Le enseñé las distintas marcas del rostro, que no son innatas sino que van modificándose según la condición del hombre. Pues las veintidós letras del alfabeto están impresas en cada alma y ésta, a su vez, se expresa en el cuerpo que ella anima. Si el natural del hombre es bueno, las letras se disponen en su rostro de un modo regular; de lo contrario sufren una modificación que deja huellas visibles.
Le mostré al hombre que camina por la vía de la verdad, fácilmente reconocible para el cabalista por la venilla horizontal que lleva en las sienes, una de las cuales forma en su extremo dos estrías más, que se ven cruzadas por una tercera, en sentido vertical. Esas cuatro marcas atestiguan la virtud del hombre, pues dibujan las letras místicas
y
. Diferente es quien se ha apartado por completo del buen camino, pues el espíritu santo abandona a ese hombre para dejar paso al espíritu impuro. Tiene éste tres granos rojos en la mejilla derecha y otros tantos en la izquierda. Debajo, hay delgadas venillas rojas, que forman las letras
y
, como está escrito: «el propio impudor de su rostro testimonia contra ellos».
Le hablé del hombre pródigo que, tras haber andado por el mal camino, regresa a su Dueño, y siente vergüenza cuando se le mira a la cara, pues piensa que todo el mundo conoce su pasado. El color de su rostro es, alternativamente, amarillo y pálido. Tres finas venas lo marcan: la una sale de la sien derecha y se pierde en la mejilla; otra debajo de la nariz va a confundirse con las dos marcas del lado izquierdo. Una tercera, por fin, reúne en una sola las dos últimas. Sin embargo, este signo se pierde cuando el hombre se ha acostumbrado ya por completo a practicar la virtud, cuando se ha liberado totalmente del vicio. La letra
está inscrita en su frente.
Le presenté al hombre que regresa por segunda vez a este mundo para reparar las faltas cometidas en su precedente vida en la Tierra, que tiene una arruga en la mejilla derecha, dispuesta verticalmente cerca de la boca, y dos profundos pliegues en la izquierda, colocados del mismo modo que la precedente. Los ojos de ese hombre nunca brillan, ni siquiera cuando siente júbilo.
—¿Y yo, de qué tipo soy? —me preguntó.
Algunas arrugas, muy finas, recorrían su rostro, cuyo dibujo conocía yo de memoria. Formaban varias letras deliciosas: álef, hé, beth y hé
.
La veía cada día y, cada noche, oraba con pasión, pues la guerra contra el mal halla su principal lugar en la plegaria. Intentaba convertir el arrobo, el transporte que agitaba mi corazón cuando, en pleno ardor oratorio, en devoción, veía a Jane; quería superar el amor terrestre con el amor divino, fuente de todas las cosas. Oraba al Dios creador para que me diera fuerzas para resistir la tentación. Pero sabía que, tras haber hecho tsimtsum, nos había querido libres y responsables del mal que estaba en nosotros.
Era un combate terrible. Quería yo ser un alma inocente junto al Altísimo, y mi corazón estaba mancillado por las llamadas terrenales. Quería ser empecinado, fiel al Eterno de los ejércitos, y mi alma se deshacía en lágrimas, ardía de inquietud y se consumía hasta el punto de desaparecer hecha humo. Quería ser seco como un pedazo de madera y estaba húmedo de deseo. Oraba y agitaba mi cuerpo hacia delante y hacia atrás, con tanta fuerza que, a veces, me golpeaba la cabeza contra las paredes. Habría querido flagelarme, mortificarme, castigarme duramente, para expiar.
A pesar de todos mis esfuerzos, a pesar de mi voluntad, me sentía tentado, y las malas tendencias crecían en mí. Los hasidim dicen que también con eso hay que servir a Dios; que debemos amarlo con los dos instintos; que el pecado es una condición necesaria para seguir, su Nombre de modo completo. Pues el Espíritu Santo planea por la faz del pecado y permanece en él. Yo me esforzaba en alcanzar la salvación más allá de la remisión, que me parecía inaccesible, en conseguir la reconciliación de las realidades de arriba con las de abajo. Abría en sueños monistas el Santo de los Santos, lugar sagrado del Templo; hallaba allí querubines tiernamente enlazados. ¿Era posible que las fuerzas corporales tuvieran un poder teúrgico? No, no, era imposible. Tenía miedo. Prefería luchar. Me deseaba puro, me creía fuerte.
Nunca como entonces he esperado el
Tikun
, la respiración final y mesiánica del mundo, con semejante impaciencia. Me parecía que era la única liberación posible; pues el deseo tenía tal ardor que habría sido necesario un acto cósmico para contrarrestarlo. Sin embargo, sabía que, para que adviniese la liberación final, primero era preciso que cada cual se convirtiera en su propio Mesías y se abriera a la relación personal con Dios, por la devequt. De vez en cuando —¿me atreveré a confesarlo?, ¿podré decirlo?— sus efectos resultaban insuficientes ante la magnitud de la tentación. ¿Era aquello una señal de la presencia de Dios?, me preguntaba. Pues, precisamente cuando estaba a punto de traicionarle y violar sus mandamientos, sentía en todas partes su presencia inmanente. No hay lugar sin él. Cuando me había aproximado a su regazo, tan cerca como nunca lo había estado, llegaba la tentación. Como Job, me lo habían arrebatado todo, mi rabino, mi tierra, mi padre; como Job en su fragilidad, me enviaban a alguien con rasgos de mujer para tender una abominable celada a mi debilidad humana, ¡pues ella era mujer! Deliciosamente, con su boca sombreada a veces de color ciruela, sus pantalones ceñidos a las caderas, sus faldas abiertas y sus tacones altos.
Rogaba intensamente pero, en las letras que leía, estaba su nombre. Pues por el deseo se forman las vocales, y la potencia se hace acto. Desgranaba las consonantes y éstas se llenaban de vocales, henchían mi corazón con una nueva llama. Se llenaban, obscenas, hábiles en mi boca para adoptar los más ambiguos sesgos. Las miraba en mis libros, entregadas a una danza diabólica, como mujeres de la vida, valiéndose para conmigo de hechiceras miradas, seduciéndome para que las llenara de mi sonido, de mi sentido, de mi simiente. Inertes y voluptuosas, aguardaban los movimientos de mis labios, que las recibiera, que las animara. Resbalaban por mi lengua; no era Kaddish, era
Kedusha
. El santo y la prostituta. Lo más sagrado y lo más profano se confundían, muy próximo lo uno de lo otro; pues en el seno del mal podemos desafiar a Dios, intimarle a que se muestre, para ver hasta dónde nos permitirá actuar, para ver si existe.