnudo, fulgurante, sacrificado.
Luego se inmovilizó,
embriagado por su propia sangre,
con los ojos desfallecidos,
la boca entreabierta,
imágenes de la inocencia.
¿Iba hacia el Espíritu?
Pero el Espíritu le abandonaba,
precisamente cuando en una última esperanza,
parecía invocarlo
y llamarle por su nombre.
«Dios salva
Dios con nosotros,
sálvame.»
Pero no hubo para él señal alguna,
el rabí, el maestro de los milagros,
el redentor, el consolador de los pobres,
el sanador de los enfermos, de los alienados y de los tullidos.
Nadie podía salvarle, nadie, ni siquiera él.
Le dieron un poco de agua.
Enjugaron sus penas.
A las tres
se dio cuenta de que todo había terminado
en la desesperación,
en la soledad,
en la desolación,
en la decepción.
Jesús gritó:
«Eloi, Eloi, ¿Lama sabaqtam?»
Así entregó Jesús su espíritu.
«¿Quién ascendió a los cielos
y quién descendió de ellos?
¿Quién recogió el viento en sus manos?
¿Quién hizo aparecer los extremos de la tierra?
¿Cuál es su nombre
y
cuál
es el nombre de su hijo?¿Lo sabes tú?»
Habían dicho
que Dios no le abandonaría
para la misión que habían previsto,
querían que fuese hasta el final
tan seguros estaban de que era el Mesías,
tanto creían que iban a ganar su batalla.
Querían provocar la guerra final.
El enfrentamiento con los sacerdotes,
con los Kittim,
mostrar a todos
en aquel infernal dominio
que Jesús era el Mesías que aguardaban.
Debía ser el comienzo de la guerra postrera,
aquella que precedería el advenimiento del reino de Dios,
al final de la cual se habrían salvado.
Estaban cansados de esperar esa guerra.
Querían actuar
y se sentían fuertes para precipitar el curso del tiempo.
Su emisario se llamaba Jesús.
No querían verle morir,
creían que iban a vencer.
¿Por qué ese tumulto entre las naciones,
esos vanos pensamientos entre los pueblos?
¿Por qué los reyes de la tierra se levantan?
¿Y los príncipes se coaligan con ellos
contra el Señor,
contra Su Ungido?
En los últimos tiempos,
los impíos se coaligarán
contra el Maestro de Justicia para destruirle,
pero sus proyectos serán un fracaso.
Los Kittim dominan muchas naciones.
Los príncipes y los ancianos,
y los sacerdotes de Jerusalén que gobiernan Israel
con la ayuda de su impío Consejo.
Sabía la suerte que le aguardaba,
así como su regreso a la gloria
para reinar sobre las naciones
y para juzgarlas.
Así le habían persuadido.
y le habían hecho matar.
Concibieron por ello tanta vergüenza,
que juraron solemnemente que ocultarían en ellos
la verdadera historia de Jesús.
Algunos aguardaron
que el milagro se produjera,
que resucitara en una apoteosis,
o que un cataclismo lo arrastrara todo
como en sus profecías.
Otros vieron un luminoso relámpago atravesar el cielo.
Algunos dijeron
que le habían visto en sueños.
Pero aquí abajo
era la tierra, este mundo, nada.
Llegará algún día,
y será del linaje de David,
del linaje de los esenios.
Será grande en la tierra,
todos le venerarán y le servirán.
Lo llamarán grande y su nombre será designado,
lo llamarán el hijo de Dios
y lo llamarán el hijo del Altísimo.
Como una estrella fugaz,
una visión, así será su reino.
Reinarán por varios años
sobre la tierra
y lo destruirán todo.
Una nación destruirá a otra nación,
y una provincia a otra provincia
hasta que el pueblo de Dios se levante
y abandone su espada.
Por el hombre de las naciones,
el justo sacrificado
será ungido.
En su tiempo
combatirá contra los hijos de las tinieblas,
contra el sacerdote impío.
En su tiempo
los vencerá.
En el año 3787.
Por Juan, el esenio, el sacerdote oculto,
el discípulo al que Jesús amaba.
«Pues el que ha visto debe dar testimonio,
un auténtico testimonio,
pues ése sabe que ha dicho la verdad.»
Alfabeto HebreoVolverá aquel al que llamaron Yeoshua,
Dios salva,
pues Dios no lo salvó
la primera vez.
Era hijo,
se hizo Espíritu Santo,
se hará padre.
Volverá así
y lo atarán
como un cordero,
y lo salvarán.
Pues Dios salva
para que se cumpla su palabra.
Y un brote retoñará de sus raíces.
Y el espíritu del Eterno descansará en él,
el espíritu de sabiduría y de inteligencia,
el espíritu de consejo y de fuerza,
el espíritu de ciencia y de temor del Eterno
estará en su hijo.
Y nada ocurrirá antes de la guerra, la revancha,
de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas,
de los hijos de Levi,
de los hijos de Judá,
de los hijos de Benjamín, de los exiliados del desierto,
contra los ejércitos de Belial,
los habitantes de Filistia,
las pandillas de Kittim de Assur
y quienes les ayudan, los traidores.
Y los hijos de la luz
reconquistarán Jerusalén
y el Templo,
y esta guerra contra siete países
durará más de cuarenta años.
Y eso sucederá
tras el siglo de la destrucción,
de la catástrofe,
del odio,
de la enfermedad,
de la guerra fratricida,
de la guerra etnocida,
del genocidio.
Y eso sucederá
cuando el Hijo del Hombre venga
del linaje de David,
del de los hijos del desierto.
Será ungido,
derramarán sobre su cabeza
el aceite de bálsamo.
Por el hombre de las naciones,
el justo atravesado,
Elias y Juan resucitados,
por él, será anunciado.
Y por el diablo en el bosque
será tentado.
Tres veces
saldrá vencedor.
Él, Rey de Gloria que viene sobre las nubes de los cielos,
la débil planta,
como el retoño que brota de una tierra reseca,
el rey humilde montado en un asno
y el servidor que sufre.
Así lo dijo Oseas.
«Me marcharé, regresaré a mi morada,
hasta que se confiesen culpables
y busquen mi rostro.
La mano del Eterno estuvo sobre mí.»
Y todos los que comen su pan
contra él levantarán el talón.
Y hablarán mal de él,
con lengua perversa,
todos los que se asociaron a su asamblea.
Le calumniarán ante los hijos de desgracia,
pero para que su voz fuera exaltada,
por su falta,
ocultó la fuente de inteligencia,
el secreto de verdad.
Y otros aumentarán aún su desolación.
Le encerrarán en las tinieblas,
comerá un pan de gemido,
su bebida estará en las lágrimas, sin fin.
Pues sus ojos estarán oscurecidos por la pesadumbre,
su alma se sumirá en las amarguras cotidianas.
El temor y la tristeza le envolverán.
Luego será la guerra.
En el mundo entero
combatirá contra los hijos de las tinieblas.
Los expulsará
sin tregua,
y contra el sacerdote impío, combatirá
y vencerá
y matará al sacerdote impío
con la ley.
Y en aquel tiempo todo estará dispuesto para el advenimiento
del Mesías.
Todo se preparará en el desierto.
Habrá un tesoro
de piedras preciosas y objetos santos
procedentes del antiguo Templo,
para que vaya a Jerusalén
cubierto de gloria,
para que reconstruya el Templo.
Y reconstruirá el Templo que habrá visto en su visión.
Y el Hijo del Hombre tendrá un ejército
que saldrá de una campiña llena de huesos.
He aquí que serán un gran número sobre esa campiña,
serán muy entecos.
Entonces el Eterno de los Ejércitos le preguntará:
«Hijo del hombre, ¿podrían revivir estos huesos?».
Y responderá:
«Señor y Eterno,
Tú lo sabes».
Entonces él dirá:
«Profetiza sobre estos huesos,
y diles:
vosotros, huesos que estáis secos,
escuchad la frase del Eterno».
Así ha dicho el Señor el Eterno:
«Huesos, voy a hacer que el espíritu entre en vosotros,
y reviviréis.
Y pondré en vosotros nervios,
y haré que la carne crezca en vosotros,
y extenderé sobre vosotros piel.
Luego pondré en vosotros el espíritu,
y reviviréis,
sabréis que soy el Eterno».
Entonces profetizará,
como le ha sido pedido,
y en cuanto haya profetizado,
habrá un ruido,
un temblor luego,
los huesos se aproximarán unos a otros.
Él mirará,
y he aquí
que se formarán nervios en ellos,
y crecerá la carne,
y la piel se extenderá por encima,
el espíritu estará en ellos,
revivirán,
se mantendrán sobre sus pies,
y formarán un gran ejército.
Y tomará su ejército.
Se dirigirá a Jerusalén.
Entrará por la puerta dorada.
Reconstruirá el templo
como lo habrá visto en la visión que ha tenido.
Y el reino de los cielos,
tan esperado,
llegará por él
el salvador
que será llamado
el León.
Y todas estas cosas ocurrirán
el año 5760.