Intentaba alejar los pensamientos que se me ocurrían; hubiera sido muy cómodo decir que el demonio los había puesto en mí. Sin embargo, me parecía que eran míos, aunque me costara reconocerlo, tan innombrables, tan impensables me parecían. ¿Cómo escribirlo? ¿Podré decirlo? ¿Me atreveré a confesarlo? ¿Debo grabarlos, liberarlos para que dancen como letras enloquecidas y hechiceras, o es preciso callarlos para siempre, sumergirlos en las profundidades de mi alma, junto aacciones que serán debidamente pesadas en la divina balanza del juicio final? Las palabras rozan aquí el límite de lo indecible. Pero no puedo retenerlas, como no pude impedir mis sensaciones. No puedo callarlas; quiero llegar hasta las fronteras del reconocimiento, de la confesión. Pues la escritura no es mi exutorio sino mi modo de purificarme; mi bautismo, mi redención. Quiero dar testimonio, para que las generaciones sepan lo que he querido; lo que he vivido; y que mis actos, como el mal, resuenen en el cosmos.
«Hemos faltado ante tu faz. Imploramos tu misericordia.»
Cometer la falta. Que me bese con besos de su boca, su aliento en mi aliento; eso ordenaba la interioridad de las letras.
Kiddushin
, santificación, pero también matrimonio, una de las cimas de la humanidad, lugar donde es más evidente la proximidad del Nombre. Quebrar el Santo en lo más alto, en su acmé. Burlar. Pisotear los valores sagrados por lo sagrado. Tocarle, a Él, el Innombrable, alcanzarlo finalmente por el pecado, en el límite extremo. Entre los hasidim, me habían enseñado el pudor. Los esposos dormían en lechos separados, mantenían relaciones en habitaciones oscuras, el hombre sobre la mujer, frente a frente. Mi rabino decía que era preciso permanecer lo más vestidos posible, o estar juntos a través de una sábana agujereada. Entre los hasidim polacos, los cabellos de la mujer eran muy cortos, se los rapaban incluso entre los húngaros y los de Galitzia.
¿Pero por qué nos había revestido Dios de carne, fortalecido con huesos y nervios? ¿Por qué esa piel que me ardía cuando me acercaba a ella? ¿Por qué esa carne que gritaba su desesperación cuando con mis atónitos ojos, enrojecidos por la vergüenza del deseo, percibía furtivamente una pizca de su piel blanca, inmaculada? ¿Por qué esos huesos y esos nervios si no eran también a imagen de Dios, si sólo el alma constituía la esencia del hombre? ¿Por qué esta maldita envoltura terrestre si era sólo un hábito que era necesario quitarse cuando caía la noche? ¿Aunque el cuerpo fuera sólo un accesorio, no ocultaba su cuerpo otro principio? Mi frente, mis manos, mis pies, todo mi cuerpo llevaba los estigmas del deseo.
Sus pómulos de gavanza, sus ojos de almendra castaña y blanca, sus pronunciados pechos bajo la ropa, su talle ceñido a veces, todo su cuerpo atraía mis miradas furtivas, torpes y huidizas. Sus faldas y sus vestidos dejaban adivinar ciertas curvas que me hacían desfallecer de gozo. Las recorría a hurtadillas. Un lóbulo de oreja atravesado por flores o perlas, una muñeca salpicada con lágrimas de rocío, un poco de su tobillo velado de oro oscuro hacían que mi alma se sobresaltara. Tenía la sensación de que mis ojos se abrían, de que veía por primera vez, de que nunca antes había visto. Yo, que no miraba a las mujeres, que había adquirido el reflejo de bajar los ojos cuando me cruzaba con ellas por la calle, yo que me protegía con mi shtreimel en los lugares donde exhibían sus impúdicos cuerpos, permitía ahora que mi mirada se extraviara, muy a mi pesar, por lugares prohibidos, insondables lugares que un hasid nunca había visto; y que yo, sin tenerlos, conocía.
Pero si el sentido imprimía la piel, asolándola o magnificándola, entonces el cuerpo entero no podía ser un delito. ¿Por qué sentía tanta vergüenza? Ya no era digno de las enseñanzas de nuestros maestros; ni de la Torá. Enfurecido, fui a enterrar mis libros en un cementerio de libros, como quiere la costumbre; pues está prohibido arrojarlos en cualquier parte. Al día siguiente, los exhumé y pedí perdón.
Perdía la cabeza. Era la anarquía; una fuerza enloquecida, indescriptible, irracional me arrastraba. El deseo alimentaba el obstáculo; pues la importancia del impedimento estriba en el deseo que suscita. El deseo se alimenta de él y sólo existe por él, hasta el punto de que éste, no siendo ya más que una alquimia, escapa de sí mismo para convertirse en fundamento. Precisamente cuando la desaparición de mi padre me producía un tormento insoportable, yo deseaba a Jane. Precisamente cuando era un hasid, con un shtreimel y mis tirabuzones, yo la deseaba. Antes de la plegaria, después del estudio, la deseaba. Mientras comía, mientras dormía, invocaba su nombre. Al levantarme, al acostarme. Entrando, saliendo. Mientras los muertos se acumulaban a nuestro alrededor, dejando oscuras heridas en nuestras almas, la deseaba. Aunque eso hubiera supuesto el fin del mundo, la habría deseado.
«Apártame de tus ojos, pues me embrujan.»
Amiga de mi alma, fuente de la generosidad, me atraía como y cuando ella quería. Yo corría como un ciervo. Qué dulce me era el amor que sentía por mí; sus palabras y sus atentos gestos eran más suaves que la miel, el azúcar y todo lo que se saborea. Belleza, atractivo, fulgor supremo, me mostraba el esplendor de su brillo y me llenaba de un gozo eterno. Su gracia se vertía. ¡Cómo languidecía yo! «Satisfazlo pues, y no me desdeñes.» Quería que desvelase, extendiese ante mí el pabellón de su paz; que iluminase la tierra entera con su gloria; que fuera mi gozo, mi felicidad. «Apresura tu amor, pues llega el tiempo, y concédenos tu gracia como en días de eternidad.»
Perseguía en ella los menores descubrimientos. La luz serena de su rostro opalino estaba sembrada de gotas de un marrón muy claro; sus labios bermejos eran un oasis de fresas y frambuesas en medio del desierto; el cuello marfileño tenía la palidez macilenta del Neguev. Su piel era un guijarro blanco en un mar de sal, de prieta textura, de lechosa untuosidad y suave pulido; una envoltura lisa y sedosa, refinada, flexible y blanca como papel, nacida de siglos de progreso minuciosamente recorridos, hermosa culminación de un linaje de beldades. La tinta corría sola por semejante textura, nunca absorbida, y se secaba en la superficie tras haberse deslizado, aérea y revoloteante como una bailarina desnuda.
Esa hoja no debía agujerearse sino rozarse con signos, todas las letras estaban grabadas en aquella página, formando palabras de ensalmo; veintidós pequeñas arrugas curvas, sutilmente dibujadas, que tomaba yo para formar palabras, que trazaba, como un minucioso escriba, en cada línea, siguiendo el mudo hilo de mi imaginación, guiado por la inspiración sagrada. Preparaba, alisaba, estriaba, moldeaba la pelusa tierna, satinada, con mil letras procedentes de las más antiguas tradiciones. Cada una de ellas, zozobrando, vibraba largo rato, insuflada por la inspiración divina; cada una de ellas era una consonante llena de vocal, apretada contra otra consonante, saciada por otra vocal, tendida ya hacia otra, hacia el infinito. Recuerdos tamizados, epifanía, profanación respetuosa, lectura infinita, interpretación de aquel precioso pergamino, el más estimable de todos, corazón palpitante bajo las acribilladas hojas, muerto y devuelto luego a la vida por la exégesis atenta, responsable. Yo escribía el libro de una nueva historia, hecha de sutiles pilpul, plazos del deseo, de notas melodiosas y de fe, de esperanza, de no saciada espera. ¡Y cómo ansiaba el final! Era el final de los tiempos, la parusía, el advenimiento del nuevo mundo, el Tikun liberador, tan retrasado, tan esperado, desde hacía milenios.
A veces, soñaba despierto. Su boca era un dulce néctar, su persona un perfume refinado. Era mi paloma en el hueco de una roca, en lo más oculto de un acantilado, me hacía ver su rostro, me hacía oír su voz; y su voz era melodiosa, y su rostro hermoso, sus ojos como pájaros, su cabellera como rebaño de cabras, sus labios como cinta escarlata. «Qué hermosas son tus caricias, hermana mía, esposa mía. Tus caricias son mejores que el vino y el aroma de tus perfumes mejor que todos los bálsamos de la tierra.»
Aquí y en ninguna parte, ahora y siempre. Estaba transido, atravesado de parte a parte por fulgurantes impulsos; estaba ebrio de su movimiento, deslumbrado por su invisible fulgor; sentía colores inauditos, veía melodías celestiales, sabores supremos. Me hacían bailar, siempre más deprisa, siempre más arriba, sin jamás dejar de girar. Una fuerza invencible me lanzaba hacia el cosmos, otra me enraizaba en lo más profundo de la tierra.
Su rostro era de una infinita pureza, abría los ojos al silencio.
Para mi mayor desgracia, pero también, irónicamente para mi bien, el pensamiento de mi padre, me devolvía con dureza a la razón. Algunos días echaba a correr por todas partes, por todos los lugares donde había israelitas, por todos los lugares donde había arqueólogos. A veces creía percibirle; el corazón me daba un salto en el pecho. Noches de pesadillas me impedían dormir y me dejaban huraño, con los ojos perdidos en el vacío durante todo el día. Me preguntaba, a veces, si había adoptado la estrategia adecuada. Si no habría debido hacer cualquier cosa para correr tras aquella gente que se lo llevaba ante mis ojos, y me atenazaba el remordimiento. ¿Qué estaba haciendo yo aquí si él estaba todavía en Francia? ¿Pero qué hacer en Francia, si le habían traído aquí?
Una noche, mientras discutíamos en el vestíbulo de mi hotel, me sentí mal. Ella me acompañó a mi habitación y me tendí. Presa de la desesperación, yací durante toda una hora en el lecho, con los brazos en cruz. Jane, pacientemente, se sentó en una silla y se quedó conmigo. Cuando se inclinó para ver si había vuelto en mí, me rozó con sus largos y suaves cabellos. Sentí un perfume alcanforado que fue como un bálsamo para mi cuerpo inerte. Aquello me devolvió a la vida. Me levanté. Me miró desde el fondo de sus ojos castaños; luego se marchó, dejando a sus espaldas el rastro de aquel ungüento.
Progresó y triunfo eterno de la luz.
Entonces los hijos de la justicia
iluminarán todos los extremos del mundo, de modo progresivo,
hasta que se hayan consumido todos los momentos de las tinieblas.
Luego, en el momento de Dios, su sublime grandeza brillará
durante todos los tiempos [siglos] para felicidad y bendición;
la gloria y el gozo y el transcurso de días
se darán a todos los hijos de luz.
Y, el día en que caigan los Kittim,
habrá una batalla y una dura carnicería
en presencia del Dios de Israel;
pues será el día fijado por Él desde antaño
para la guerra de exterminio de los hijos de las tinieblas.
Y aquel día se aproximarán para una inmensa carnicería
la congregación de los dioses y la asamblea de los hombres.
Los hijos de la luz y la parte de las tinieblas
combatirán juntos por el poder de Dios
entre el estruendo de una inmensa muchedumbre
y los gritos de los dioses y de los hombres, en el día del infortunio.
Y será tiempo de desolación para todo el pueblo redimido por Dios;
y entre todas sus desolaciones no habrá ninguna semejante a aquélla.
Desde que se haya iniciado hasta que haya concluido
para dar paso a la redención definitiva.
Y el día en que combatan contra los Kittim,
les salvará de la carnicería en aquel combate.
Durante tres partes,
los hijos de luz serán los más fuertes para arrollar la impiedad;
y durante otras tres partes el ejército de Belial responderá
para que la parte de Dios se bata en retirada.,
y los batallones de infantería harán que el corazón se derrita,
pero el poder de Dios fortalecerá el corazón de los hijos de luz.
Y en la séptima parte la gran mano de Dios
someterá a los hijos de las tinieblas a todos los ángeles de su imperio
y a todos los hombres de su partida.
Capítulo 1Pergaminos de Qumrán,
La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas.
Tras haber cometido la falta, el hombre y la mujer oyeron la voz de Dios resonar en el jardín cuando apuntaba el día. Se ocultaron; y Dios llamó al hombre, y éste respondió que se ocultaba porque iba desnudo. Entonces Dios le preguntó cómo sabía que iba desnudo: ¿no era a causa de aquél árbol de cuyo fruto le estaba prohibido comer? El hombre confesó que lo había probado, y que era culpa de aquella mujer que Dios había puesto a su lado. Y la mujer dijo que había sido la serpiente que la había engañado. Debieron así explicarse ante Dios, como algún día será necesario que cada cual rinda cuentas, y confiese lo que ha hecho, y pague por sus crímenes. Pero ¿por qué es necesario que cada cual, por vicio o cobardía, arroje la responsabilidad sobre otro y que, incapaz de arrepentimiento, se descargue de las fechorías que ha cometido?
Llegó por fin el esperado día de la confrontación. La
BAR
, para el coloquio, había alquilado un inmenso anfiteatro, cuyos muros forrados de madera hacían pensar en un tribunal. Habíamos llegado entre los primeros; mientras Jane se atareaba, observé a quienes entraban, solos o en grupitos. Periodistas, profesores, investigadores, hombres de Iglesia o rabinos de todos los países se apresuraban, con aire inquieto y curioso. Algunos lucían una indefectible sonrisa: ateos o, tal vez, gente que creía que la verdad iba a estallar por fin, que se celebraría el juicio final.
Otros parecían atormentados. Varias cadenas de televisión transmitían en directo el acontecimiento. Apenas podía imaginar el número de personas que escucharían y verían lo qué iba a suceder, pero rogué que entre ellas, ante una pequeña pantalla o en la sala, estuviera alguien que pudiera ayudarme a encontrar el rastro de mi padre.
Si hubiese podido imaginar lo que le ocurría justo mientras se estaba celebrando el coloquio, si hubiera sabido hasta qué punto estaba yo lejos de la verdad, hasta qué punto me había dejado engañar y qué lejos estaba, en aquel instante, de él… Creo que me habría vuelto loco.
Después del secuestro en el piso de Pierre Michel, primero lo habían sacado de París, a unas dos horas de coche. Tenía los ojos vendados y las manos atadas. En el vehículo, nadie decía palabra.
Llegaron pronto a una casa de campo donde lo encerraron en una habitación. Allí fue libre de moverse, pero seguía sin poder salir. Sus captores le dejaron así varios días, que fueron para él una eternidad. Por más que les hablaba, les hacía preguntas en hebreo, árabe y en todas las lenguas que conocía, cuando iban a darle de comer, aquellos hombres se negaban a responderle. Ignoraba por qué lo habían detenido así, y qué podían querer de él; como yo, se preguntaba si habían querido secuestrarle a él o si lo habían confundido con Pierre Miehe. Recordaba también las crucifixiones y, sin cesar, se preocupaba por su hijo. Encerrado así, sin nadie con quien hablar ni nada que hacer, fue presa de un profundo desaliento. Sus miembros se entumecían a causa de la inacción y le dolía la cabeza de resultas de permanecer siempre acostado.