Bruscamente, salí de mi ensoñación. Ya no había nadie ante los atrios del Templo. Permanecimos allí todavía algún tiempo, y sólo muy entrada la noche regresamos a nuestro hotel. Por el camino, mi paso era titubeante y ponderado, como el de un sonámbulo. Con gran sorpresa por mi parte —¿fue un sueño, una visión o una profecía, fue un trance o era realidad?— la puerta Dorada, en el monte Moriah, frente al monte de los Olivos, la que estaba tapiada desde 1530, aquella noche estaba abierta. La atravesamos y regresamos a nuestro hotel, arrastrados por la fresca brisa de Jerusalén.
«Nadie entrará por la puerta de Oriente, porque el Eterno entró por ella, y el príncipe se sentará allí, y entrará por el camino de la avenida de esa puerta, y saldrá por el mismo camino.»
Al día siguiente por la mañana, le expliqué a Jane por qué había decidido acudir a la fiesta del Lag Baomer: ésta conmemoraba la última y breve tentativa de independencia judía de Bar Koshba, en 135 de nuestra era. Bar Koshba había sido apoyado por el rabí Akiba que creía que era el Mesías en el que estaban puestas las esperanzas nacionalistas y místicas. Esta fiesta atraía sobre todo a judíos muy piadosos y, entre ellos, a los hasidim. Era para todos, sefarditas o ashkenazim, la ocasión de honrar a ciertos rabinos que habían influido en la tradición, como el rabí Shimon Bar Yochai.
Pero esa gran reunión era también una buena ocasión para los beduinos, que acudían a vender sus productos. Yo sabía que los taamireh, los que habían descubierto los manuscritos, solían acudir.
Pedí pues a Jane que se quedara en el hotel y vigilara a Kair Benyair, tomé luego el autobús para dirigirme a Merom. Mil cuatrocientos autobuses y otros tantos camiones y coches habían abandonado una Jerusalén embotellada y habían vertido una verdadera marea humana en Galilea, al pie de una colina. Cien mil personas tenían que subirla antes que cayera la noche de Lag Baomer. Algunos plantaban sus tiendas en las laderas rocosas, cercanas a las tumbas de los rabinos. Varios enfermos, transportados en parihuelas, avanzaban penosamente por los quebrados senderos. Mendigos con chilaba y otros vestidos de hasidim tomaban posiciones en las entradas del santuario. Se peleaban para proteger sus flacos zurrones e intentaban atraer la atención haciendo resonar una moneda en sus escudillas. Por todas partes vendedores de objetos piadosos, de bebidas, de
fallafels
o artículos de toda clase habían levantado sus precarios puestos. Me introduje en la muchedumbre para intentar encontrar el emplazamiento de los hasidim. Acabé descubriendo la tienda de lona parda cerca de la entrada del sepulcro del rabí Shimon. Me incliné y lancé una ojeada al interior: vi algunas tablas puestas sobre caballetes, y libros piadosos y
tefillin
amontonados. Por la abertura opuesta, distinguí a Yehuda que, provisto de un altavoz, anunciaba a los viandantes:
—¡El Mesías está aquí! ¡Ya llega! ¡Entramos en la era mesiánica!
Luego agarró del brazo a un joven soldado y le propuso que se pusiera las filacterias. Como se negara, comenzó a argumentar. El joven acabó aceptando, para que le dejara tranquilo.
Entonces, Yehuda se volvió y se acercó a mí.
—Ary —me saludó—, estoy contento de que hayas venido. Podrás ayudarme.
—Primero daré una vuelta y pronto me reuniré contigo.
Muy cerca de la tienda de los hasidim, unas ancianas decían la buena ventura con la ayuda de naipes que colocaban, de tres en tres, en una tabla:
—Acerqúense —gritaba una de ellas—, acerqúense y sepan si Bar Yochai está con ustedes.
Más lejos, unos jóvenes se peleaban para tener el privilegio de llevar, durante unas decenas de metros, el manuscrito de la Torá, y lo elevaban por encima de las cabezas mientras, en el cortejo, se improvisaban danzas. Un grupo de hasidim les seguían agitando banderolas que proclamaban:
«We want Mesiab now»
.
La Torá llegó a la tumba del rabí Shimon entre el entusiasmo general. Cada cual festejaba a su modo el aniversario de su muerte: por todas partes desenfrenadas danzas, cálidos encuentros, discusiones animadas y abundante comida bajo las vastas tiendas. De vez en cuando interrumpían sus festividades, para correr y arrojar sobre la tumba de un rabino ofrendas de velas o incienso, y solicitar que sus plegarias fueran escuchadas.
Distinguí por fin la tienda de los beduinos. Me acerqué. Vendían todo tipo de dijes y objetos hechos a mano. Compré sin regatear un plato pequeño, e inicié el diálogo.
—¿Dónde está la tribu de los taamireh? —pregunté en árabe.
—Nosotros somos los taamireh —respondieron.
Expliqué brevemente que deseaba hablar con ellos de las grutas y los manuscritos que habían encontrado, hacía mucho tiempo, en unas jarras. Parecieron comprender lo que les decía. Fueron a buscar a un viejo sabio y repetí mi solicitud.
—Tienes que ver a Yohi —repuso tras haberme escuchado. Luego se dirigió al fondo de la tienda.
—¿Quién es Yohi? —pregunté a los demás beduinos.
—Yohi es el que se ha marchado.
—¿Adónde?
—Es guardián de la tumba —respondieron.
Deshice pues el camino y me dirigí hacia la tumba del rabí Shimon Bar Yochai. Era una casita de piedra, cuyos oscuros pasillos y pequeños patios interiores debían recorrerse antes de llegar a la habitación central, donde estaba el sepulcro, excavado en el mismo suelo. En su interior había mendigos, tullidos y pobres diablos que no podían permitirse una tienda y oraban para que su suerte mejorara.
Sin haberle visto nunca, le reconocí enseguida. Tenía la piel terrosa y apergaminada, unos ojillos negros y penetrantes, y cabellos grises medio ocultos por un turbante. Estaba en la entrada de la habitación, sentado en una silla vieja, y parecía meditar. Me acerqué y le pregunté:
—¿Eres Yohi?
—Yo soy —contestó.
Parecía esperar que le diera una moneda, como hacía la gente antes de entrar en la estancia mortuoria. Puse un billete en su copela. Levantó los ojos, sorprendido.
—¿Has abandonado tu tribu?
Asintió con un gesto.
—¿Cuándo?
—Hace ya algún tiempo.
—¿Por qué te marchaste?
No obtuve respuesta.
—Yo le hice partir, Ary —respondió alguien a mi espalda.
Di un respingo. Aquella voz algo ronca me era muy familiar. Me volví lentamente.
Era Yehuda.
—Yo le encontré este trabajo y le hice abandonar su tribu. ¿Qué quieres de él? —me dijo en un tono que nunca le había oído.
—Pero y tú, ¿para qué le quieres? —repuse pasmado.
—Este hombre nos es útil porque conoce el lugar donde están los manuscritos de Qumrán.
—¡Los manuscritos de Qumrán! ¿Qué tiene eso que ver contigo? ¿Te envía el rabí?
—Sí. Dice que en estos manuscritos se habla de él. Dice que los quiere pues hablan del Mesías y anuncian su llegada para muy pronto, para el año 5760.
—¿Es cierto? —le pregunté al beduino—. ¿Conoces los manuscritos?
Permaneció unos instantes en silencio, luego dijo:
—¿Los rollos de Qumrán?
—Sí.
—Los encontró mi padre.
La noche terminaba y los primeros fulgores del alba comenzaban a aparecer cuando Yehuda y yo nos separamos de Yohi. Fuera, los hasidim se cubrían con un
tallit
y ataban sus tefillin para comenzar la oración matinal. Los cantos y las danzas de la víspera dieron paso al piadoso recogimiento. En el alba naciente, perfumada por braseros casi consumidos, todos los hasidim, orientados hacia el muro occidental, balanceaban vigorosamente sus cuerpos adelante y atrás.
Un grupito de hasidim meditaba en círculo, sentados en el suelo, mientras los clarinetes tocaban una nostálgica melopea, cada una de cuyas frases, improvisada al parecer, los hasidim puntuaban con graves suspiros que brotaban de lo más profundo del alma, como si se la oyera respirar. Pues para ser hasid hay que saber suspirar. Toda la alegría y toda la tristeza están presentes en el aliento del hasid que suspira, pues su corazón se alegra ante el fervor de la espera mesiánica y al mismo tiempo está dolorido por los indelebles estigmas de la destrucción del Templo.
Hay que saber respirar, pues, para ser hasid, y sin duda aquella madrugada yo era hasid. Mi sufrimiento era excesivo y demasiado apagado mi júbilo. Era un mal excesivo. Un mal excesivo para Él.
«Y yo callé, y mi brazo fue desatado de sus ligaduras y mi pie caminó por el lodazal. Mis ojos se taparon para no ver el mal, y mis oídos para no oír los crímenes. Mi corazón quedó atónito por los designios de la malignidad pues vemos a Belial cuando se manifiesta la inclinación de su ser, y todos los cimientos de mi edificio crujieron y mis huesos se descoyuntaron, y mis miembros, en mí, fueron como un navio en la furia de la borrasca. Y mi corazón se estremecía hasta el exterminio, y un viento de vértigo me hacía titubear por los infortunios de sus pecados.»
He dicho en Mis Escrituras todas las bendiciones y recompensas que les están destinadas porque se les encontró prefiriendo el cielo a su propia vida en este mundo, aunque fueran aplastados por los malvados, abrumados por ellos de vergüenza y oprobio y cubiertos de ultraje mientras Me bendecían. Y ahora, llamaré a los espíritus de los virtuosos nacidos en la generación de luz (…), así como a aquellos que no recibieron en su carne el honor digno de su fidelidad. Haré salir en una luz brillante a quienes amaron Mi santo nombre y haré que cada uno de ellos se siente en su sitial de gloria. Resplandecerán por innumerables tiempos, pues justo es el juicio de Dios: Concede confianza a los fieles en la morada a la que conducen los caminos de la rectitud. Verán cómo son arrojados a las tinieblas quienes nacieron en las tinieblas, mientras que los justos resplandecerán. Los pecadores gemirán y les verán resplandecer, y ellos mismos irán al lugar donde se les han señalado, por escrito, días y tiempos (…)
Y ahora os digo este misterio: los pecadores alteran y reescriben las palabras de verdad, cambian la mayoría de ellas, mienten y forjan grandiosas ficciones, redactan Escrituras en su nombre. ¡Si al menos escribieran en su nombre todas mis palabras, fielmente, sin abolirías ni alterarlas, sino redactando fielmente los testimonios que les transmito! Sé todavía un segundo misterio: los justos, los santos y los sabios recibirán mis libros para alegrarse con la verdad (…). Y les concederán crédito y se alegrarán y todos los justos entrarán en júbilo al conocer todos los caminos de la verdad.
Capítulo 1Pergaminos de Qumrán,
Libro de Henoc.
Dios, tras el comienzo, después de que hubo creado al hombre y la mujer y que éstos hubieron cometido la falta, se puso a maldecir las criaturas que habían escapado de Él. A la mujer le dijo que pariría con dolor y que estaría ávida del hombre que la dominaría. Predijo al hombre que trabajaría penosamente, que regresaría a la tierra de la que había salido y que siendo polvo volvería al polvo. Luego puso unos querubines en el oriente del jardín del Edén, para que con la llama de su espada fulminante custodiaran el camino del árbol de la vida. ¿Pero por qué había creado Dios al hombre libre si debía pagar tan terrible precio por su libertad? ¿Por qué dar para arrebatar de nuevo?
—¿Tu padre encontró los manuscritos? —había comenzado preguntándole a Yohi.
—Sí.
—¿Y dónde está ahora?
—Muerto. Le mataron —respondió.
—Habla —le pedí—, cuéntame lo que ocurrió. Nada tienes que temer de mí. Han raptado a mi padre. Quisiera encontrarlo.
Entonces me contó. Nunca había existido oveja extraviada, ni piedra arrojada al fondo de una gruta: los manuscritos no se habían encontrado así. Cierto día, un hombre había llegado al campamento de los taamireh. Tenía la apariencia de un beduino, pero hablaba en una lengua desconocida. Como cualquier extranjero, fue recibido según la costumbre, con mucha consideración: extendieron una manta, le sirvieron té muy azucarado en la más hermosa bandeja que la tribu tenía. Luego le hicieron café y se lo sirvieron en hermosas tazas decoradas.
Aquel día, como de costumbre, el campamento de tiendas negras estaba ordenado en una larga línea, de cara al sudoeste. Todo estaba en perfecta calma. Cada cual iba y venía a su ritmo. El calor del estío daba ganas de tenderse, simplemente, bajo el sol, sin hacer nada más, luego, cuando culminaba, a mitad de la mañana o de la tarde, apetecía sentarse a la sombra de la tienda y, durante las sofocantes horas, ayunar y recostarse apoyado en un codo.
Yo conocía un poco ese particular modo de vida de los beduinos. Mi padre, que en su juventud había tenido amigos beduinos, me había hablado de ellos. Decía que entrar en una de sus tiendas blancas y negras era como hallar refugio en medio de la desolación de la vida salvaje. Fuera estaba el espacio vacío y amenazador del desierto, donde el agua es escasa, los días son ardientes y las noches extremadamente frías. Decía que cuando había pernoctado en esas tiendas, despertaba durante la noche y temblaba hasta el alba. Observaba entonces el paisaje que, negro y blanco como las tiendas, iba poco a poco aureolándose de un débil color, hasta que salía el sol, parido por el suelo. Hacía cada vez más calor y, durante unas horas, el desierto tomaba los colores de la vida. Mi padre estaba profundamente impresionado por aquella experiencia del desierto. Decía que escuchar su silencio asustaba a quienes estaban acostumbrados al clamor de las ciudades, a quienes nunca habían conocido la soledad absoluta. En el desierto se podía escrutar el horizonte que se perdía de vista, sin nunca encontrar un solo ser vivo. Por todas partes, el suelo estaba vacío, como si la fuerza del sol y la carencia de lluvia hubieran querido borrarlo del mapa.
A veces, los beduinos iban a las altas y salvajes montañas. Y también hacia las dunas de arena que, como gigantescas olas expuestas a la erosión del viento, adoptaban misteriosas formas. Todos los beduinos creían que el desierto estaba habitado por los djinns. Decían que el extraño canto de las dunas, ese ruido de granos de arena que corren bajo la ligera caricia del viento, era la música que los djinns tocaban. A veces los miembros de la tribu cantaban y danzaban de un modo extraño. También era cosa de los djinns.
Cuando el extranjero se hubo restablecido e instalado, le preguntaron qué hacía y adonde iba. Pero como no comprendían su lengua, llamaron al padre de Yohi, que iba a vender los objetos a las ciudades de Israel. Sabía hebreo y también un poco de inglés. A su padre no le costó demasiado hablar con el hombre: su lengua se parecía mucho al hebreo, aunque no era exactamente el que solía escuchar.