—Afirma usted que Juan Bautista era esenio. Es falso, pero admitámoslo por un instante. Le desafío a que demuestre que estaba en contacto con Qumrán. Como usted sabe, existían varias formas de esenismo. Y los pocos hombres de Qumrán son sólo un puñado en relación con las numerosas familias que constituían la orden esenia. Según dicen Filón y Flavio Josefo, la mayoría de los esenios vivía junto a las ciudades y los pueblos.
—Juan Bautista tuvo, en efecto, contacto con la secta de Qumrán. La proximidad geográfica del monasterio de Qumrán con el paraje donde se reunía la muchedumbre no es fortuita. Y diré más incluso: no sólo Juan Bautista era esenio, también lo era Lucas, que evoca el desierto en el que creció; hoy sabemos que sólo los esenios acogían a los niños en el desierto para instruirles en su doctrina.
—Juan Bautista no era esenio. Su padre, Zacarías, era un fiel sacerdote del Templo de Jerusalén, mientras que los esenios rechazaban a los sumos sacerdotes en ejercicio.
—Juan Bautista llevaba una vida de asceta, muy parecida a la de los miembros de Qumrán, respetando escrupulosamente la
Regla de la comunidad
.
—Flavio Josefo habla del carácter comunitario y sacro de las comidas que hacían los esenios; se asimilaban a las comidas saduceas del Templo, durante las que los sacerdotes consumían en estado de pureza y de modo ritual las ofrendas hechas a Dios. Juan, por su parte, sólo se alimentaba de productos naturales del desierto, mijo y saltamontes.
—Algunos miembros de la secta practicaban el ayuno. Pero lo más importante es el sentido de la acción de Juan Bautista en el desierto: quería reanudar la predicación profética. Usted conoce la importancia espiritual y religiosa del desierto. El profeta Oseas había anunciado que Dios llevaría allí a su pueblo infiel para devolverle la promesa de sus bodas. Ezequiel evocó el desierto de los pueblos, en el que Dios entraría en juicio con su pueblo. El segundo Isaías describió el nuevo Éxodo en el desierto como un paraíso, e invitó a sus compatriotas a desbrozar el camino para Dios. Este texto es citado, dos veces, en la
Regla de la comunidad
para justificar la secesión del grupo esenio y su abandono del Templo para internarse en el desierto. El desierto es siempre la última fase de preparación antes del gran día.
»Además, Juan Bautista compartía ciertas ideas de sus contemporáneos, especialmente los autores del Apocalipsis, pero se distinguía de ellos por su radicalismo. Por éste se acerca a los esenios de Qumrán, que oponen el Israel pervertido a su pequeña comunidad que, fiel a la profecía de Isaías, pretende ser la "preciosa piedra angular que no vacilará". El Bautista se acerca a los esenios de Qumrán cuando amenaza al pueblo con la cólera de Dios y predice a los hijos de Israel que no podrán escapar de ella sin una conversión radical.
—Juan era un predicador itinerante que no temía mezclarse con la muchedumbre. Los esenios, por su parte, muy puntillosos en materia de pureza, se mantenían distanciados de todos los pecadores.
—El objetivo de Juan Bautista era purificar a toda esa gente por medio del bautismo, que era una costumbre esenia. Los esenios concedían una importancia primordial a la «purificación de los Numerosos» por los baños rituales.
—Pero Juan presidía el bautismo de los demás, mientras que cada uno de los miembros de la comunidad de Qumrán tomaba personalmente su baño de purificación, sin mediador alguno. Al revés que el radicalismo integrista que se desarrolló en las riberas del mar Muerto, Juan anunció el gran aliento del evangelio con la generosa acogida reservada a los pecadores. La humildad de su actitud ante el «mayor que él», Jesús, le convierte en un notable cristiano y la tradición ve, con razón, en él, al precursor y anunciador de Jesús, nuestro Señor…
—Precisamente yo quería llegar a Cristo.
No le habían olvidado. Tras haber terminado su tarea, se dirigieron hacia mi padre. Lentamente, le amordazaron y le ataron al altar con una tosca cuerda.
Las lágrimas brotaron de sus ojos y terribles temblores agitaron todo su cuerpo, pero sus verdugos, decididos a sacrificarle, permanecieron impasibles a esas mudas súplicas. Su calvario no había terminado: los samaritanos se retiraron a sus casas para meditar, recogerse y seguir leyendo en familia la historia del pueblo hebreo en el Sinaí. Mi padre, atado, amordazado, renunció a buscar ayuda. Con cada minuto, cada segundo de espanto veía llegar el siguiente como el último y, lo que era más insoportable todavía, veía un infalible fulgor de esperanza abrirse paso a duras penas, abrirse paso y persistir, para sostenerle, para sujetarle a la vida, aquella vida sacrificada que seguía murmurándole que Dios no iba a abandonarle. Comenzó a odiar aquella esperanza tan indisolublemente ligada a la vida, aquella maldita esperanza que le hacía seguir aguardando un postrer socorro, natural, humano o sobrenatural; cualquier cosa que le sacará de aquella situación desesperada. En el umbral de la muerte violenta, seguía aguardando algo; y eso ocurría porque era hombre.
Las ataduras torturaban sus azuladas muñecas, desgarraban su piel. Estaba tendido en el altar, con la espalda contra la piedra, los brazos atados a los ángulos superiores del ara, las piernas encogidas hacia la izquierda, los tobillos liados juntos en un tercer ángulo. Por su cuerpo, así contorsionado, apenas circulaba la sangre; tenía las piernas cada vez más doloridas y no conseguía respirar normalmente. Comenzó a orar. Como para acompañarle, se oyó el sonido del shofar, al igual que en el día de Kippur, cuando se anuncia el final del ayuno, la gran liberación, y el juicio celestial que separará, en el destino de cada cual, las buenas y las malas acciones. Pero no era el día de Kippur, no era el renacimiento de la vida purificada. Era un sacrificio humano. Por amor de Dios, ¿dónde estaba Dios? ¿Iba a abandonarle? Las lágrimas brotaron otra vez de sus ojos cuando pidió perdón, cuando, en un último respingo de fe ferviente, le invocó con todo su ser e imploró, una vez más, la postrera, que le salvara, que no le abandonara.
Los cabezas de familia salieron uno a uno de sus casas, con un bastón en la mano, la estera de oración bajo el'brazo y una manta al hombro. El sumo sacerdote, seguido por toda la comunidad, volvió de nuevo al lugar. Rodearon el altar donde estaba atado mi padre y entonaron salmos. Entonces, el sumo sacerdote se aproximó lentamente a él, con un cuchillo en la mano. Mi padre cerró los ojos. Sintió la afilada hoja en su garganta oprimida.
—¡No!
El grito resonó y dejó un eco en la sala. Pierre Michel, con paso decidido, subió de nuevo a la tribuna.
—No me impedirá usted hablar, Johnson, ni decir a todo el mundo lo que usted y yo sabemos perfectamente: que el Maestro de Justicia y Jesús son una sola y misma persona. Los «Kittim», esos hijos de las tinieblas, esos abominables verdugos que menciona el
Pergamino del Maestro de Justicia
, y que van a atravesarlo, a crucificarlo, no son sino los romanos.
—¡De ningún modo! La palabra designaba a los pueblos latinos y griegos de las islas mediterráneas. «Kittim» puede también aplicarse a los seléucidas, que eran griegos. Y si el
Pergamino del Maestro de Justicia
habla de los griegos, entonces data del siglo II antes de Cristo. La identidad del Maestro de Justicia, como la del «sacerdote impío» que menciona el pergamino, debe elucidarse. Pues muchos personajes históricos pueden equipararse tanto al uno como al otro. El sacerdote impío podría ser, muy bien, Oirías III, el sumo sacerdote expulsado por Antíoco Epífanes, o Menelao, el malvado sacerdote que le persiguió. O también Judas el Esenio, figura santa que se enfrentó con el terrible Aristóbulo I.
»Además, el Maestro de Justicia era un sacerdote, tal vez incluso un sumo sacerdote del Templo. Se alió con una orden religiosa, a cuyos miembros instruía en el significado de las Escrituras, añadiendo sus propias enseñanzas y profecías. Perseguido y ejecutado, se convirtió para siempre en el profeta mártir de la orden esenia que le adoró y le veneró, y que aguardó su regreso en la era mesiánica. ¡Pero ese Maestro de Justicia vivía en el siglo I o II antes de Cristo!
—Eso es lo que usted dice. Pero sabe, como yo, mucho más sobre ese tema, desde que desciframos el último pergamino; el que abre la puerta de los secretos, el que tengo aquí, en mi poder, a pesar de todas tus tentativas para arrebatármelo —replicó Pierre Michel señalando a Johnson con un dedo acusador.
La concurrencia estaba estupefacta. Algo se estaba dirimiendo entre ambos hombres, una antigua rivalidad, tal vez más vieja aún que ellos mismos, pero ciertamente también un conflicto personal entre los dos antiguos amigos, aunque el conflicto no desempeñara ya papel alguno; en cualquier caso, no ocultaban ya que se conocían bien.
—Jesús existió —prosiguió Pierre Michel—, es cierto. Pero no era el que se cree. Ha llegado la hora de decir lo que este pergamino revela. El manuscrito nos dice no sólo quién era Jesús sino también quién le mató realmente, y por qué. Y es eso lo que te da miedo, Misickzy, a ti que te ocultas bajo el falso nombre de Johnson, eso es lo que no puedes soportar. Pero hoy vas a escucharlo y todo el mundo va a saberlo, a saberlo todo. Pues voy a revelar a todo el mundo lo que ocurrió aquella famosa noche de Pascua en la que Jesús encontró la muerte.
Johnson, loco de rabia, se puso a gritar:
—Eres un traidor; robaste nuestros manuscritos para perjudicarnos. También yo revelaré a todo el mundo lo que has hecho, y lo que te hace actuar. Este hombre no sólo apostató —anunció dirigiéndose al auditorio—. Este hombre… ¡Este hombre se convirtió al judaismo!
Johnson daba libre curso al odio que le torcía la boca, deformaba su rostro e hinchaba las venas de sus sienes violáceas.
—Te convertiste a ese pueblo responsable de la muerte de Jesús, pues Israel y nadie más fue el culpable —prosiguió Johnson—. Te convertiste a esa religión folclórica, anticuada y deicida.
—No me sorprende de ti que creas en esa impostura antisemita, de la que la Iglesia se hizo culpable cuando se paganizó, que creas en esta calumnia que es, directamente, el origen de los sufrimientos y las indescriptibles persecuciones infligidos a los judíos a lo largo de los siglos. La Iglesia católica sólo ha desmentido a medias, y muy tarde, la acusación de deicidio formulada contra los judíos. Me avergüenza. Me avergonzáis.
»Conozco tus móviles y los de la Congregación para la Doctrina de la Fe: la autopreservación, la supervivencia nacional y espiritual de vuestros opulentos aristócratas. La verdad, esa que tú rechazas, es que los sacerdotes que condenaron a Jesús no tenían la adhesión de las masas judías, pues se habían puesto al servicio del ocupante pagano para preservar su posición, por lo demás precaria, ante el poder romano.
»Entre esos sacerdotes había algunos hombres íntegros, una minoría disidente, compuesta principalmente por fariseos, que intentaba contener a los saduceos. Los esenios eran esos sacerdotes disidentes. La comunidad de Qumrán se fundó después de las guerras macabeas, en señal de protesta contra el secuestro de la religión judía por la autoridad del Templo, dominada por los saduceos. Los sacerdotes esenios estaban convencidos de que Dios no salvaría al pueblo judío si éste no obedecía su ley. Los esenios siguieron de modo estricto los preceptos de la Torá, y apelaron a la justicia de Dios para que se cumplieran las profecías. Creían que ningún poder político, ninguna potencia militar podría liberar a Israel del yugo del opresor; que sólo una intervención sobrenatural, la del Mesías, el Ungido de Dios, establecería un orden nuevo. Los esenios de Qumrán se volvían hacia el pasado, releían las Sagradas Escrituras de Israel para comprender el significado del destino de los hebreos y del pueblo de Israel. Estos textos iluminan los acontecimientos contemporáneos con una nueva luz. Esta historia donada por Dios debía transcribirse en pergaminos para que fuese leída y releída. Así, los escribas de la secta comenzaron a redactar no sólo copias de los libros sagrados, que los judíos respetaban, sino también de los propios escritos de la secta.
—¿Y qué papel desempeñó Jesús en todo ello?
La concurrencia, impaciente y ansiosa, estaba pendiente de los labios de Pierre Michel. Su voz se suavizó extrañamente cuando dijo:
—No era un humilde carpintero, ni un dulce pastor que predicaba el amor y el perdón por medio de parábolas, ni una encarnación divina que llegaba para ofrecer el perdón y sacrificarse por las faltas de los hombres. No. El Mesías de Israel era un guerrero triunfante y un juez, un sacerdote y un sabio instruido. Nada tenía de metafórico su fervor mesiánico. Los esenios de Qumrán creían firmemente que los romanos y sus agentes judaicos encarnaban las fuerzas de las tinieblas. Creían que la eliminación de la maldad y del Maligno sólo sería posible con una sangrienta guerra de religión. Sólo entonces llegaría un período de renacimiento, de paz y de armonía. El pueblo de Israel debía desempeñar un papel en su propia redención. Conducidos por su Mesías, los esenios reharían el mundo. Pero no todo ocurrió como estaba previsto. Y quienes premeditaron el asesinato de Jesús, los asesinos, son…
—¡Cállate! —gritó Johnson ya incapaz de dominarse—. No tienes ya derecho a la palabra. El cristianismo suplantó la religión judía. La única respuesta correcta de los judíos al cristianismo es la conversión. Sois un arcaísmo, vuestra religión es vetusta y anacrónica. La ocupación de Jerusalén se basa en una enorme mentira. No es posible deportar a toda la población judía de Israel, pero es posible ya eliminar un…
Cuando le pusieron el cuchillo en la garganta, vaciló con los ojos desorbitados. Se debatió luego, enloquecido, lanzando un grito desgarrador.
El fuego estaba listo; su asesina incandescencia se preparaba para lamer la carne dolorida y hacer que su soplo ascendiera hacia Dios, para que aceptara la súplica.
Resonó un disparo ensordecedor. Luego, un segundo y un tercero, inmediatamente seguidos por un clamor de espanto y de pánico.
Era una bestia joven y sin defectos, inmaculada y frágil. Aterrorizada por el fuego, arqueó todo su cuerpo. El sudor del sufrimiento, el jadeante aliento del miedo no cambiaron la decisión del hombre: le consagraba a Dios por ese holocausto. Entonces, el sacerdote aplicó el afilado cuchillo y, con gesto seco, lo degolló. Se escuchó un último grito, apenas audible, como un sollozo, y el cordero expiró. La sangre manaba todavía cuando prendieron la hoguera.